En “¿Pueden los animales ser morales?” Rowlands argumenta que hay animales no humanos que son sujetos morales. Pero la tesis que Rowlands se ocupa principalmente de defender en este artículo es otra. Consiste en que es necesario hacer una distinción entre la subjetividad moral propiamente dicha y la capacidad de llevar a cabo evaluaciones morales. Que hay animales no humanos que son sujetos morales se sigue una vez aceptamos esto, a la vista de evidencias empíricas como las que refiere Rowlands.
Aquí voy a defender que, de manera general, la propuesta de Rowlands es correcta. Pero sostendré que su argumentación es problemática por identificar ciertas definiciones de la que llama “agencia moral” no implicadas entre sí, defender una teoría de la imputación discutible e implicar compromisos metaéticos innecesarios. Asimismo, indicaré que para nombrar los planos a los que Rowlands se refiere como “subjetividad” y “agencia” hay ya una terminología disponible, si bien no exenta de problemas, que es la proporcionada por la distinción entre moral y ética. Finalmente haré algunos apuntes en relación a quiénes pueden ser considerados sujetos morales y éticos.
1. Formas de definir la agencia moral
Rowlands define inicialmente la subjetividad y la agencia moral del modo siguiente:1
X es un sujeto moral si y solamente si X está, por lo menos algunas veces, motivado a actuar por consideraciones morales (2012, pág. 6).
X es un agente moral si y solamente si X es (a) moralmente responsable de sus motivos y acciones, y por tanto puede ser (b) moralmente evaluado por ellos (alabado o reprendido, en sentido amplio) (pág. 5).
Sin embargo, cuando examinamos la argumentación que presenta Rowlands, vemos que la caracterización que hace de los agentes morales no siempre coincide con esta. Tras dar sus definiciones iniciales, Rowlands pasa a considerar que la diferencia entre sujetos y agentes morales radica en que estos últimos pueden someter a escrutinio y evaluación sus motivaciones morales. Y finalmente considera que lo que distingue a los agentes morales es que son conscientes de sus razones para actuar.
Podríamos considerar que estas tres formas de distinguir entre sujetos y agentes morales se implican mutuamente, pero este no es el caso.
2. Las condiciones para que los demás nos culpen o elogien
Comencemos por considerar la posibilidad de alabar y censurar la conducta de los agentes morales. Rowlands da por obvio que aquellos susceptibles de ser evaluados de este modo por otros pueden serlo únicamente en la medida en que sean a su vez agentes con la capacidad de evaluar sus propios actos. Ilustra esto con el siguiente caso:
Supongamos, por ejemplo, que mi esposa, agobiada por la suciedad doméstica que acompaña a dos chicos jóvenes, un perro grande y un marido desaliñado, me ha hipnotizado (sin que yo lo sepa). Ahora, siempre que pronuncia la palabra “Rosebud”, experimento el deseo irrefrenable de fregar el suelo. Este deseo es, parece, un estado motivacional, uno que combinado con los estados cognitivos relevantes (la creencia de que esto es una fregona, la creencia de que esto es un suelo, y así sucesivamente) resultará, ceteris paribus, en un cierto tipo de comportamiento por mi parte. Este pasar la fregona, sin embargo, no es algo por lo que pueda ser alabado o reprendido (pág. 7).
Rowlands parece considerar evidente que en un caso así no sería procedente alabar o reprender su acción, dado que él no tendría la posibilidad de controlar sus actos. Esta es, sin ninguna duda, la posición más comúnmente mantenida al respecto. Pero resulta controvertida, al menos por tres razones.
