por Luciano Espinosa

Profesor Titular de Filosofía. Universidad de Salamanca

Pocos dudan ya de que la situación político-económica que vivimos en España es una mala representación o una farsa interminable, y que esa ineptitud de unos actores que no quieren o no pueden hacer frente al “terrorismo financiero” mundial cuesta vidas porque este no se detiene ante nada (no hay exageración alguna si uno se molesta en verificarlo). Pues bien, si el poder está definitivamente desnudo y además colabora por acción u omisión con -eufemismos aparte- actividades eventualmente criminales, hay que sacar algunas consecuencias aunque solo sea en defensa propia. Muchos afirman que estamos ante un cambio de época y unos cuantos coinciden en que hay una crisis de civilización que no se resuelve con la mejora del PIB, sino con una modificación profunda de estructuras y modelos.

Me limito a plantear ciertas preguntas en esta dirección: ¿está dispuesto el establecimiento político y económico a reformarse de modo sustantivo, siquiera sea para paliar los efectos de la estafa masiva que llaman crisis y desde luego para amortiguar la próxima? Parece claro que no, a la vista de su inmovilismo, y, en cuanto a prevenir la futura crisis (¿alguien duda que la habrá?), el ortodoxo y reconocido Kenneth Rogoff afirma que solo ha habido una política de parcheo o cosmética (El País Negocios, 23-9-2012). Inaudito, sí, pero siguen al mando los adeptos al neoliberalismo que nos ha llevado a la catástrofe y son muchos los cómplices de grado o por fuerza del capital financiero. Claro que todo esto nos irrita más ahora porque afecta a los países del Norte, aunque conviene recordar que las medidas especulativas previas y los draconianos recortes posteriores han desangrado a los del Sur durante décadas con el beneplácito de la mayoría. Entonces, ¿cuánto tiempo soportarán los ciudadanos esta situación de sufrimiento sin fin por un lado e impunidad desvergonzada por otro? Es probable que el miedo intensivo inoculado en la sociedad, la búsqueda de chivos expiatorios, las campañas de intoxicación y las medidas amenazantes de orden público todavía resulten eficaces un tiempo, salvo desahogos puntuales. Sin embargo, a la vista de una quiebra del contrato social de tal magnitud ¿hay que reaccionar solo con la mesura que se pide una y otra vez? Al parecer sí, pase lo que pase, y lo contrario suele considerarse demagógico o peligroso. Claro que nunca habrá moderación bastante para los que revalidan el célebre dicho de Lampedusa, ya saben, que algo cambie para que todo siga igual.

La cuestión no es que indignarse no sirva para resolver los problemas, algo obvio, sino que probablemente no ha habido aún la indignación deseable ni se han encontrado los canales precisos para expresarla de modo que permita algo más. Hay déficit también de esto, qué cosas, pero la combatividad cívica tiene margen para crecer, a la vista de la despolitización consumista y del adormecimiento de donde venimos. Es cierto que una parte de quienes apelan a la “madurez” de una sociedad paciente persiguen evitar destrozos mayores, aunque otros muchos solo tienen intereses que defender o ganan tiempo. La cordura y el respeto a las instituciones democráticas son condiciones necesarias pero no suficientes para cambiar algo, entre otras cosas porque aquellas son harto mejorables y es muy poco lo que están haciendo por sí solas, como demuestra la parálisis parlamentaria. Mientras tanto, los ajustes son cuestión de vida o muerte (literal o figurada) para demasiados, y como decía una famosa pintada: “La lucha de clases va hoy en dirección contraria, son los ricos los que atacan a los pobres… y ganan”. Por otro lado, es fácil criticar a movimientos como el 15-M porque no proponen “respuestas viables”, como si dependiera de ellos la carga de la prueba en esta debacle de fracasos políticos, cuando quienes están en posición de publicitar otras vías razonables (por ejemplo, V. Navarro, J. Torres y A. Garzón: Hay alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar en España, 2011, en la red) y de idear más desde las instituciones, la academia o la prensa se lavan las manos o las sabotean.

