Lo primero que llama la atención al comienzo del texto es la hipótesis del mismo. Uno se percata de la dificultad para interpretar legítimamente emociones básicas de simpatía o compasión como evidencias de un comportamiento motivado por consideraciones morales, y espera una demostración bien argumentada y plausible de la idea de que algunos animales podrían ser sujetos morales. En este sentido Rowlands no decepciona.
Uno no suele dudar de que los animales tengan estados mentales que se corresponden con experiencias dolorosas, pero la cuestión se vuelve muy controvertida cuando se trata de lo que el autor nos está sugiriendo. Los argumentos esgrimidos por los autores animalistas a favor de la conciencia animal no son nuevos (Singer, 1975, 46-49; Mosterín, 1998, 83-97). Puede deducirse que padecen dolor observando su comportamiento y el hecho de que muchos de ellos posean sistemas nerviosos muy parecidos al nuestro también debería servirnos como prueba. Además parece obvio que negarles la conciencia del dolor es incompatible con la teoría de la evolución, en tanto que la posesión de la apuntada capacidad aumenta las posibilidades de supervivencia de la especie (si se siente dolor se tiende a evitar la fuente del daño y eso resulta esencial para sobrevivir). Por otro lado la evidencia a favor aumentará considerablemente ante la posibilidad de indagar en la experiencia subjetiva real de los animales. Algo que posibilita el diseño experimental y aplicación de test de preferencia que sirven para saber cómo de negativa está siendo una determinada experiencia para un animal concreto (Dawkins, 1986, 26-39). Todavía hoy la cuestión no es baladí en tanto que caló con bastante fuerza la tendencia filosófica cartesiana que insistió en considerarlos como meros autómatas. Aquellos que cuestionan la conciencia de los animales están afirmando que estos pueden tener un dolor sin ser conscientes del mismo. Se apoyan en algunas investigaciones en las que individuos con una determinada lesión cerebral demostraron en los diseños experimentales que tenían información conceptual pero eran incapaces de sentir nada (Damasio, 1994, 193-207). Sin embargo el conductismo no puede presentarse como un modelo explicativo adecuado pues, entre otras cosas, no resulta compatible con la tesis suficientemente probada de que los animales aprenden. La coherencia de las razones que permiten superar el tabú conductista ha de permitir guiar la argumentación a favor de un enfoque cognitivista desde el que se considere irrisoria la posibilidad de llevar a cabo ciertos actos sin reconocer la presencia de los estados mentales que han de acompañarlos.
Por tanto, aunque realmente también las discusiones en torno a la capacidad de sentir de los animales son acaloradas, aquello por lo que Rowlands se preocupa se sitúa en un contexto distinto y mucho más controvertido. Seguimos ahora preguntando por capacidades un poco más complejas de aquellas que posibilitan la experiencia de un dolor de tipo físico. Pensemos en la posibilidad de atribuir creencias y deseos a los animales. Tradicionalmente las creencias han sido entendidas como actitudes proposicionales (tomando la expresión de Bertrand Russell), y se ha cuestionado la posibilidad de que se dieran más allá de los seres humanos. Pero algunos autores reivindican un cambio de paradigma. Puede que tener un deseo simplemente sea sinónimo de tener la capacidad de distinguir entre las condiciones que lo satisfacen y las condiciones que lo frustran, algo que sin duda poseen muchos animales (Searle, 1994; Bortolotti, 2008). Parece que tanto los animales como los niños pequeños pueden ser sorprendidos, confundidos y tienen expectativas. Su conducta está sujeta a un examen de la realidad y cambia de acuerdo a cómo las cosas se modifican. Esto al menos debería servir para comprender que las capacidades conceptuales requeridas para la presencia de creencias y deseos no son tan sofisticadas como se ha requerido tradicionalmente (Pluhar, 1995, 20-37). A pesar del interesante debate, el objetivo del texto de Rowlands tampoco se sitúa en este segundo plano de la argumentación animalista.
El texto resulta especialmente interesante porque se dirige todavía un paso más adelante. Lo novedoso no es ya que muchos animales tengan capacidades que tradicionalmente han sido ocultadas tras perspectivas ideológicamente sesgadas en respaldo de los enfoques antropocéntricos en psicología, etología o filosofía de la mente. Sino que ahora se trata de justificar en los animales, no sólo la existencia de cierto tipo de emociones, sino la posibilidad de que lleven a cabo actos motivados por consideraciones morales (Rowlands, 2012, 2). Ciertamente el autor condensa en poco espacio una teoría sobre la atribución de emociones que bien merecería un tratamiento más extenso. Sin embargo es reseñable su esfuerzo por dejar claras las bases en las que descansa la satisfacción de la hipótesis, evitando todo lo que pudiera parecer una asunción sin demostrar. Llama la atención no sólo el hecho de lograr su propósito sino la claridad expositiva con la que expone la teoría.
