Victoria Camps, catedrática de la Universidad Autónoma de Barcelona, sostiene en este libro que la bioética, en tanto que “reflexión ética sobre los problemas que conciernen en la actualidad a la vida humana y a la vida en general”, no es algo meramente deducible de unos derechos fundamentales o principios éticos básicos. No es un sistema monológico, sino un proceso dialógico por el que intentamos descubrir y realizar colectivamente esos principios, y así definir paulatinamente lo que es la vida buena (esa “vida de calidad” aludida en el título). Pues no sólo queremos vivir, sino vivir bien. Y para vivir bien, como nos recuerda la autora en las citas que abren el libro, no basta con la regulación jurídica (porque ocurren mil cosas no contempladas por las leyes), pero tampoco basta con una regulación individual basada en el carácter ético de cada uno, pues nuestra época se caracteriza por su pluralidad.

El libro, de amena lectura, está estructurado en tres partes. En la primera, se parte del hecho de que nuestas sociedades son moral y políticamente liberales: el dejar hacer dominante provoca la neutralidad estatal respecto de las “doctrinas comprehensivas” (Rawls) y, con ella, la separación de lo justo y lo bueno, que se refugian respectivamente en la esfera pública y privada. Como buena feminista, la autora duda que esta dicotomía funcione; al menos en el ámbito de la justicia y la salud, lo público y lo privado se afectan mutuamente. La segunda parte describe esa “moral autorreguladora” que la autora considera adecuada para la bioética, contrastándola con los derechos humanos y con los cuatro principios clásicos de la bioética. Resalta la centralidad de la deliberación, y cómo se materializa ésta mediante los mecanismos de autorregulación colectiva propios de la moral institucionalizada (cómites, códigos, etc.), mecanismos de los que todos somos o debiéramos ser responsables.

En la parte final se retoma el objetivo inicial de la obra: aclarar el papel del profesional de la filosofía en este jaleo. Si en este ámbito todo es tan incierto y todo se hace sobre la marcha, ¿qué clase de saber puede “vender” o practicar el filósofo? La respuesta de la autora es modesta: el filósofo no puede aspirar a ser más (ni menos) que un hilvanador de diferentes discursos que pueda servir de puente entre las culturas humanística y científica. Y esto porque la bioética es una “obra en marcha”, algo que construimos entre todos mediante la autorregulación, y en esa tarea no puede haber expertos. Además, está la propia interdisciplinariedad de la bioética, que “es necesaria precisamente porque los problemas son éticos, lo que significa que no son reducibles a problemas médicos, técnicos, jurídicos o políticos. Son algo más, que afecta a todos y no es privativo de ninguna especialidad. [...] Que el filósofo, en principio, parezca más autorizado que otro especialista para abordar y plantear cuestiones morales, no significa que tenga más autoridad moral que los demás para hacerlo.”

Salta a la vista que, al tratar de elegir un marco para la bioética, Camps opta por una tercera vía que toma a las virtudes aristotélicas como modelo frente a los cálculos utilitaristas o a las deontologías de corte kantiano. Este marco rechaza tanto el principialismo como la casuística en una visión de la bioética como descubrimiento en la que el énfasis se pone en el proceso y no en el resultado. Es decir, la apelación a principios abstractos y el análisis cuantitativo de los casos dejan paso a las prácticas colectivas de autorregulación y a una mentalidad deliberativa que no contempla una sóla respuesta verdadera para cada problema. De hecho, la autora niega expresamente que la moral trate con verdades, y aunque reconoce que sí hay males absolutos (la pena de muerte, entre otros) también afirma que “es imposible demostrar, como quien verifica una ley de la física, que el terrorista o el nazi se equivocan cuando piensan que la razón está de su parte. La moral es un conocimiento, es un saber, pero un conocimiento de un orden distinto que el científico. Nada en moral es demostrable ni verificable.” Por eso aquí y allá Camps deja traslucir su simpatía última con el emotivismo, aunque en contra de sus versiones más escépticas sí sostenga que existe un cierto saber ético.

Ahora bien, ¿qué clase de saber ético es éste? La autora sostiene que en el ámbito de la bioética las decisiones (es decir, sus razones y también sus consecuencias) nunca son exclusivamente privadas, por lo que es preciso agregar las voluntades individuales a fin de evitar respuestas arbitrarias o parciales a los dilemas morales de nuestro tiempo. Se trata de ejercer una suerte de “autorregulación colectiva” que Camps compara con la virtud aristotélica que, según ella, maltraducimos como prudencia: “la sabiduría consistente en hacer lo que conviene en cada momento, lo justo en el momento justo”. Para ese saber no hay fórmulas ni procedimientos, ni tampoco una garantía de unanimidad al juzgar la calidad del resultado.

En su ya clásico estudio sobre La prudencia en Aristóteles, Pierre Aubenque afirmó que no es tanto esta virtud cuanto el prudente el que es el criterio ético recto. Pero, siguiendo con esta interpretación, el prudente no es invocado como juez más que porque tiene juicio, experiencia, en resumen, un “conocimiento”, incluso si no se trata de un conocimiento de lo trascendente. Aristóteles abandona así la trascendencia platónica, mas no para sustituirla por la trascendencia ilusoria de algo irracional (como a veces parece sugerir el emotivista), sino por la inmanencia crítica de la inteligencia. Se diría que, desde una inteligente lectura del debate liberal-comunitario, la autora socializa el individualismo ético de la interpretación de Aubenque, prestando especial atención a los mecanismos colectivos como sujetos de la virtud de la prudencia. De este modo, la autora revela la íntima conexión entre la libertad positiva y la negativa, entre el ámbito colectivo y el individual. (Al fin y al cabo, Camps ejerce tanto de filósofa política como de filósofa moral.)

En resumen: lejos de concebir la bioética como una ética light o un subproducto “bio” de la moral, la autora imagina la vida de calidad como una vida de creatividad e invención responsable, en contraste con otra imagen de la ética, más legaliforme, centrada en la obediencia a criterios externos al propio agente ético. Aunque hayan pasado unos años desde su publicación, este libro sigue siendo una de las mejores introducciones a la bioética en lengua castellana, ofreciendo al lector no especializado una perspectiva clara y comprometida con una solución democrática y abierta a los problemas de la vida humana en tiempos de incertidumbre moral y científica.

Bibliografía