Me piden que escriba una recensión sobre el trabajo de Mark Rowlands donde reflexiona sobre la hipotética calidad moral de los animales más allá del límite humano, y me lo ponen en bandeja, pues quizá convenga empezar evaluando en qué medida se da tan particular carácter más acá, es decir, entre nosotros mismos. Y es que no puede uno por menos que aprovechar la ocasión para confesar su [acaso ingenua] perplejidad ante lo supuesto, y diré mejor ante lo presupuesto, refiriéndome con ello a la formada idea de que la comunidad humana toda, sin excepción posible entre sus ya algo más de siete mil millones de miembros, acapare la también toda naturaleza moral. Pues bien, y a ello voy, resulta evidente que tal presupuesto falta a la verdad, que no es cierto al completo, por lo que no es completamente cierto en absoluto. Veamos.
Observo que, con sorprendente frecuencia, asumen en cierta manera algunos trabajos académicos que pudiera establecerse algo similar a una línea divisoria entre Animales Humanos (AH) y Animales No Humanos (ANH) al hablar de asignaciones de carácter moral. Y niego la mayor. Más de una vez dejé dicho y escrito que resulta ontológicamente imposible emitir diagnóstico alguno con carga moral respecto a conjuntos zoológicos en sí mismos heterogéneos. Y sin duda heterogéneos resultan los que nos echamos a la espalda cuando abordamos el tema que aquí nos convoca. Insto a que se me regale una sola sentencia de cierto peso moral válida para todos y cada uno de los miembros de la Comunidad Humana, al tiempo que inefectiva para igualmente todos y cada uno de los miembros de la Comunidad ANH, y me tragaré encantado mis palabras. Soy consciente de que los autores de los múltiples trabajos referidos tienen este extremo claro, lo cual, si cabe, engorda mi extrañeza, por cuanto se supone que las bases para una discusión han de ser diáfanas en el fondo y en la forma, arriesgándonos en caso contrario a emitir diagnósticos diferentes, cuando no contrapuestos, pudiendo ser así que todos tuviéramos razón tras pronunciar conclusiones diferentes. Y es de presumir que desde una esfera académica –y academicista– no se apruebe tal escenario como virtuoso.
¿Qué significa la interpelación que da título al trabajo de Rowlands? No me refiero por supuesto a su significado sintáctico, sino al marco que, en calidad precisamente de título, imagino pretende abordar, y de hecho aborda. Ni siquiera se necesita comenzar la lectura misma del trabajo para disponer de una respuesta más o menos contundente al planteamiento de cabecera, más aún si se ofrece en forma de doble y sinérgico adverbio: “Evidentemente, sí”. La prueba irrefutable la encontramos en el propio hecho de que solo un animal “motivado por consideraciones morales” –en palabras del propio Rowlands– puede analizar una reflexión de tal pelaje, y la simple circunstancia de asignarle un título nos confirma a priori la efectiva pasta moral del autor. Por descontado, estoy llevando estas primeras reflexiones al límite de lo irónico… y no creo sin embargo haber dicho hasta ahora nada que no responda a la estricta verdad.
Admitamos, en consecuencia, otra pregunta, que ya dejaba caer en las primeras líneas, y que establezco ahora formalmente: ¿Pueden todos los Animales Humanos ser morales? Nótese que, además de la sustitución grupal –mudamos la comunidad de ANH por la de AH–, se introduce en la interpelación un novedoso elemento (“todos”) que transforma el escenario desde sus cimientos, pues exige a partir de dicho injerto una evaluación global, y no parcial, como de hecho sí hace el título de Rowlands. Estimo que cualquier Sujeto Éticamente Activo (SEA) se halla en disposición de responder a la pregunta, y de hacerlo además con un pertinente “No”. Por cuanto es público y notorio que no todos los AH son, de facto y en un momento dado, SEA. No lo son desde luego los niños de corta edad –habría que evaluar dónde establecer el límite, mas eso no alteraría un ápice la línea argumental elegida–, aunque no se vean afectados por tara alguna; ni ciertos adultos, quienes, por circunstancias tan “naturales” como las que puedan condicionar a sus compañeros “normales”, carecen de según qué características, imprescindibles estas para confirmar candidatura a título de SEA. La casuística siempre nos ofrece una generosa panoplia de casos individuales1 que no superan desde luego los requisitos exigidos. Y, llegados a este punto, podemos ir esbozando ciertas otras preguntas, entre las que a mi juicio destaca con luz propia una de sencilla construcción: “¿Y bien?”