En primer lugar, el hecho es que normalmente evaluamos a los demás en base a patrones imputativos que combinan dos factores: (a) nuestra aprobación o rechazo de ciertas acciones y (b) nuestra interpretación de cuál es la aprobación o rechazo de tales acciones que muestra el sujeto que actúa. El criterio (b) es importante, sin duda. Supongamos que alguien actúa de forma adecuada según nuestra concepción de lo correcto, pero haciendo algo que la propia persona considera que es incorrecto. En un caso así normalmente evaluamos la acción de tal individuo de forma diferente a como evaluamos a quien actúa del mismo modo y cree que su acción es correcta. Pero el hecho es que también evaluamos a los demás en función del criterio (a). Evaluamos más desfavorablemente a un hombre que cree que hace lo correcto pegando a su esposa que a alguien que incumple su promesa de lavar los platos y cree que por ello actúa mal. Podemos considerar que esto es así porque creemos que esos individuos no deberían aceptar aquello que los motiva a actuar de un cierto modo. Esto es, consideramos que el agresor del ejemplo no debería tener la creencia de que lo que hace es correcto. Pero seguimos manteniendo esta posición incluso cuando esto resulta virtualmente imposible para el individuo que estamos juzgando. El agresor sexista puede haber sido enseñado desde pequeño que lo que hace es lo correcto, tanto por su padre y madre como por su líder religioso y por el conjunto de la sociedad. Eso quizás limite la dureza de nuestro juicio, pero no le exime de nuestra condena.
En segundo lugar, puede llevarse lo dicho en el punto anterior algo más allá. Y puede plantearse que, en última instancia, el modo en el que los agentes decidimos actuar depende de circunstancias que no hemos elegido (nuestra carga genética y el medio en el que nos hemos encontrado). De modo que podría decirse que ninguno de nosotros debería tampoco, en rigor, ser alabado o reprendido por nuestras acciones.2 No hay que negar necesariamente el libre albedrío para aceptar esto. También podrán aceptarlo quienes defiendan (o más bien debo decir, quienes defendemos) alguna forma de compatibilismo.
Sin embargo, el hecho es que muchos de quienes entendemos que este argumento es correcto continuamos considerando pertinente alabar o culpar a los demás (y a nosotros mismos y mismas). Si esto es así, tenemos un problema a la hora de demostrar que, en cambio, no podemos hacerlo en el caso de quienes no pueden reflexionar sobre sus actos.
En tercer lugar, muchos y muchas efectuamos realmente evaluaciones de sujetos que no pueden evaluar realmente sus actos como nosotros lo hacemos. Si vemos que un niño pequeño se dedica consistentemente a pegar y a hacer sufrir mucho a otros niños y niñas, pensamos “¡qué malo es!”, aun cuando sepamos que no puede evaluar sus propios actos. Es obvio que el hecho de que el niño no pueda evaluar sus actos hace que nuestro juicio sea muchísimo menos severo que en el caso de un adulto. Esto es debido a que solamente lo evaluamos negativamente conforme al factor (a). Pero seguimos juzgándolo hasta cierto punto, aun cuando las consecuencias de esto no sean realmente muy notables. Considérese el caso de otro niño que actúa siempre de forma bondadosa con los demás. Supongamos ahora que nos enteramos de que uno de los dos niños se ha hecho daño (por ejemplo, un daño equivalente al que el primer niño ha ocasionado a algún otro). Mucha gente considerará que debemos ser completamente indiferentes hacia quién lo sufra. Sin embargo, otros consideramos que permanenciendo todo lo demás igual es peor que ese daño lo sufra el último niño en lugar del primero, aun cuando ninguno sea un agente moral responsable.
Esto no supone tener que aceptar que resulte pertinente emprender acciones punitivas contra niños o animales. Pero probablemente sí implica que nuestras reacciones de antipatía o simpatía por sus conductas se encuentren justificadas. De manera que no está claro que la imputabilidad trace una distinción exactamente coincidente con la que traza la posibilidad de evaluar las propias acciones.
3. La diferencia entre ser consciente de una razón y evaluar una razón
Pasemos ahora a las otras caracterizaciones que lleva Rowlands a cabo de la diferencia entre subjetividad y agencia. Para dar cuenta de esta, Rowlands nos presenta el caso de un individuo Mishkin, que describe como sigue:
(i) Mishkin realiza acciones que son buenas, y (ii) la motivación de Mishkin para realizar esas acciones consiste en emociones o sentimientos que son moralmente adecuados para esas circunstancias, y (iii) Mishkin tiene razones para poseer esos sentimientos y realizar esas acciones en dichas circunstancias, pero (iv) Mishkin no es consciente de esas razones (pág. 18).
Rowlands busca las diferencias entre Mishkin y un agente moral pleno, al que llama Marlow, que actúa igual que Mishkin pero por las razones morales adecuadas. Marlow llega a estas tras un proceso de evaluación de su motivación. Ante esto, Rowlands concluye que lo único en lo que Marlow se distinguiría de Mishkin sería en el punto (iv). Marlow sí sería consciente de sus razones para actuar.