La trasgresión de la dicotomía paciente / agente moral debe darnos qué pensar. El análisis ortodoxo distingue entre aquellos individuos que son pacientes morales y aquellos otros que también denotan agencia moral. En la tradición racionalista occidental el hecho de que los humanos seamos los únicos capaces de entender las reglas del juego moral es lo que cuenta para restringir los límites de la comunidad moral. En tanto que la moralidad aspira a la realización y proliferación de valores morales, quienes pueden producir tales valores (agentes morales) tienen moralmente derecho a disponer de aquellos que no pueden. Si sólo los agentes racionales pueden producir valores morales, y los seres humanos son agentes racionales pero los animales no, entonces nosotros estamos moralmente legitimados a disponer de ellos. Los análisis que reivindican la superación del clásico paradigma del antropocentrismo ético pasan por incidir en el hecho de que hay quienes no son moralmente responsables de sus acciones pero el que tengan capacidad de sentir hace que se les deba protección moral. Los animales, aunque no puedan ser moralmente evaluados por sus acciones, se encontrarían en el grupo de los que han de ser considerados cuando se tomen decisiones que les afecten.
Si la conciencia básica de algunos animales permite repensar la interpretación clásica de paciente moral e incluirlos en la comunidad moral, ¿la identificación de estados mentales complejos permitirá identificarlos como agentes morales? La idea clásica es que una acción es moral sólo si el agente reconoce qué es lo que hay que hacer y lo hace por ello. Parece que sólo los individuos con inteligencia normal humana son capaces de tal reconocimiento y motivación. Sin embargo podríamos pensar que aunque los animales son incapaces de plena agencia moral, algunos de ellos sí pueden ser considerados agentes virtuosos en determinados momentos. Sapontzis nos propone dejar de entender la racionalidad de manera tan restringida como hasta ahora. Hay muchas dimensiones del valor moral, afirma, y para llevar a cabo una acción de tal tipo el hecho de tener un grado muy alto de racionalidad unas veces será determinante pero otras no. Esto permitiría afirmar que algunos animales podrán llevar a cabo acciones morales en contextos en los que no se requiera tanta racionalidad. De una manera más sistemática este análisis llevaría a distinguir dos dimensiones diferentes dentro del valor moral. Una que es independiente del agente y otra que sí estará en relación con el mismo. Se refiere a ellas respectivamente como moralai (agent-indepedent dimension of moral value) y moralad (agent-depedent dimension of moral value). En el primer caso se refiere al valor moral de una acción que es independiente de la relación del agente con la acción. Por ejemplo cumplir una promesa o prevenir un asesinato son un tipo de actos a los que se les podría atribuir un determinado valor moral al margen de las razones del agente para llevarlos a cabo o de si el agente es consciente o no de que está realizando tales actos. Es así porque hay cursos de acción que son preferibles a otros aunque el agente no se percate de que su acto puede encuadrarse en ellas. En el segundo caso se refiere a la existencia de una dimensión distinta del valor moral que sí depende de las motivaciones del agente para la acción. Reconocer así la existencia de una dimensión del valor moral independiente del agente (moralai) podría permitirnos contemplar a algunos animales como agentes morales en un determinado grado (Sapontzis, 1987, 1-2).
Pero, la pregunta es, ¿podría atribuirse a los animales también la dimensión de valor moral dependiente del agente (moralad) si se reformulan algunos conceptos tradicionales? Cuando Rowlands insiste en la necesidad de resaltar ciertos aspectos motivacionales en los animales comprendemos realmente, al margen de posibles matizaciones lingüísticas, que su objetivo en este trabajo está en línea con la anterior pregunta. El autor nos está sugiriendo una nueva e interesante discusión que pasa por entender que algunos animales podrán ser analizados como sujetos morales en tanto que sus acciones a veces pueden estar motivadas por consideraciones morales (Rowlands, 2012, 4-7).
