Daños morales e injusticias sociales en las cadenas mundiales de cuidados*

 

 

Moral Harms and Social Injustices in the Global Care Chains

 

DILEMATA año 4 (2012), nº 10, 151-171

ISSN 1989-7022

 

* Este trabajo ha sido posible, en el caso de Tamara Palacio, gracias al apoyo de una beca predoctoral financiada por la Universidad de Oviedo (UNOV-10-BECDOC); y en el caso de Javier Gil, gracias al proyecto Políticas de la cultura científica: análisis de las dimensiones políticas y sociales de la cultura científica (FFI2011-24582). Agradecemos a Eva F. Kittay y a María José Guerra sus conversaciones sobre diversas cuestiones abordadas en el artículo.

 

Resumen: En este artículo identificamos varias clases de injusticias que intervienen en las cadenas mundiales del cuidado, teniendo en cuenta los daños que llevan asociados y algunos de sus mutuos anudamientos. Tomando como punto de referencia el dilema de los privilegios odiosos, que supone un auténtico desafío para la teorías feministas, analizamos primero el daño moral que, tal como sostiene Eva Kittay, sobreviene con la fractura de relaciones interpersonales y emocionales que son centrales para las trabajadoras inmigrantes. Este daño moral específico del cuidado no es reducible a otras formas de injusticia social. Para identificar estas últimas aplicamos la crítica del problema del encuadre desarrollada por Nancy Fraser a las propias cadenas mundiales del cuidado y hablamos entonces de una interdependencia de varios ejes o genéros de injusticia (una mala redistribución, un reconocimiento erróneo y una representación fallida) que actúan e intersecan en distintas escalas.

Palabras-clave: cuidado, mujeres inmigrantes, justicia social, Nancy Fraser, Eva Kittay

 

Abstract: In this article, we identify various kinds of injustice at work in the global care chains by looking at the damages they entail and at some of their ties. Taking as our point of reference an invidious privileges dilemma that poses a real challenge to feminist theories, we analyze first the moral harm that, as Eva Kittay maintains, follows the fracturing of central, interpersonal and affective relationships of the women migrant workers. This specific moral harm of care relationships is not reducible to other kinds of social injustice. These other kinds are identified by applying Nancy Fraser’s questioning of the frame problem to the global care chains. We can then talk of an interdependence of several genres or axes of injustice (maldistribution, misrecognition and misrepresentation) that work and intersect at several scales.

KEywords: care, migrant women, social justice, Nancy Fraser, Eva Kittay

 

Francisco Javier Gil Martín
Tamara Palacio Ricondo

Departamento de Filosofía
Universidad de Oviedo

javiergil@uniovi.es
palaciotamara@uniovi.es

 

1.

En el corto dirigido por Walter Salles y Daniela Thomas “Loin du 16e”, incluido en la película de 2006 Paris, je t’aime, Ana, una madre trabajadora hispanohablante (al parecer emigrante y sin pareja que la acompañe en ese momento), se levanta muy temprano para dejar a su bebe en la cuna de una guardería al amanecer y después desplazarse largamente, tomando varios transportes públicos, hasta un distrito distante y céntrico de la capital parisina con objeto de cuidar durante toda la jornada al bebe de otra mujer, la cual se marcha a su vez a trabajar tan pronto como ella llega. Una leve y sufrida mueca de decepción se abre paso en el rostro de Ana cuando su pagadora le avisa al salir de casa que esa noche llegará una hora más tarde antes de despedirse con la pregunta retórica “¿No te molesta, verdad?”. La fuerza emocional de la cinta se desliza hasta el último tramo de la misma, cuando Ana duerme al bebe de su pagadora con la misma nana con que acunaba a su propio hijo para que dejara de llorar cuando ella le dejaba solo en la cuna de la guardería.

Esta escena capta y visualiza a la perfección el sentido íntimo de una de las injusticias que se encadenan en torno a un fenómeno del cuidado que es característico de nuestra época. Por cuidado entendemos, en primer término y siguiendo una caracterización que cuenta con una amplia literatura, el conjunto de interacciones, actividades y tareas cotidianas que son necesarias para la promoción del bienestar de individuos más o menos dependientes que no pueden realizarlas por sí mismos (como son ciertos enfermos, discapacitados, ancianos y niños) y, de manera más general, para la sostenibilidad (en un sentido amplio del término, tanto física como emocional) de la salud y la vida. Dichas gestiones, mediaciones y trabajos pueden estar remuneradas o no y realizarse en los sectores formales e informales de la economía, si bien consisten en mayor medida en las labores diarias de las mujeres dentro de los hogares. Y decimos que estamos ante un fenómeno típico de nuestro presente porque se ha instaurado como tal una vez que los procesos de globalización que afectan de lleno a nuestras sociedades con Estados del bienestar han traído consigo una reformulación transnacional de los problemas de justicia social más relevantes de las últimas décadas. De hecho, el fenómeno masivo al que nos referimos, y al que se ha dado en llamar “cadenas mundiales del cuidado” (global care chains)1, se inscribe dentro de una mundialización de los cuidados que a su vez responde en gran medida a la crisis del cuidado que cuenta con una particular resonancia en las mencionadas sociedades.