Hay motivos para pensar, sin embargo, que la diferencia entre Mishkin y Marlow es mayor que esa. Consideremos el caso de alguien que también tiene subjetividad moral, Méndez. Supongamos que Méndez actúa igual que Mishkin y Marlow, y que al igual que Marlow es consciente de sus razones para actuar. Supongamos, sin embargo, que Méndez es incapaz de llevar a cabo evaluación crítica alguna de sus motivaciones para actuar. Es consciente de ellas, pero se deja llevar totalmente por ellas sin poder llevar a cabo ninguna reflexión al respecto.
Pues bien, creo que Méndez es concebible. Y Méndez no sería una agente moral en el sentido en el que tradicionalmente se ha usado el término, que es también, creo, el que Rowlands tiene en última instancia en mente. La diferencia entre Marlow y Mishkin no consiste solamente en (iv), pues. De manera que la consciencia de las razones para actuar no es la clave para la distinción entre subjetividad y agencia moral.
A la luz de esto, y de lo dicho en el punto anterior, concluyo que la identificación que lleva a cabo aquí Rowlands no es adecuada. Y que aquello que distingue a sujetos y agentes morales no es ni la imputabilidad ni la consciencia de las razones para actuar, sino la capacidad de evaluar estas últimas.
4. El compromiso con el realismo moral
Hay un problema más en el modo en el que Rowlands distingue entre Marlow y Mishkin. En realidad, es un problema que persiste a lo largo de todo su artículo. Este consiste en que la formulación que hace Rowlands de la cuestión implica un compromiso con el realismo moral. Rowlands afirma que Mishkin realiza acciones que son buenas. ¿Qué quiere decir esto? En realidad, el lenguaje que usa Rowlands es desafortunado, pues de lo que realmente está hablando aquí no es de axiología.3 Lo que Rowlands quiere decir es que las acciones en cuestión son correctas. Esto es lo que vemos cuando nos indica que comúnmente tenemos “la imagen de un sujeto moral reflexivo como alguien que puede captar las cosas correctamente –por ejemplo, identificar la conclusión moral correcta– por las razones adecuadas” (pág. 18). Rowlands no cree que esta sea una caracterización adecuada para los sujetos morales, pero sí la ve adecuada para los agentes morales.
La pregunta que aquí surge es, ¿cuáles son las razones adecuadas? ¿Con respecto a qué patrones son correctas esas acciones? Lo que Rowlands asume es que tales acciones son objetivamente correctas. Esto es, asume que la agencia moral de Marlow le permite descubrir qué actos son objetivamente correctos y obrar en consecuencia, y que Mishkin, aunque no posee tal agencia, actúa también correctamente.
El problema que implica esto, por supuesto, es que no está para nada claro cuál es ese comportamiento moralmente correcto. Las opiniones que ha tenido y tiene la gente sobre cómo debemos actuar son de lo más dispar. Y no hay un acuerdo mayor entre los filósofos y filósofas morales. De hecho, no hay absolutamente ninguna perspectiva de que vaya a darse un acuerdo general entre quienes trabajan en ética normativa o en ética aplicada. Y no la hay porque no tenemos ninguna base para llegar a tal acuerdo. ¿Qué fundamento tenemos para concluir objetivamente, por ejemplo, que el prioritarismo es la teoría correcta, o que lo es la ética de la virtud, o que lo es cualquier otra?
No hay forma en la que podamos solucionar esta cuestión. Unos defienden que lo objetivamente correcto es hacer Φ, mientras otros defienden que lo objetivamente correcto es no hacer Φ. Y otros podemos considerar que, simplemente, no hay una respuesta a esta pregunta porque no hay proposiciones morales con valor de verdad. Defendemos ciertas teorías frente a otras, y, de hecho, podemos defenderlas, como se dice coloquialmente, “a muerte”. Pero no porque sean objetivamente correctas, sino por el modo en el que conectan con nuestras motivaciones para actuar, con nuestra concepción de lo bueno, con nuestras creencias sobre el mundo, etcétera.