. Con ella pretendo ir al fondo de la cuestión, o a lo que yo percibo como tal, que no es otro que identificar adónde proyectamos llegar, o adónde queremos que nos lleve la reflexión. Salvo que me encuentre gravemente desorientado, entiendo que la pregunta que preside el trabajo de Rowlands trata de aportar razones para una consideración moral (jurídica, en definitiva) de los ANH2. Con lo que entiendo a mi vez que han de suponerse en íntima conexión la calidad moral de un sujeto y la consideración que esta merece (asignación de derechos formales). Y esta viene a ser mi pregunta: ¿Por qué habría de juzgarse esencial –o siquiera importante– tal conexión? Evaluemos en qué medida dicha conexión se tiene como razonable en el familiar ámbito de la Comunidad Humana. Que se sepa, y al menos sobre el papel, la no superación de determinados niveles intelectuales no supone una merma en el reconocimiento de derechos básicos para los protagonistas humanos, quienes ven de facto satisfechas sus necesidades elementales, considerándose por tales las concernientes a la consabida integridad (en su doble cara: física y psíquica). Una simple ojeada al escenario desde el que escribo me corrobora que –por fortuna– mi sociedad no exige a nadie la superación de examen intelectivo alguno para acceder a la pertinente colección de derechos que se supone pueden hacernos razonablemente felices. Y si el arte de reflexionar nos lleva más por el camino de las preguntas antes que de las respuestas, añádase una más a la colección: si, demostrado como queda que no resulta necesaria la calidad moral en la comunidad de AH para el disfrute de ciertos privilegios legales por parte de sus miembros, ¿por qué habría de considerarse en algún grado importante similar necesidad para idénticos propósitos si restringimos el área de reflexión al entorno de los ANH?
Convengamos que, tras arduos y rigurosos estudios, se llega a la inapelable conclusión de que la cualidad moral poco o nada tiene que decir una vez rebasada la frontera de lo humano, y se piensa para ello en un trayecto de dentro hacia fuera, naturalmente. Acéptese por un momento, y a modo de juego didáctico, la hipotética circunstancia de que ninguno entre los miembros de ANH se encontrase “motivado por consideraciones morales”. ¿Adónde nos conduciría dicho descubrimiento? ¿Qué partes del discurso animalista actual (salvo lastimoso despiste personal, entiendo que de ello tratamos) deberían ser modificadas? Entiendo que muy pocas, si acaso alguna; tan pocas que el cuerpo del discurso, como su mismo espíritu, apenas variarían. Porque –aparcando las [para mí] extrañísimas propuestas zoófilas que no basan su razonamiento en la capacidad de sufrimiento de los protagonistas– no consigo apreciar la diferencia sustancial entre un chimpancé ético y uno amoral, siempre y cuando ambos posean idéntica capacidad sensitiva. Me resultaría en extremo turbador que alguien pudiera proponer un recorte de derechos (consideración empática) al susodicho tras confirmarse su oficial calidad amoral. ¿Defendería ese alguien similar propuesta para aquellos AH con iguales características ausenciales? Mucho me temo que no, y me inclino a creer que así lo piensa en efecto una amplia mayoría, lo cual resulta bien significativo (no aplico el adjetivo al hecho de que una mayoría así lo considere, sino al hecho de que existen muy serias posibilidades de que el mismo agente que bajo ningún concepto eliminaría derechos en AH, sí lo hiciera en ANH).
¡Por supuesto que “Gracia podría ser un sujeto moral”!3 Es ciertamente costoso pensar que un niño de cinco años se muestre no ya capaz de actuar bajo preceptos morales, sino de elaborar una reflexión íntima sobre conceptos relacionados con el bien y el mal, y que nada de eso, en grado alguno, pueda acontecer en miembros de otras especies cuya dotación genética se muestra idéntica a la nuestra –o la nuestra idéntica a la suya– en un altísimo porcentaje. En particular si se ha recogido una abundante cosecha de gestos, de reacciones, de sentimientos, de propuestas, que como tales dicen mucho, o quizá hasta lo digan todo. Insisto en ello: sería más que llamativo abrazar uno de los escenarios y rechazar el otro con parecida naturalidad. Al menos tan llamativo como presumir que todas las personas afectadas de Síndrome de Down, sin excepción, y por el mero hecho de quedar adscritos a ese epígrafe, ofrecen, desde su condición de tales, idéntico cuadro comportamental, resultado este de equivalente capacidad intelectual. Sabemos bien que de hecho no ocurre así en ninguno de ambos casos.
