Por Oier Imaz

La semana pasada asistí a un curso sobre “Conocimiento y valores” en el máster sobre Filosofía, ciencia y valores de la UPV-EHU. El curso impartido por León Olive, trató de los fundamentos del pluralismo epistemológico. Brevemente según la propuesta pluralista, la validez del conocimiento generado no es independiente de su dimensión social. El conocimiento se da en el contexto de unas prácticas particulares que se constituyen en la conjunción de teoría y práctica dentro de un sistema de acciones en el que participa el cuerpo (pensamiento y acción), que a su vez contiene normas y valores (estructura axiológica); y que es guiado por representaciones (estructura normativo-valorativa).

 

La racionalidad de este modelo es plural y aparece asociada a un conjunto de capacidades complejas evolutivas y con contenido sociocultural con las que el agente racional satisface sus necesidades. Este modelo de racionalidad requiere de representaciones (sean autenticas o no), que son conectadas, y ante las cuales los agentes son capaces de establecer aquellas que son las más adecuadas. Es decir, permite tener creencias y elegir entre ellas, pero su desarrollo exige situarlas en el contexto de la comunidad/colectividad a la que pertenece, es decir, en el contexto de prácticas particulares asociadas a colectivos concretos.

Uno de los estudiantes que asistía a la clase se rebeló. Peruano de origen, relacionaba el pluralismo con la necesidad de desactivar el potencial de cambio de las contradicciones sociales y culturales, y tal y como dijo, “lo que yo quiero es que mi país deje de ser un zoo”. Si le entendí bien, lo que planteaba era que reclamamos pluralidad para limitar el acceso de las comunidades más desfavorecidas a bienes que consideramos básicos. Dicho de otro modo, reclamamos el derecho a existir del conocimiento tradicional, pero a nadie (o casi nadie) se le ocurre recurrir a él cuando tiene cáncer. Ahora bien, en el caso de comunidades o pueblos originarios entendemos que introducir los métodos científicos occidentales atentaría contra la diversidad cultural.

En resumen, lo que el alumno sugería era que consideramos un valor ético positivo el respeto a la diversidad de creencias, pero nos reservamos el derecho a elegir racionalmente entre ellas.