Esto afecta, así, a la caracterización que hace Rowlands de qué es ser un sujeto moral. Indica que un individuo “reúne los requisitos para poseer razones morales para sus acciones cuando satisface tres condiciones: (1) la posesión de una sensibilidad apropiada ante las características pertinentes de su entorno, donde (2) esta sensibilidad es normativa, y está cimentada en un mecanismo confiable” (págs. 30-31). Pero, como he indicado arriba, no tenemos ninguna evidencia de que existan proposiciones morales con valor de verdad con la forma “debes hacer Φ independientemente de tus actitudes hacia Φ”.
De este modo, podría concluirse que el enfoque que hace Rowlands de la cuestión es problemático simplemente porque el realismo moral es falso. No hay, así, sensibilidades que puedan ser “apropiadas”, pues hemos de negar que existan respuestas morales “correctas” e “incorrectas”. Y, así, deja de tener sentido la pregunta sobre si el mecanismo que lleva al individuo a poseer tal sensibilidad es confiable o no. Simplemente, tenemos una intención de actuar de ciertos modos que viene dada en función de (a) los fines que buscamos conseguir; y (b) nuestras creencias acerca del mundo relevantes para la consecución de estos.
Con todo, no es necesario afirmar esto para cuestionar el enfoque de la cuestión que defiende Rowlands. Es suficiente con indicar que su concepción de la subjetividad y de la agencia moral es problemática porque depende de una concepción realista de la moral. Y, para tener utilidad en filosofía moral, el concepto de SUJETO MORAL tiene que poder ser utilizado de manera compatible con las diferentes posiciones metaéticas que podamos mantener, tanto con aquellas de carácter realista como con aquellas que niegan que existan proposiciones morales con valor de verdad independientemente de nuestras actitudes hacia ellas. Por supuesto, en función de cuál sea la teoría que asumamos podemos divergir a la hora de aplicar este concepto. Pero sin un concepto común no podemos siquiera debatir sobre la cuestión (del mismo modo en el que distintas personas pueden estar en desacuerdo sobre qué comidas son sabrosas, pero para poder hablar sobre ello necesitan poder tener en común el concepto de SABROSO).
5. Motivación y evaluación
Ahora bien, aunque Rowlands incurra en los dos problemas citados, sí tiene éxito a la hora de rebatir la idea de que únicamente en el plano de la agencia podemos estar propiamente ante consideraciones de tipo moral. Para mostrar que esto es así, examina de qué manera puede ser posible explicar la diferencia entre el plano puramente motivacional y el evaluativo. Considera tres opciones, que rechaza.
La primera echa mano de la metáfora de la “visión ciega moral”. Los puntos de vista ortodoxos sobre la motivación moral presuponen que hay algo así como un sentido moral, del que carecerían quienes fuesen incapaces de realizar juicios morales. Tal “sentido moral” sería el que nos permitiría captar las razones morales. De este modo, quienes carecen de la capacidad de evaluar razones, simplemente no pueden actuar de forma moral, y si obrasen de manera coincidente con el modo de actuar moral sería por accidente. Rowlands, apelando a la metáfora de la “visión ciega moral”, rechaza esta explicación al entender que los sujetos morales sin la capacidad de evaluar pueden tener una sensibilidad adecuada y confiable. Pero si hemos de evitar un compromiso con el realismo moral, como he planteado arriba, ni esta explicación ni la respuesta de Rowlands pueden resultar válidas. El motivo es que si rechazamos tal compromiso no podemos suponer que exista algo que podamos captar con un sentido moral, ni que existe por tanto el sentido mencionado.
La segunda explicación descansa en la apelación a un meta-nivel en el que el sujeto evalúa sus motivaciones para actuar.4 Rowlands presenta las razones por las que la apelación a este meta-nivel no establece una distinción clara entre el ámbito de la mera motivación moral y el de la evaluación. El motivo radica en que la evaluación moral no puede crear de la nada una motivación para actuar. Ésta solo puede ser inferida mediante un razonamiento en cuyas premisas se cuenten ciertas prescripciones, que no son otras que las motivaciones para actuar que tenemos ya en primer lugar. Así, el hecho de que podamos evaluar nuestras motivaciones morales no quiere decir que nuestras razones para actuar tengan una fuente última diferente de tales motivaciones. Considerar lo contrario implicaría, indica Rowlands, “suponer que algo mágico ocurre al movernos del primer-orden al meta-nivel – magia que inmuniza el meta-nivel ante las tribulaciones del primer-orden” (pág. 27).