No obstante su final conmovedor y su contundente visualización de un daño específico transmitido por las transferencias del cuidado, la breve cinta de Salles y Thomas resulta igualmente afortunada en los instantes en que saca a relucir otras injusticias eslabonadas al citado fenómeno. En este artículo trataremos de desentrañar conceptualmente también esas otras formas de injusticia a través de los daños que llevan asociados y de sus mutuos anudamientos. Nos ayudaremos para ello de la teoría crítica del marco elaborada por Nancy Fraser en Escalas de Justicia (Fraser 2009a), que clasifica al menos tres ejes de injusticia que pueden aplicarse al caso que nos ocupa: las trabajadoras inmigrantes del nicho ocupacional de los cuidados, confinadas en gran parte en la esfera reproductiva, son víctimas de una mala redistribución (maldistribution), de un reconocimiento erróneo (misrecognition) y de una falta de representación política o de una representación fallida (misrepresentation), injusticias que condenan a estas mujeres a realizar oficios etnosexualizados y a menudo servilistas. Previamente, en el próximo apartado aludiremos a las causas por las que el cuidado -sobre todo doméstico- se ha convertido en un nicho de ocupación para esas trabajadoras involucradas en el sostenimiento económico de sus familias en sus países de origen y nos intesaremos por la circunstancia, que plantea un desafío para las teorías feministas, de que el ascenso productivo y el disfrute de los derechos socioeconómicos de las mujeres en las sociedades desarrolladas se valen del sacrificio laboral y de la falta de derechos de las trabajadoras inmigrantes.

2.

La incorporación masiva de la mujer al mundo laboral cualificado generó en su momento entre muchas feministas enormes expectativas en torno a la emancipación y autonomía económica de las mujeres, y a menudo hoy se presenta como evidencia de la transformación social del papel de la mujer y como reflejo de una modificación de los roles tradicionales asignados a los distintos géneros. Por supuesto, en no pocas de las sociedades con estados del bienestar los derechos laborales de las mujeres todavía están condicionados por estructuras que los supeditan de hecho a los de los varones. Ahora bien, la tendencia a la igualdad laboral de los sexos no sólo sigue siendo por eso un objetivo fundamental para los enfoques feministas; también cuenta como un logro ambivalente en vista de la informalidad del sector femenino en el mercado laboral y del hecho de que las mujeres siguen haciéndose cargo de los trabajos reproductivos y de las obligaciones familiares. Al respecto las encuestas sobre usos del tiempo son particularmente reveladoras de los ambiguos beneficios de la inserción de las mujeres al mercado de trabajo formal, al mostrar que asumen un aumento de responsabilidades al seguir siendo las principales proveedoras de bienestar y cuidados. La “doble presencia” y la “doble jornada” (Balbo, 1978; Hochschild y Machung 1989) están más vigentes que nunca en países como España, donde persiste la desigualdad entre mujeres y hombres en el reparto de las tareas domésticas y cargas familiares. En suma, además de profesionales que han de luchar por el reconocimiento en la escala productiva, las mujeres enfrentan la sobrecarga del trabajo reproductivo en el núcleo familiar. Por lo demás, pese a que no reciba compensación monetaria, se trata de una dedicación indispensable para la sostenibilidad de las economías nacionales y para el funcionamiento del propio sistema económico.

La doble jornada femenina se cuenta entre las causas de lo que ha dado en llamarse déficit o crisis de los cuidados que atraviesan ante todo las sociedades desarrolladas con sistemas del bienestar más asentados, pero también cada vez más muchas otras por todo el mundo. Otros factores han resultado igualmente determinantes para esa crisis, que afecta en primer término a los ámbitos de la atención al hogar y de la asistencia a personas dependientes. Entre ellos se encuentran factores sociodemográficos tales como el envejecimiento progresivo de la población a causa del incremento de la esperanza de vida, que ha disparado la demanda de servicios a los mayores; o el incremento de la tasa de divorcios y del número de familias monoparentales, siendo la monoparentalidad un fenómeno mayormente femenino, que añadidas a la actividad laboral remunerada de las mujeres han generado mayor demanda de trabajo doméstico y del cuidado familiar. El hecho de que la inflación de las necesidades de provisión de servicios del cuidado en los países pudientes se conjugara con un déficit de cuidadoras autóctonas, con el tradicional desapego masculino hacia el ámbito privado y con la pasividad de las instituciones estatales en la búsqueda de alternativas, favoreció la llegada masiva de trabajadoras inmigrantes desde la década de los años noventa a los países dispuestos a importar esa mano de obra. Así pues, la crisis del cuidado se ha saldado en parte con una mercantilización del trabajo doméstico que, además de reforzar sus fuertes implicaciones de género, lo desterritorializa y transnacionaliza.

