Del estatus vital –vivo/muerto- de los individuos depende la asignación de un status moral y jurídico (derechos y deberes) diferente. Esto hace que toda definición de la muerte, y el ámbito de aplicación que crea, tengan importantes consecuencias normativas y prácticas. Actualmente, se admite como criterio de muerte tanto la parada cardiorrespiratoria irreversible como la muerte cerebral (whole brain death). Se considera que ambas condiciones ejemplifican la definición de muerte entendida como el cese irreversible del funcionamiento integrado del organismo como conjunto. Ahora bien, tal definición de la muerte está lejos de crear consenso, lo que hace que se siga debatiendo la asimilación de la muerte cardiorrespiratoria, y sobre todo la de la muerte cerebral, a la muerte.

Del estatus vital –vivo/muerto- de los individuos depende la asignación de un status moral y jurídico (derechos y deberes) diferente. Esto hace que toda definición de la muerte, y el ámbito de aplicación que crea, tengan importantes consecuencias normativas y prácticas. De manera aproximativa y formal, la muerte podría caracterizarse como el final de la vida. Esta definición por negación, sin embargo, tiene el inconveniente de remitir al problema, de similar envergadura, consistente en definir la vida. Por lo general, las leyes han sorteado este riesgo de circularidad al asumir implícitamente un concepto biológico y sistémico de la muerte humana, equivalente al cese permanente (o irreversible) del funcionamiento integrado del organismo como conjunto (CAPRON 1999). Tal definición conduce a considerar muertos a quienes han perdido aquellas funcionas reguladoras del organismo como conjunto, a pesar de que otras actividades orgánicas, como el crecimiento de algunos tejidos, y otras funciones metabólicas residuales se mantengan durante algún tiempo tras la declaración de la muerte. El carácter sistémico de esta definición se cifra en que no se exige la pérdida de todas y cada una de las funciones orgánicas, sino sólo de las responsables de la regulación del conjunto el organismo. Tradicionalmente, se consideró que esas funciones reguladoras eran las cardiorrespiratorias. El cese circulatorio conducía al cese respiratorio, y cualquiera de esas dos pérdidas funcionales conducía, en condiciones normales, a un cese de las funciones cerebrales. A partir de los años 60, sin embargo, se consiguió que el ritmo cardiaco y la respiración pudieran mantenerse artificialmente en pacientes con los cerebros destruidos y dependientes de los respiradores automáticos. Esta fue una de las razones por las que se estimó oportuno considerar muertos, además, a los pacientes con una pérdida total y definitiva de las funciones del cerebro (a pesar de que siguieran respirando artificialmente y sus corazones latiendo). La otra razón de esa ampliación de los criterios para determinar la muerte humana fue la de facilitar la extracción de órganos en estos pacientes (1968). Como resultado, hoy se admite como criterio de muerte tanto la parada cardiorrespiratoria irreversible como la muerte cerebral (whole brain death). Se considera que ambas condiciones ejemplifican la definición sistémica señalada arriba. Ahora bien, tal definición de la muerte está lejos de crear consenso, lo que hace que se siga debatiendo la asimilación de la muerte cardiorrespiratoria, y sobre todo la de la muerte cerebral, a la muerte. Por un lado, el criterio cardiorrespiratorio, como criterio suficiente de muerte humana, plantea el problema de determinar su irreversibilidad (tras varios minutos de paro circulatorio, se dan casos de pacientes que recuperan el ritmo cardiaco), y levanta sospechas en algunos al plantear como posibilidad que se declare muerto a alguien sin haber objetivado una pérdida total de sus funciones cerebrales. Estas objeciones desafían la oportunidad del criterio cardiorrespiratorio por dos motivos: 1. casi nadie está dispuesto a admitir la posibilidad de la resucitación (la muerte se conceptualiza, por definición, como un estado irreversible) y 2. nadie aceptaría que alguien está muerto si puede conservar alguna forma, por precaria que sea, de conciencia (YOUNGNER et al. 1999). Por otro lado, el criterio de muerte cerebral ha sido cuestionado, no sólo por parecer a muchos contraintuitivo (el cuerpo de pacientes en muerte cerebral está caliente y su corazón sigue latiendo) (SIMINOFF et al. 2004), sino por haberse demostrado que el cerebro no juega un papel tan determinante en el funcionamiento del organismo como se creyó durante buena parte del s.XX (SHEWMON 2001). En efecto, por una parte, el cerebro de muchos pacientes declarados en muerte cerebral sigue realizando funciones importantes para el resto del organismo (como la secreción de la hormona antidiurética, que impide la deshidratación) (HALEVY y BRODY 1993); por otra parte, muchas funciones responsables de la homeostasis del organismo, y que son sistémicas -como el latido del corazón, o la respuesta febril-, no dependen del cerebro (de hecho, están presentes en los pacientes diagnosticados en muerte cerebral)(SHEWMON 1998). Estas constataciones enfrentan a los partidarios de la muerte cerebral a un dilema: o bien tienen que radicalizar su criterio (exigir que, además de las funciones cerebrales, se haya perdido toda actividad cerebral), o bien deben abandonar su pretensión de justificarla en nombre de su supuesto papel regulador del funcionamiento del organismo como conjunto. Para sortear todas estas dificultades, un número importante de bioéticos han propuesto abandonar la pretensión de justificar la muerte cerebral en nombre de la biología, y considerar que los seres humanos no mueren cuando han perdido sus funciones orgánicas, sino cuando han perdido las capacidades que son más representativas de su esencia: la conciencia y la cognición, la personeidad (personhood)(GERVAIS 1986) o la identidad personal (personal identity)(GREEN y WIKLER 1980; GOMILA 1999). Estas propuestas conducen a considerar muertos a todos los pacientes con pérdidas del funcionamiento del cerebro lo suficientemente graves como para haber desaparecido las capacidades necesarias para el comportamiento social, lo que incluiría, también, a los pacientes en estado vegetativo permanente y a los bebés anencefálicos. Una dificultad de esta propuesta es que, si la asimilación de la muerte cerebral a la muerte ya resulta contraintuitiva, más lo resultaría la idea de la muerte cortical, (en la que no sólo hay un mantenimiento espontáneo del latido cardiaco, sino también de la respiración).

Las dificultades que genera la determinación de la muerte tienen que ver con cuestiones relativas al estatuto ontológico y epistemológico de la muerte. ¿Es la muerte un fenómeno discreto o más bien como un proceso (AUSÍN y PEÑA 1998)? ¿Qué tipo de entidad muere? ¿Un organismo o una persona? ¿Determinar la muerte es una forma de constatar un hecho, o equivale a emitir un juicio de valor? ¿O tal vez ambas cosas simultáneamente? ¿Es la muerte un fenómeno natural, o una construcción social? ¿Qué libertad deberían tener las personas para decidir si, encontrándose en muerte cerebral, deben ser consideradas vivas o muertas?

 

Bibliografía:

 

(1968). "A definition of irreversible coma. Report of the Ad Hoc Committee of the Harvard Medical School to Examine the Definition of Brain Death" Jama 205(6): 337-40.

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Capron, A.M. (1999). "The bifurcated legal standards for determining death:does it work?" en. S.J. Youngner, R. Arnold y R. Schapiro. The definition of death:contemporary controversies. Baltimore, The Johns Hopkins University Press: 117-136.

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Youngner, S.J., Arnold, R.M. y DeVita, M.A. (1999). "When is "dead"?" Hastings Cent Rep 29(6): 14-21.