Es interesante destacar aquí que esta respuesta vendría a reforzar lo dicho más arriba con respecto a la atribución de responsabilidad moral. Si la aceptamos, pasamos a tener razones para o bien abandonar toda atribución de culpa y mérito o bien extenderla incluso a quienes no pueden evaluar sus acciones como lo hacemos nosotros y nosotras (posición que Rowlands vimos que rechazaba). En cualquier caso, podemos considerar que lo que aquí existe es más bien una dependencia, más interesante que la determinación arriba apuntada, que es la que se da del nivel de la evaluación en el de la motivación. Por supuesto, si puedo evaluar mis motivaciones puedo captar las inconsistencias entre ellas y deliberar sobre cuál es la que debe prevalecer. Puedo también evaluarlas a la luz no ya de otras intuiciones morales, sino de las creencias que yo pueda tener. Más aun, incluso puedo derivar de ellas corolarios contraintuitivos, que rechazaría si no fuese porque descubro que son implicados por mis motivaciones primeras para actuar.5 Sin embargo, las únicas premisas con forma prescriptiva que podrá haber en mis evaluaciones serán las que me aporten mis motivaciones para actuar. Siendo esto así, incluso aunque no asumamos una posición determinista podemos poner en cuestión que la apelación al meta-nivel permita abrir una brecha entre el nivel evaluativo y el de las motivaciones que restrinja el fenómeno moral a aquél.
Finalmente, la tercera explicación de la diferencia entre los dos niveles aquí en cuestión apela a la práctica de dar razones, que sería propia de este último. En este caso, los problemas que apunta Rowlands en tal explicación están conectados con los que hemos visto en el caso anterior. Como indica Rowlands, la existencia de la práctica de dar razones no proporciona una explicación de cuáles son tales razones, sino que presupone su existencia (pág 30). Y, si los argumentos presentados en el caso de la segunda explicación son correctos, tales razones tienen su origen primero en el plano de la motivación, no en el de la evaluación. La práctica de dar razones depende, pues, de aquel.
De manera que podemos concluir que Rowlands está en lo cierto cuando rechaza las distintas explicaciones posibles que hemos visto y afirma que es necesario introducir la idea de subjetividad moral, pues esta refiere algo que es realmente distinto de la agencia. Asimismo, su hincapié en la relevancia de la mera motivación moral, incluso en ausencia de evaluación, también lo es. Si esto es así, es correcta la idea central que defiende Rowlands en su artículo, que es la de que la subjetividad moral no implica necesariamente la evaluación de segundo orden.
6. Moral y ética
Rowlands echa mano de la terminología de la subjetividad y de la agencia para referir la diferencia arriba apuntada. Ahora bien, en este punto querría indicar que hay una terminología alternativa muy elemental para nombrar la distinción a la que está apelando aquí Rowlands. Podemos considerar una diferencia entre sujetos que actúan conforme a prescripciones simplemente morales y sujetos que actúan conforme a prescripciones éticas. La ética (normativa) es la evaluación de la moral. Las teorías éticas son conjuntos de prescripciones que son defendidas por ser el resultado de un análisis crítico de las prescripciones morales. En este sentido, hacemos ética cada vez que evaluamos nuestras motivaciones morales. De manera que podemos considerar la siguiente distinción:
X es un sujeto moral =df X es una entidad que acepta prescripciones morales.
X es un sujeto ético =df X es una entidad que acepta prescripciones derivadas por X de una evaluación de prescripciones morales.
Si somos internistas de la motivación, podremos sustituir “acepta” por “tiene la intención de actuar conforme a”. Si somos externistas de la motivación, podremos sustituir “acepta” por “tiene la intención de actuar conforme a o cree que debería actuar conforme a” (siendo suficiente para aceptar una prescripción, pues, cualquiera de las dos cosas).
Los sujetos éticos, pues, son aquellos a los que Rowlands llama agentes morales. Puesto que en el caso de estos sujetos no estamos ya en el mero nivel moral, sino que ya pasamos al plano ético, parece más adecuado nombrarlos utilizando efectivamente el adjetivo “ético” que llamándolos agentes morales.