Con independencia del contenido y sobre todo de la pertinencia de sus conclusiones, el trabajo de Rowlands –como en general todos los trabajos académicos de similar corte– habla de “animales no humanos” con una laxitud que considero inapropiada, dada la casi inabarcable heterogeneidad de la comunidad de ANH, a años luz de la que pueda darse en la comunidad humana, por simple razón casuística (numérica). Tenido en cuenta que a lo largo de buena parte de su [por otro lado] interesante texto no establece delimitación zoológica por cuanto a propuestas y reflexiones, ¿podríamos entender que valen estas por igual para un elefante o un mono que para un ofidio o un invertebrado? Resulta tan fácil asignar a un elefante concreto una cualidad como la capacidad moral como dificultoso hacer lo propio con una serpiente de cascabel, y no digamos ya con un insecto. Pero unos y otros son en toda su dimensión y detalle Animales No Humanos (coloquialmente asignados como “animales”), pues, que yo sepa, no cabe asumir la “animalidad” de forma interina o en sentido relativo. Los animales no pueden (podemos) serlo “en cierta manera” o “a tiempo parcial”, por lo que ninguno puede tampoco ser “más animal” que otro. Nuestra calidad animal nos equipara por completo, sin que la [de cualquier forma comprensible y deseable] clasificación taxonómica tenga nada importante que decir en este punto.
Establece Rowlands un [¿nuevo?] estrato moral que añadir a los conocidos y familiares “agente” y “paciente”, asignándose al primero (desde su calidad de entidad construida sobre determinadas características virtuosas como el discernimiento ético, la autoconciencia, cierta capacidad empática, protocolo del consuelo…) la posibilidad real de serle exigidos ciertos preceptos, con la subsiguiente dicotomía de alabanza (reconocimiento) y reprensión (castigo). Determina respecto a los animales la posibilidad de que sean estos enmarcados en una novedosa categoría: la de “sujeto moral”. Serían merecedores de dicho título quienes actúan motivados por consideraciones morales, “por lo menos algunas veces”. Así definido, cuesta identificar dónde radica lo novedoso de la categorización, pues –rescato por un momento mi reflexión inicial– la Comunidad Humana (compuesta en su totalidad por “animales completos”, recuérdese) está de hecho plagada de “sujetos morales”. Uncida esta inopinable realidad al también aludido vano peso de la calidad de “sujeto moral” por cuanto a la posibilidad de verse sus finales protagonistas beneficiados por derechos que garantizan intereses reales (prácticos), obtenemos un sólido binomio que al menos pondría en tela de juicio la necesidad real de ostentar el entrecomillado título moral de cara a lo que de verdad [nos] importa a los animales todos: su (nuestro) bienestar.
Alcanzado este punto, y no pudiendo –ni deseando– eludir mi condición animalista, me formulo la siguiente y directa pregunta (anunciada sin demasiado recato desde el propio título): ¿Qué puede importar [a determinados ANH] su identificación como diáfanos casos de “subjetividad moral”? Si supeditamos la consideración de sus intereses –aquello que el lenguaje cotidiano siempre llamó “respeto”– a la posesión de ciertas virtudes morales conscientes y deseadas, es decir, la reconocida calidad de “sujeto moral”, no es desde luego una buena noticia para determinados colectivos humanos, me refiero a aquellos cuyos miembros, limitados por sus propias carencias naturales, se muestran incapaces de percibir dicha etiqueta, y no apunto solo a los consabidos bebés y ancianos seniles, sino a ese oceánico sector compuesto por los que se han dado en llamar “analfabetos funcionales”, individuos que, por descontado, no son competentes para reflexionar a cierto nivel sobre su propio carácter moral, menos sobre si les es exigido para tal cualidad el debido “control sobre sus propias motivaciones”. A menos, naturalmente, que hagamos la vista gorda, por evitar enfrentarnos a situaciones bien comprometidas que se estampan contra el muro de la incorrección política. Pero entonces estaríamos incurriendo en similar discriminación arbitraria que [se supone] trata de superar Rowlands mediante las reflexiones vertidas a lo largo de su trabajo. Entiendo, por lo tanto, que debe anunciarse sin mayor dilación el listado de características que ha de aunar un individuo concreto para que le sean reconocidas [por parte de la comunidad SEA] ciertas garantías. De no ser así, seguiré sin poder evitar una [tan nítida como amarga] sensación de cierta futilidad en buena parte de la creación filosófica contemporánea por cuanto a la bautizada como “cuestión de los animales”.