Nos explica que la hipótesis que quiere demostrar significa defender que los animales pueden ser sujetos morales en el sentido de que son sujetos con emociones moralmente cargadas. Tradicionalmente se ha asumido que hay un punto clave en la atribución de motivaciones morales que los animales son incapaces de satisfacer y es la idea de que el sujeto debe tener un control sobre las mismas. Lo que configura el punto de vista ortodoxo al respecto es que sólo los humanos son capaces de realizar un examen crítico de sus motivaciones y que este aspecto normativo es lo que permite atribuir a un individuo el estatus de sujeto moral. El esquema argumentativo del autor pasa por mostrar que esta interpretación predominante puede ser entendida como una entre otras formas posibles de ser un sujeto moral. La incapacidad de llevar a cabo un examen crítico de nuestros sentimientos y acciones no sería una razón suficiente para afirmar que no se están dando algún tipo de razones que explican su presencia (Rowlands, 2012, 16). Lo que sucede es que en ese caso el individuo no es consciente de tales razones; pero éstas existen y ello hace que sea razonable afirmar que estamos ante un sujeto moral (a pesar de que sea un poco diferente a lo que solemos entender como tal). Lo que habría que ver es si algunos de los aspectos en los que se sitúa la diferencia entre ser consciente o no de las razones es realmente significativo a la hora de poder identificar a un individuo como sujeto moral. Rowlands analiza una primera diferencia que tiene que ver con el hecho de que en el caso del individuo que no es consciente de las razones resulta problemático identificar al sujeto donde se dan las operaciones de procesamiento inconsciente (21-24). En segundo lugar podría pensarse que la diferencia relevante proviene de la carencia de pensamiento de orden superior en el caso del individuo que no es consciente de las razones que motivan sus acciones (24-28). Por último puede que lo que provoca un escalón cualitativo sea el hecho de que el individuo al que se hace referencia no es capaz de explicar ni su comportamiento ni el de los demás mediante razones (28-30). Pero nada de esto es suficientemente significativo como para establecer una diferenciación relevante entre aquellos capaces de llevar a cabo un examen crítico de sus motivaciones y aquellos otros incapaces de ello. Por esto, Rowlands defiende la plausibilidad de admitir que la habilidad para analizar las motivaciones propias no puede interpretarse como una condición necesaria para ser un sujeto moral.
El autor propone una identificación en positivo de los rasgos con los que sí ha de contar un individuo para poder ser identificado legítimamente como un sujeto moral. Debe ser sensible a las características de su entorno que resultan pertinentes, además tal sensibilidad debe ser normativa y descansar en un mecanismo confiable. Muchos animales son capaces de contar con las emociones que identifican como buena o mala una determinada situación. Puede admitirse que esta sensibilidad está dotada de normatividad en tanto tales respuestas emocionales serían refrendadas si un espectador imaginario ideal estuviera en la misma situación. Y además no se trata de algo accidental sino que puede identificarse un cierto mecanismo en tanto que la apuntada sensibilidad normativa no tiene lugar por accidente, sino que se dan unas emociones concretas según las circunstancias. Si un animal cumple las características identificadas, y los hay, entonces estamos ante algún tipo de sujeto moral, aunque ello suponga un enfrentamiento con la posición más ortodoxa.
Quise señalar que un enfrentamiento similar con el paradigma clásico tiene lugar, tanto en el reconocimiento de la capacidad de sentir, como en la plausibilidad de atribuir la teoría de la creencia-deseo a los animales. En un caso la ruptura implica la ampliación de la comunidad moral más allá de los seres humanos, y en el otro la legitimidad de establecer obligaciones morales hacia los animales más allá de una protección moral básica frente al dolor. Entiendo que el autor logra el objetivo que se plantea porque estoy suponiendo en los demás lectores un proceso parecido al experimentado en mi caso. Desde el escepticismo inicial, el esfuerzo por comprender las pretensiones de coherencia hace el resto. Sin embargo lo que falta, en mi opinión, es alguna referencia a la relevancia moral de la conclusión. Hubiera sido un buen colofón saber qué piensa Rowlands acerca de las repercusiones que tendría su análisis en la concreción de nuestras obligaciones morales para con los animales. La cuestión del paralelismo cognitivo entre animales y determinados seres humanos (bebés, niños pequeños e individuos con grave discapacidad cognitiva) también es un importante desafío a tener en cuenta, inseparable de la concepción de responsabilidad moral que queramos defender con relación a los animales. Igualmente puede que la pregunta acerca de si la muerte también supone un daño para los animales surja con especial relevancia aquí. En definitiva me pregunto por la concreción normativa y práctica que implica el reconocimiento de algunos animales como sujetos morales.
Bibliografía
Bortolotti, L. (2008): “What does Fido believe?”, Think, 19 (7), 7-15.
Damasio, A. (1994): El error de Descartes. La emoción, la razón y el cerebro humano, Barcelona, Crítica (1996).
Dawkins, M. S. (1986): “The scientific basis for assessing suffering in animals”, en P. Singer (Ed.) (2006): In defense of animals. The second wave, Oxford, Blackwell Publishing, 26-39.
Mosterín, J. (1998) : ¡Vivan los animales!, Madrid, Debate.
Pluhar, E. (1995): Beyond prejudice, London, Duke University Press.
Rowlands, M. (2012): “¿Pueden los animales ser morales?”, Dilemata, Año 4, nº 9, 1-32.
Sapontzis, S. F. (1987): Morals, reason and animals, Philadelphia, Temple University Press.
Searle, J. (1994): “Animal minds”, en P. A. French, T. E. Uehling y H. K. Wettstein (Eds.) (1994): Midwest studies in philosophy XIX: philosophical naturalism, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 206-219.
Singer, P. (1975): Liberación animal, Madrid, Trotta, (1999).