Esta propuesta alternativa, no obstante, puede ser objeto de confusión, al menos por dos razones:
En primer lugar, sucede que los sentidos de ‘ética’ y ‘moral’ son comúnmente confundidos incluso en el campo filosófico.
En segundo lugar, nos desorienta que en nuestro propio caso sea difícil pensar en una moral sin ética. Se habla comúnmente de morales o moralidades para referir a los conjuntos de prescripciones mayormente vigentes en ciertos contextos históricos, culturales, sociales, etc. Esto es así porque se asume que estos, de algún modo, vienen dados en tales contextos, y no son el resultado de una reflexión crítica. Pero, por supuesto, en la práctica no son inmunes a la reflexión y la evaluación de quienes las adoptan, incluso aunque sea en una medida reducida. Esto es lo que explica, de hecho, que las moralidades se transformen y se abandonen a lo largo del tiempo.
Con todo, y aun cuando sea susceptible de confusiones, esta distinción es pertinente en la medida en que existe una reflexión de segundo orden sobre la moral, y a esa reflexión le llamamos ética.
7. Quiénes son sujetos morales y éticos
Llegado este punto podemos examinar, a la luz de todo lo dicho hasta aquí, qué seres pueden ser considerados sujetos morales. Esta es una pregunta mucho menos sencilla de lo que parece, y cuya solución no es solamente empírica. Depende también de cómo definamos el ámbito de lo moral.
Tradicionalmente, en filosofía es común oír decir que tenemos, por una parte, razones morales para actuar, y, por otra, razones prudenciales. Las primeras se identifican comúnmente con aquellas que nos llevan a satisfacer los intereses de otros individuos, mientras que las segundas se refieren a la satisfacción de nuestros propios intereses.6
Esto es enormemente intuitivo. Pero es tan intuitivo como problemático. No hay nada de especial en el egoísmo que lo haga una excepción frente a otras motivaciones para actuar. Ni en el altruismo. Para ver esto, consideremos el caso de alguien plenamente capaz de evaluar sus motivaciones. Supongamos que es alguien que conoce bien las diferentes moralidades y que estudie ética, y que llegue a la conclusión de que el modo correcto de actuar es simplemente satisfaciendo los propios intereses, sin ocuparse de nada más. No hay ninguna forma en la que podamos negar de manera plausible que este individuo es un agente moral. Y no hay duda, de hecho, de que existen personas como esta (y muchas, desgraciadamente en mi opinión), pues el egoísmo ético ha sido defendido en filosofía moral. Podemos comprender sin problemas que un sujeto moral pueda tener una razón para beneficiar a alguien si considera moralmente adecuado beneficiar a ese alguien. Pues bien, parece arbitrario considerar que esta es una razón moral dependiendo de qué individuo es ese. Esto es, dependiendo de si es él mismo u otro individuo. Y no solo esto, sucede que hay muchas prescripciones morales que mucha gente sigue que no tienen que ver ni con la satisfacción de intereses propios ni con la de los demás (por ejemplo, prescripciones deontológicas como “no cometas incesto aunque sea de forma mutuamente consentida y sin dañar a nadie”).
A la luz de esto, parece que no hay razón para distinguir entre razones para actuar morales y no morales. Toda razón última para actuar es una razón que podemos llamar moral. Podemos, así, abrazar la siguiente definición:
X es una moral =df X es un conjunto de fines últimos.
Lo que se sigue de aquí es que cualquier ser con intenciones es un ser moral. También aquellos que simplemente actúen movidos por satisfacer sus propios intereses. Esta terminología puede resultar sorprendente debido a lo habitual de la distinción ya repetida entre razones morales y prudenciales. Pero es filosóficamente más sólida, por las razones indicadas, y evita numerosos problemas.
Por supuesto, podríamos superar esta conclusión, que parece extraña, diciendo que simplemente vamos a definir a la moral como sigue:
X es una moral =df X es un conjunto de fines últimos de un sujeto que no consisten en la satisfacción de sus intereses propios.