He aquí un compendio de ciertos problemas patrios, dicho sea sin el falso espíritu constructivo que algunos usan como coartada para la irresponsabilidad: 1. No hay soberanía nacional efectiva porque las finanzas se la comieron hace tiempo y porque los representantes políticos son sus rehenes, además de una casta sectaria ajena a los representados, que lo han consentido - 2. Se socializan las pérdidas y se privatizan los beneficios aún más de lo habitual, amén de perderse derechos básicos (laborales, sanitarios, educativos, asistenciales, culturales…), con lo que crece la desigualdad y la injusticia hasta límites intolerables - 3. La incompetencia y la falta de empatía social mostrada por las élites dirigentes de diverso tipo resultan bochornosas y apenas nadie es penalizado por ello, aunque es peor todavía la inoperancia jurídica para pedir cuentas a los delincuentes de cuello blanco - 4. No hay proyecto de futuro ni de país, si acaso esperar que escampe el diluvio mientras se aplican “reformas” ideológicas tan lamentables como ineficaces, bajo la amenaza latente del sálvese quien pueda - 5. Tampoco hay voluntad de negociación y acuerdo (en especial por parte del Gobierno) para realizar cambios no meramente instrumentales, sino partidismo e intransigencia. Pues bien, ¿cuánto esfuerzo solidario se puede pedir allí donde se cercena la igualdad de oportunidades y se vulneran las reglas del juego? O, por ser más concretos ¿cómo institucionalizar el necesario contrapoder ciudadano en las leyes si no se ejerce una presión pacífica que obligue a ello?

Claro que es cuestión de crear fuerzas estables y no de protestas callejeras, pero como nadie regala nada y de lo que se trata es de contrapesar la evidente defensa de sus intereses que llevan a cabo las oligarquías políticas y financieras (no valen otros vocablos), algo habrá que hacer. El problema es que nos acostumbramos pronto -mientras no nos afecte demasiado- a la violencia ejercida sobre los vulnerables, cada vez más estridente, a la par que rechazamos espantados cualquier algarada. Pero este no es el peligro de fondo, no, sino aquello que Ortega consideraba lo más dañino en la política: la anarquía de derechas, es decir la ausencia de reglas firmes para los poderosos. Pasa en distintos sectores, pero algunos tienen bastantes más recursos a su disposición y se aprovechan de la progresiva tendencia a desregular y concentrar actividades y riquezas. Eso sí, todo en nombre de la sacrosanta pareja (ya parecen siamesas) de libertad y competitividad, faltaría más. Las consecuencias inmediatas de todo ello no hace falta buscarlas en las victorias de los grupos de presión o en maniobras secretas, basta con recapacitar sobre la fiscalidad, sean las intocables SICAV o el hecho de que el 40% de los asalariados declaren más a Hacienda que sus jefes, por no hablar de ciertas amnistías fiscales.

El escarnio alcanza límites insólitos, pero no debemos alterarnos -se repite-, dado que la situación de emergencia lo justifica todo, incluidas las mentiras descaradas antes, durante y después..., como las eternas promesas de progreso y salvación. La paradoja es que se adoptan “medidas excepcionales” en el terreno social, pero nunca en el político y el económico, bien protegidos en sus inercias. Ni siquiera caben las reformas democratizadoras dentro del sistema vigente (listas abiertas en las elecciones, mejor proporcionalidad electoral, despolitización de las administraciones, órganos de control ciudadano, cámara territorial, transparencia efectiva…), pues ya se sabe que son cosas muy delicadas y lentas, mientras que el dolor de la gente es “inevitable”. Sin embargo, estirar tanto la cuerda puede romperla y debería atenderse a las enseñanzas de Wilkinson y Pickett (Desigualdad: un análisis de la infelicidad colectiva, 2009) sobre los efectos siempre nocivos y desestabilizadores para todos de la galopante diferencia interna entre estratos sociales, junto al análisis no menos alarmado de J. E. Stiglitz (El precio de la desigualdad, 2012). En caso contrario, puede que luego nos llevemos las manos a la cabeza…
Da la impresión, en términos generales, de que entramos en una era postburguesa (no solo por la menguada clase media) y poco pragmática, qué chocante, donde el delirio de omnipotencia tecnocrática y tecnológica es el reverso sofisticado de las viejas proclamas populistas. El capitalismo, lejos de refundarse (Sarkozy dixit), ha pasado de ser el orden natural e incuestionable de las cosas a una especie de destino aciago y autodestructivo, la locomotora sin frenos que nadie gobierna. Es la huida hacia adelante del sistema depredador que tiene que abrir continuamente nuevos espacios de explotación, como son ahora los alimentos, el agua, los genomas, etc., porque nada parece vedado al beneficio sin límites…¿Qué será lo siguiente, el aire? Y mientras se da vueltas al debate alicorto entre “austeridad o crecimiento”, pocos piensan en que la crisis ecológica (especialmente climática) obliga a un cambio drástico del modelo productivo y por extensión del estilo de vida. ¿Hasta cuando la supuesta urgencia de arreglar una economía política caníbal impedirá el paso a un enfoque más comprehensivo desde la ecología política? ¿Por qué no considerar las cuestiones ecológicas al menos como el cuarto asunto a sumar al famoso Trilema de Rodrik (imposibilidad de conciliar democracia, soberanía y globalización) y ocuparse de ello? Por favor, reflexionen despacio sobre los muy documentados y “prudentes” estudios de A. Giddens (La política del cambio climático, 2010) y de Harald Welzer (Guerras climáticas. Por qué mataremos (y nos matarán) en el siglo XXI, 2010) antes de cambiar de canal.

