En su número del 2 de agosto, la revista The New Yorker publica un extenso reportaje de Atul Gawande titulado Letting Go: What should medicine do when it can’t save your life? Es el mejor artículo que conozco sobre los dilemas a los que se enfrentan los profesionales sanitarios y sus pacientes en el final de la vida. Es un texto de divulgación, pero su autor es uno de los escritores científicos más reconocidos en el ámbito de la medicina actual. Su tesis central es que el sistema sanitario de los EEUU es muy bueno cuando se trata de postergar la muerte mediante intervenciones agresivas, pero falla a la hora de concentrarse en mejorar los días que le quedan a un enfermo terminal; este diagnóstico puede trasladarse a muchos otros países sin apenas cambios. Recomiendo leerlo entero, pero aquí compartiré algunos pasajes que iré traduciendo a lo largo del verano. No es precisamente una lectura playera; los casos que relata son difíciles y hasta trágicos. Aquí me limitaré a recoger algunas reflexiones que suscitan a Gawande.

El gasto sanitario creciente es la mayor amenaza a largo plazo para la solvencia del país, y buena parte de ese gasto procede de enfermos terminales. El 25% del coste de Medicare se dedica al 5% de pacientes en su último año de vida, y la mayor parte de ese dinero va a los cuidados en los últimos dos meses de vida [...] Este tema se discute a nivel nacional en términos de quién gana cuando se toman las decisiones costosas [...] pero esa es la pregunta equivocada. El fracaso de nuestro sistema médico en el final de la vida es más profundo. Para verlo, hay que acercarse lo suficiente como para ver cómo se toman realmente las decisiones sobre la planificación de cuidados.

[...] Casi todos estos pacientes sabían hace ya tiempo que sufrían una enfermedad terminal. Sin embargo, ni ellos ni sus familias y médicos estaban preparados para la fase final. En 2008, el proyecto nacional Coping with Cancer publicó un estudio que probaba que los pacientes terminales a los que se conectaba a un respirador, se les defibrilaba, o se les ingresaba en un cuidados intensivos, tenían una calidad de vida en su última semana peor que aquellos que no recibían esos tratamientos. Y seis meses tras su muerte, sus cuidadores tenían una probabilidad tres veces mayor de sufrir una depresión. Pasarse los últimos días de tu vida en una UCI a causa de una enfermedad terminal es para mucha gente una clase de fracaso. Conectado a un respirador mientras tus órganos van fallando uno a uno, tu mente al borde del delirio y sin saber que nunca saldrás de ese sitio fluorescente, el final llega sin darte una oportunidad para decir adiós, o “Vale”, “Lo siento” o “Te quiero”.

[...] La gente tiene otras preocupaciones además de la de prolongar sus vidas. Estudios de pacientes terminales indican que sus prioridades incluyen, además de evitar el sufrimiento, estar con la familia, el contacto con otros, permanecer mentalmente consciente y no convertirse en una carga para otros. Nuestro sistema de medicina tecnológica ha fracasado a la hora de satisfacer esas necesidades, y el coste de ese fracaso se mide en mucho más que en dólares. La pregunta difícil a la que nos enfrentamos no es cómo financiar los gastos de este sistema. Es cómo construir un sistema sanitario que realmente ayude a los pacientes terminales a lograr lo que es más importante para ellos en el final de sus vidas.

[...] Durante la mayor parte de nuestra historia, el morir era un proceso generalmente breve [...] y solía venir acompañado por una serie de costumbres establecidas. [...] Hoy día la enfermedad fulminante es la excepción; para mucha gente, la muerte sólo llega tras una larga lucha con una enfermedad incurable [...] en estos casos, la muerte es segura, pero el momento no. Todos luchamos con esa incertidumbre: cómo y cuándo aceptar que la batalla está perdida. En cuanto a las ultimas palabras, apenas parecen existir ya. La tecnología mantiene vivos nuestros órganos hasta mucho después de haber perdido la consciencia y la coherencia.  [...] En las últimas décadas, la ciencia médica ha vuelto obsoletos siglos de experiencia, tradición y lenguaje sobre nuestra mortalidad, y creado una nueva dificultad para el género humano: cómo morir.