Acerca de las preguntas que al parecer nos recomendaría Aristóteles (no puede a estas alturas el Estagirita elevar una protesta formal por atribución externa de interpelaciones a terceros), sugiero establecer una doble hipótesis, a saber: UNO, que cada una de las cuatro preguntas reciba un inequívoco “no”; DOS, que a todas se responda con un claro “sí”. A resultas del primer supuesto, ¿qué trato se supone que deberíamos reservar a los elefantes tras suspender el examen para la calidad de sujetos morales? ¿Y cuál en caso de aprobarlo? Desde mi condición de animal empático y solidario, no se me ocurre que pueda ofrecerse para ambas conjeturas otra respuesta que un generalista “Bien”. Percibo a los elefantes como seres poseedores de una elevada inteligencia (tan paquiderma la suya como humana la nuestra), dotados de un complejo sistema sensorial centralizado, idéntico en lo fundamental al que posee cualquiera que lea estas líneas. La obviedad factual de ambas características nos permite aseverar que los elefantes son de hecho entes biológicos sufrientes, esto es, que perciben dolor al fracturarse una pata, y que se sienten compungidos ante la pérdida de un ser querido (Eleonora, la matriarca). Y concluyo en definitiva que ese dual sufrimiento se manifiesta con cierta o total independencia de su condición de sujetos morales. Podríamos diagnosticar al respecto que solo necesitan para dolerse de la pata una red nerviosa capaz de transportar impulsos eléctricos, y que únicamente requieren para angustiarse ante la muerte de un familiar una determinada complejidad emocional. Es más que probable que eso sea todo lo que en esencia les importe, también con independencia de cuán conscientes sean de ello. ¿Por qué habría de ser de verdad importante obtener el tan traído y llevado título de sujeto moral? Planteemos ahora similares reflexiones para un grupo heterogéneo de AH, y no atisbo que la cosecha de conclusiones vaya a resultar en sustancia muy diferente.
Desengañémonos. Al final, no importa demasiado qué pudieran pensar sobre el particular en sus respectivas épocas Aristóteles y Kant, sino qué aconseja el sentido común actual, pues actuales son tanto la deliberación como –antes que cualquier otra cosa– el sufrimiento de los animales, y por ende su interés en sortearlo.
Quisiera creer que cualquier cavilación sobre la excelencia moral de los ANH persigue en el fondo despejar dudas en cuanto al trato que en justicia les debemos, o, expresado de otra forma, respecto a la consideración que han de merecernos sus intereses. Y debo confesar que no me parecen al fin y al cabo agencia moral y subjetividad moral categorías tan diferentes como sugiere Rowlands, sino que las percibo más desde una cuestión de grado, como de hecho sucede con el tránsito entre la paciencia moral y la agencia moral. En tal sentido, reconozcamos que, mientras habrá individuos que puedan ser adheridos con facilidad a una u otra sin que ello nos genere especiales vacilaciones, siempre encontraremos un generoso campo intermedio de tono grisáceo, natural reino del “tal vez”. Con la casuística individual en la mano, ¿de verdad nos vemos ante una realidad muy diferente cuando tratamos con humanos? Una vez constatado que también en esta parcela hallaremos los tres (cuatro, en realidad) acordados niveles, quizá debiéramos instarnos a especular sobre por qué este nuestro espacio zoológico no nos mueve a similar reflexión. Considérese por consiguiente la mera posibilidad de que, en realidad, estemos equivocándonos al decidir establecer los límites del debate en cualquier punto diferente al del puro individuo.
Se supone que, de concluirse la no posesión de la tan apreciada subjetividad moral, los animales “suspendidos” se verían relegados a un estatuto menor, lo que abriría puertas a comportamientos indeseables –hablamos de una indeseabilidad vista desde la perspectiva de las víctimas, naturalmente– por parte de otros actores. Podemos proponer que ese infraestatuto no les afecte en lo que de verdad valoran: su doble integridad física y moral. Es de hecho lo que sucede con aquellos seres humanos que no superan el corte de dicho escrutinio, con lo que quedarían postergados a la infame categoría de “sujetos no morales”. Si nos mostramos incapaces de –o en extremo reacios a– aplicar idéntica lógica solidaria a determinados individuos por la [banal] circunstancia de que no pertenecen a un determinado grupo, quizá quepa pensar no tanto en una verdadera incapacidad, cuanto en un interés consciente de seguir condenando a los ANH al ostracismo como única vía para el adecuado disfrute de prebendas, las cuales, aun no siendo vitales, sí son desde luego generadoras de grandes satisfacciones (lo que en cualquier caso no las rescata de la gratuidad).
He formulado mi convicción personal de que carece de importancia –o se muestra esta muy discreta– el hecho de que un ANH posea o no la calidad de sujeto moral4, al menos por cuanto concierne al conjunto de realidades que al interesado preocupan. Y a la pregunta de en qué medida son valiosos ciertos trabajos académicos de [supuesto] corte animalista, si no es para ayudar a comprender a los animales y alejar en lo posible la injusticia de nuestra relación con ellos, cada cual ofrecerá una réplica, acaso todas razonables en la porción que les compete.