Podemos hacer esto incluso considerando que es una decisión arbitraria, simplemente para que el modo en el que comúnmente usamos el lenguaje moral se vea mejor reflejado en la terminología técnica que empleemos. El dilema aquí radica, pues, en si optamos por la solución que sea más acorde con nuestro lenguaje común o con una que resulte filosóficamente más sólida y menos susceptible de confusiones. Por desgracia, no hay ninguna respuesta que satisfaga ambos requisitos. Ante esto, una solución posible pasa por distinguir los dos sentidos y usar ambos explicitando tal diferencia. En cualquier caso, es muy difícil que no continúe imperando en el debate filosófico la opción acorde con el lenguaje común, lo cual será la causa de muchas confusiones. Con todo, creo que la distinción entre sujetos morales y éticos es más sencilla y más prometedora que la distinción entre sujetos y agentes morales, que, por otra parte, conlleva también este último problema al que me he referido, además de otros relativos a la propia definición de qué es un agente.
Así, en definitiva, en cuanto a la pregunta que pone título al artículo de Rowlands acerca de si los animales no humanos pueden ser sujetos morales, la respuesta va a depender de cuál de las dos definiciones de moral presentadas arriba aceptemos. Como Rowlands apunta, hay muchos animales no humanos que satisfacen claramente los requisitos que podemos poner para considerar que un sujeto tiene motivaciones altruistas. Y si optamos por llamar morales a todas las razones para actuar, el número de animales que habremos de considerar sujetos morales será muchísimo mayor, claro está. En cualquier caso, la conclusión será, para ambas definiciones, que hay animales no humanos que son sujetos morales.
Más aun: de hecho, si aceptamos la definición que he dado arriba, hay razones para considerar que muchos animales no humanos pueden ser también considerados éticos. La elefanta Gracia, a la que Rowlands se refiere en su artículo, puede ciertamente ponderar si abandonar a Eleonora o si quedarse con ella. Sus evaluaciones sobre cuestiones morales no pueden tener el grado de abstracción que tienen muchos seres humanos, del mismo modo en el que las evaluaciones morales de muchos seres humanos tampoco tienen el grado de abstracción de las de, por ejemplo, Derek Parfit. No obstante, son evaluaciones sobre sus razones para actuar. De hecho, quienes conviven con perros saben bien de las tribulaciones que estos animales pueden tener, cuando dudan si obedecer o no a los seres humanos con los que conviven. Más aun, el hecho de que estos animales puedan hacer planes considerando lo que otros animales pueden pensar, de que tengan, pues, una teoría de la mente, muestra igualmente que pueden tener pensamientos de segundo orden sobre sus propias motivaciones morales. (De nuevo, los problemas terminológicos surgirán aquí si existen individuos sin motivaciones altruistas para actuar que tengan una teoría de la mente).
En cualquier caso, a la luz de lo que hemos visto en las anteriores secciones, este debate lleva la cuestión más allá de la de si el fenómeno moral se restringe al caso humano. Como hemos visto, podemos afirmar que esto no es así, y que existen sujetos morales entre los demás animales. Esto es así dado que la motivación moral no es dependiente de la capacidad de realizar evaluaciones sobre el contenido de esta. Debido a ello, Rowlands tiene razón cuando afirma que se puede poseer subjetividad moral aunque se carezca de tal capacidad. Los requisitos para la posesión de razones para actuar son, pues, menos exigentes de lo que comúnmente se asume.7
Referencias
DeGrazia, D. (1996): Taking Animals Seriously, New York: Cambridge University Press.
Persson, I. (2005): The Retreat of Reason: A Dilemma in the Philosophy of Life, Oxford: Oxford University Press.
Rowlands, M. (2012): “¿Pueden los animales ser morales?”, Dilemata: Revista Internacional de Éticas Aplicadas, nº 9, 1-32.
Sapontzis, S. (1987): Morals, Reasons and Animals, Philadelphia: Temple University Press.