La hipótesis que manejamos es que hay una clara relación entre todos los tipos de crisis mencionadas, tanto en el plano nacional como internacional, y que su núcleo es la pérdida de lo común, olvidado el sentido doble que tuvo en el origen griego de la filosofía occidental: falta una conciencia fuerte de que la política es la expresión de la interdependencia que nos vincula a todos, en sus diferentes niveles, y que lo mismo ocurre respecto a la biosfera (que es finita, no se olvide) y las estructuras básicas que sustentan la vida. Recuperar aquella noción como guía de la teoría y la praxis es el mayor ejercicio de regeneración que podemos hacer, y eso sí que conduciría a una genuina solidaridad, aunque solo sea por convertir la necesidad en virtud. No hace falta ser nobles humanistas ni amigos del planeta si no se quiere, tan solo abandonar una senda suicida. Tampoco se trata de ser “apocalíptico o integrado”, según el viejo esquema de Umberto Eco, sino de conservar un poco de dignidad.
El realismo informado que no suaviza la gravedad de los problemas es la única opción constructiva y ya no hay tiempo para seguir con las perennes componendas ni los cambios con cuentagotas. Llaman “antipolítica” a cuanto cuestiona a nuestros representantes, pero la miopía cortoplacista que exhiben y su conducta fuerte con los débiles y débil con los fuertes no es el mejor ejemplo que digamos. La cuestión es perenne: si ahora no, ¿cuándo es el momento adecuado para emprender reformas de peso?, o ¿no queda otra opción que resignarse? Al contrario, aunque solo fuera para aminorar los retrocesos sociales es más necesario que nunca presionar pacíficamente a las instituciones, organizarse en redes ciudadanas de toda índole, practicar la desobediencia en su caso y salir a la calle para, de entrada, ser tenidos en cuenta de verdad. Sin ingenuas utopías, hay cambios más que posibles y sobre todo urgentes. Si antes no funcionó como se pretendía, habrá que insistir una y otra vez… porque nadie dijo que fuera fácil y porque -no nos engañemos con los cuentos habituales- lo peor está por venir. Y lo sabemos.

LUCIANO ESPINOSA (UNIVERSIDAD DE SALAMANCA)

 

Comentarios


Nuestra responsabilidad para el cambio

Viernes, 23 Noviembre 2012 00:17
David Rodríguez-Arias

Los ataques al bienestar y a los derechos por medio de las privatizaciones -la última embestida privatizadora tiene por diana nuestro sistema de Justicia-  llevan mucho tiempo haciéndose con éxito en países menos desarrollados. Hasta hace poco, éramos sólo testigos y beneficiarios de esas privatizaciones. Por nuestra complicidad en el expolio que los españoles hemos hecho de sus recursos naturales nos deben juzgar los habitantes de Guinea Ecuatorial, los de toda América Latina. También los habitantes de Libia, que fueron arrodillados por un dictador sanguinario y, cuando intentaron levantarse, masacrados con las armas por cuya venta a Gadafi España se enriqueció. O los de Malí, que este año han sido expulsados de sus casas a punta de esas mismas pistolas vendidas por nosotros -España es el segundo país exportador de armamento ligero-, que ahora están empuñadas por el ejército de un estado-terrorista al norte de ese país, contra el que nuestros soldados -ironías del destino- van a acabar enfrentándose, como todo parece indicar.