Digámoslo claro. Son tanto Marlow como Mishkin tipos en apariencia algo turbadores, con quienes, presentados de la forma que lo hace Rowlands –tal vez no hay otra vía–, poca gente querría establecer una estrecha y prolongada relación. Pero sin embargo está henchida la sociedad humana de tipos con similar perfil, aunque intuyo que encontraremos entre nosotros bastantes más Mishkin que Marlow, pues no se plantea el común de los mortales las vivencias cotidianas como lo hace este último, y casi diría que ni siquiera como lo hace la versión más virtuosa del primero.
Tras lícitos y oportunos vericuetos argumentales, concluye Rowlands en su trabajo que “Gracia, y quizá muchos mamíferos sociales, son sujetos morales”. Aunque no llega a afirmarlo (acaso porque no lo necesite), la misma secuencia argumental que nos aboca a dicha conclusión es la que nos facilita el diagnóstico según el cual sectores completos de humanos suspenden con estrépito el examen de la subjetividad moral. Y acude de nuevo la pregunta, rauda, sumisa e incómoda a partes iguales: “¿En qué debería cambiar este [¿nuevo?] panorama el estatuto jurídico de los actores, y por tal sus reconocidos derechos (la defensa jurídica de sus intereses)?”. Si la respuesta nos sugiere un siquiera aproximado “en nada”, al menos sé qué hice bien en plantearme según qué cuestiones. Mutatis mutandis.
Notas
1. Suelen estos por lo común denominarse “casos marginales”, no entendiendo quien esto suscribe qué tiene de “marginal” un sujeto humano equipado con trisomía 21 –por mucho que quede a partir de ello médicamente adscrito al epígrafe Síndrome de Down–, como no sea desde una perspectiva puramente estadística. Lo cual no demuestra sino que la estadística es en efecto una útil herramienta de trabajo para sociólogos y adláteres, pero que en nada confirma por ello el carácter “marginal” del individuo, pues es naturalísimo (al punto de que sucede siempre) que con dicha característica genética se manifieste el cuadro de síntomas conocido por todos. Si nos adscribimos al interesado lenguaje de los “casos marginales”, es bien seguro que cualquiera de nosotros podría ser encuadrado en alguna categoría (por igual interesada).
2. Obsérvese que las reflexiones se establecen sobre un conjunto zoológico cuya “existencia” solo cabe atribuir a la fantasiosa [y sobre todo interesada] mente humana, no habiendo tal comunidad de forma siquiera aproximadamente natural. Suele concebirse a los “animales” como un grupo engarzado por características comunes de sus miembros, cuando la realidad nos muestra un conjunto cuya exclusiva característica común es de corte carencial: su “no humanidad”. El mero propósito de elucubrar sobre las características morales de tan gigantesca y forzada tribu resulta demencial. Al menos tanto como hacer lo propio con otras comunidades de similar naturaleza mágica, pongamos por caso la conformada por las MNE (Mujeres No Europeas), la que agrupa a los BNB (Bebés No Blancos), o mismamente la que concierne a los HNS (Humanos No Suizos).
3. Eligió Rowlands una especie fácil como ejemplo de referencia: los elefantes. Podría haber optado por usar una especie más alejada de nuestro imaginario colectivo –menos “empatizable”–, se me ocurren los mismos roedores, protagonistas de diversos estudios donde concluyen sus autores que algo demasiado parecido a la empatía está presente en sus relaciones cotidianas, al punto de que entre los factores que condicionan su percepción del sufrimiento cabe distinguir el haber sido testigos de la aflicción de otros miembros del grupo. Pero sabemos que la elección de seres que despiertan fobias en humanos hubiera supuesto un hándicap añadido.
4. Admitamos que ciertos y concretos ANH serán reconocidos o no como sujetos morales en la medida de que un sector dado de la Comunidad Humana (aquel conformado por los SEA, en efecto) así lo decida y formalice a través de las consecuentes fórmulas evaluadoras. Mientras son de hecho ellos mismos (caballos, medusas, perros, salamandras, zarigüeyas…) en su esencia natural –sin importar que sean designados con lustroso nombre o condenados al anonimato, extremos uno y otro que no parece despertar en ellos atisbo alguno de preocupación–, se convierten en agentes, pacientes o sujetos morales solo tras pasar el pertinente aval científico, un cedazo no exento de intereses espurios, como todo lo que toca mano humana.