Notas
1. Rowlands basa su elección terminológica en la idea de que la “agencia es inseparable del concepto de responsabilidad” (pág. 5). Sobre tal base critica a otros teóricos que han defendido que los animales puedan ser agentes morales, como, entre otros, sostienen Sapontzis (1987) o DeGrazia (1996). Esto, sin embargo, no está claro que constituya una posición inapelable. La agencia, en un sentido restringido, se puede entender como ligada a la toma de decisiones en base a evaluaciones, como hace Rowlands. Pero no está claro que debamos aceptar tal uso. Ángel Longueira me indica en comunicación personal su convicción de que el uso del término “agente” ha de ir ligado al de “acción”, de forma que pueden ser agentes todos los entes intencionales, y, por tanto, lo sean también aquellos que en este artículo se llama “sujetos morales”. Yo creo que en este punto está en lo correcto. Se podría considerar, contra esto, que de lo que Rowlands está hablando aquí no es de agentes en general, sino simplemente de agentes morales. Pero esto no establece aquí una diferencia, debido a que precisamente lo que Rowlands busca mostrar es que los que llama sujetos morales actúan moralmente. De manera que si es agente quien actúa, es agente moral quien actúa moralmente (más aun: al final de este artículo defenderé que hay al menos un sentido muy sólido en el que procede usar el término “moral” que implica que cualquier sujeto intencional actúa moralmente). Aquí expondré la posición de Rowlands usando la terminología que este elige en pos de la simplicidad. Pero si se demuestra, como precisamente pretende Rowlands, que es posible tener razones para actuar aun cuando no podamos evaluar nuestra motivación, tendremos motivos para sostener que resulte pertinente, en tales casos, utilizar la terminología de la agencia.
2. En la actualidad, la defensa más contundente de tal posición, es posiblemente la que ha realizado Ingmar Persson (2005, parte V).
3. Rowlands escribe: “[l]as buenas motivaciones morales son aquellas que deberían ser aprobadas por los sujetos de las mismas; las malas motivaciones morales son aquellas que deberían ser rechazadas” (pág. 8).
4. Rowlands se refiere a este meta-nivel como un nivel meta-cognitivo. Esto es problemático, pues supone asumir que la motivación moral se da en términos cognitivos. Esto es, las creencias de segundo orden que tiene aquí en mente Rowlands tienen como objeto creencias, u otras actitudes proposicionales con una dirección de la adecuación mente-mundo. Cabe, sin embargo, considerar simplemente que la evaluación se da en un meta-nivel, pero sin comprometernos con una teoría racionalista de la motivación. Así, podremos afirmar que nuestros pensamientos de segundo orden tienen como objeto pensamientos expresables en términos de actitudes proposicionales, pero sin especificar si la dirección de la adecuación de tales actitudes es mente-mundo (como en el caso de las creencias) o mundo-mente (como en el caso de las preferencias y deseos). De este modo, una posición humeana de la motivación, por ejemplo, será compatible con esta explicación.
5. Puede parecer que esto es algo que podrán defender los externistas de la motivación, para quienes una cosa es adoptar una posición moral y otra estar motivado o motivada a actuar conforme a ella. Pero en realidad también quienes adopten una posición internista de la motivación, y afirmen así que sostener una posición moral es actuar en consecuencia con esta podrán sostener esto. Desde un punto de vista internista diremos que la evaluación nos puede motivar a actuar de forma distinta a como haríamos sin ella, aun cuando tal modo distinto de actuar sea la conclusión de operaciones mentales cuyas únicas premisas con forma prescriptiva sean nuestras motivaciones previas para actuar.
6. Esto puede verse en la caracterización que da Rowlands del externismo de las razones para actuar. Rowlands dice que “un agente tendría una razón externa para Φ si (i) tuviera alguna razón para Φ, y (ii) ninguno de sus motivos o intereses fueran promovidos por Φ.” (pág. 16). Sin embargo, la condición (ii) no viene realmente al caso. Alguien que defienda el externismo puede perfectamente sostener que un agente tiene una razón para actuar de un cierto modo aunque tal acción promueva sus intereses. Un agente tiene una razón externa para Φ si tiene alguna razón para Φ, sean cuales sean sus actitudes hacia Φ o hacia cualquier otra acción que implique Φ. Una externista defensora del egoísmo puede afirmar, por ejemplo, que una altruista que se sacrifica por los demás tiene una razón externa para no hacerlo, razón que no podría ser interna al no ser aceptada por la altruista.
7. Quiero mostrar mi agradecimiento a Mikel Torres y a Ángel Longueira por sus útiles comentarios a este trabajo.