Que el neoliberalismo campe a sus anchas no es algo nuevo, lo que es más reciente es que se haya metido en nuestros hogares, en nuestra salud, en nuestro confort. Hoy, la justicia, la sanidad, la educación, la cultura, la investigación, la banca, la electricidad, los transportes... todo eso que hasta ayer le pertenecía al Estado, es decir, a cada uno de los ciudadanos, deja de ser nuestro. Y con lo único que nos quedamos es con deudas que ni siquiera hemos contraído.

Un cambio profundo es necesario. Ese cambio no será una iniciativa de las oligarquías políticas y financieras, que harán lo posible por seguirse enriqueciendo, asumiendo muchas veces a través de empresas privadas a su nombre, los servicios que ellas mismas han privatizado. Es ingenuo pretender que las clases económicas y políticas vayan a cambiar, como por arte de magia. Para que el cambio se produzca, será necesario que su voracidad deje de salirles rentable.  No hemos sido capaces de propiciar ese cambio cuando no éramos nosotros quienes vivíamos por debajo del umbral de la pobreza. Ahora tal vez lo debemos realizar en defensa propia.

Se precisa una toma de conciencia ciudadana, masiva, del significado político de todos nuestros actos: desde el voto hasta la compra de un teléfono; desde el uso del transporte colectivo hasta el uso de las redes sociales; desde la visualización de un partido de fútbol hasta la participación en una manifestación. Todos nuestros comportamientos son políticos porque dan forma a las relaciones -continuamente cambiantes- entre individuos  e instituciones.

Hay quien piensa que lo único que propicia la revolución es tocar fondo. Que el miedo se pierde sólo al final, cuando ya no se tiene nada más que perder. ¿Debemos entonces esperar a que nos desahucien para arrojarnos? Si la Historia es cíclica ¿cuánto dolor estamos dispuestos a soportar antes del próximo bandazo? El saqueo que estamos sufriendo nadie lo va a interrumpir... salvo nosotros mismos. El "sálvese quien pueda" no nos vale ya: o nos salvamos juntos o esto se convertirá en un desierto social, una especie de Dubai ibérico, con algunos jeques y una mayoría de esclavos.

Hay formas eficaces de luchar contra el establecimiento político/económico. La apuesta decidida por la banca ética es uno de ellos. El consumo responsable es otro. El boicott a los medios de comunicación intoxicantes es un tercero. Una huelga indefinida es otro. El asociacionismo y la participación en los movimientos sociales es otro muy importante. El ciberactivismo es otra herramienta. Existen muchas formas pacíficas de sabotear el poder. La coordinación ciudadana es necesaria, pero la iniciativa es responsabilidad individual. No subestimemos el poder del ejemplo y su capacidad multiplicadora. Por responsabilidad, no lo subestimemos antes de haberlo probado con todas nuestras fuerzas.

Comentario de M. J. Beunza

Viernes, 30 Noviembre 2012 15:06
Antonio Casado da Rocha

Lecturas de este tipo, aunque breves, son muy significativas. Nos colocan en ante la tesitura de decidir por el cambio, no solo individual, sino colectivo. Ya lo decía Elie Wiesel (premio novel de la paz 1986): "ante las atrocidades hemos de tomar partido ya que una posición neutral ayuda al opresor, nunca a la víctima".

Percibo en el texto de David, esa fuerza que da el grupo de afines y evitar el "sálvese quien pueda". También me ha gustado porque muestra varias opciones: asociacionismo, el consumo responsable, el ciberactivismo, etc. Y me sugiere, que todos somos importantes, y que todas las personas que, por las razones que fueran, todavía no han podido "ponerse  manos a esta obra", tienen la puerta abierta, son bienvenidas a participar en este cambio.