Si bien es cierto que en el aporte de los cuidados se incorporan grupos tan dispares como monjas, enfermeras y trabajadoras sexuales, no lo es menos que la principal demanda en esa feminización de flujos migratorios se destina a las limpiadoras, asistentas y cuidadoras de niños y de personas dependientes. Y se habla de las cadenas mundiales del cuidado sobre todo en relación con estas últimas. Como argumentó Arlie Hochschild, son mujeres las que asumen las tareas cotidianas del cuidar y quienes necesitan transferir esas responsabilidades a otras mujeres cuando se deplazan para desarrollar trabajos remunerados en el sector del cuidado. Por descontado, las cadenas del cuidado también tienen lugar entre diversos territorios de un país (habitualmente desde entornos rurales a zonas urbanas), y cuando se dan transnacionalmente a menudo sucede en entornos transfronterizos (como ocurre con las mexicanas en California o las subsaharianas en España) o entre países de la misma región geopolítica (como las ciudadanas de países de Europa del Este en otros países europeos). Con todo el fenómeno es genuinamente global toda vez que con las crisis de cuidados se han generado demandas masivas y crecientes de trabajadoras emigrantes por parte de países relativamente ricos que han tenido correspondencia en el aflujo de mano de obra doméstica por parte de países y zonas menos prósperas, incluso en otras regiones del mundo; y que esos flujos se convierten en una parte más de la circulación de recursos a escala global.

Una nota dominate en este fenómeno de los “entrelazamientos de hogares en distintos lugares del mundo que se transfieren cuidados de unos a otros” (Pérez Orozco, 2010) es que esas transferencias están estructuradas no ya por el género, sino también por la clase social, la etnicidad o la raza, una conjunción de factores que ayuda a explicar por qué las “servidoras globales” (Parreñas, 2001) están mal pagadas, poco consideradas y peor representadas. Pero antes de entrar a considerar estas injusticias sobre las cuidadoras inmigrantes conviene advertir, como han hecho numerosas feministas, que el fenómeno comporta de suyo un dilema para las empleadoras autóctonas, un “dilema de los privilegios odiosos” -así queremos denominarlo- que tiene un impacto sobre la comprensión que el feminismo se hace de sí mismo y de su futuro.

Un recurso empleado por mujeres -en una alta proporción, de clase media- que se integran al mercado laboral para liberarse de una parte de sus funciones domésticas y arañar tiempo para sí mismas ha sido la contratación de empleadas del cuidado. El dilema tiene en su base la constatación de que mientras que esas mujeres han ganado así en autonomía y visto facilitada su estabilidad laboral o incluso el ascenso en la escala productiva y la visibilidad en diversas ámbitos de la vida social, las trabajadoras inmigrantes han seguido estando sujetas a un sistema de exclusión global. El dilema se nutre además de la implicación odiosa de que las primeras pueden gozar en parte de sus derechos sociales, sus beneficios laborales o su presencia en la esfera pública a costa de que las cuidadoras, al no ser ciudadanas, queden excluidas de los mismos o tengan tan solo un acceso restringido a ellos. El dilema enfrenta así a las ciudadanas (trabajadoras y empleadoras) con opciones igualmente indeseables, una que perpetua la doble presencia y en la que, por tanto, esas mujeres siguen siendo víctimas de una injusticia en base al género; y otra en la que la descarga de responsabilidades en el trabajo reproductivo las convierte en copartícipes de otra injusticia con base también en el género. En suma, la búsqueda de igualdad socioeconómica (algo que, como dijimos, sigue siendo un reto del feministas) se logra bien a costa del sacrificio de la doble jornada o bien a costa de reforzar las desigualdades entre mujeres, con lo que en cualquiera de los dos casos se atenta contra el ideal de la igualdad.

3.

En las cadenas mundiales de cuidados, como señaló Hochschild, son hijas, madres y esposas las que llegan a los países económicamente más desarrollados a ocupar el nicho laboral del cuidado que dejan libres las mujeres autóctonas; a su vez, en su hogares de origen el déficit de cuidados dejado por estas mujeres debe ser cubierto por otras cuidadoras o por las distintas generaciones del conjunto familiar. Rhacel Parreñas habló de una “transferencia en tres niveles del trabajo reproductivo”, en el que cada paso de nivel comporta una degradación en el valor de los cuidados (Parreñas, 2000): la mujer pudiente o de clase media contrata a una emigrante a cambio de un bajo salario, la cual a su vez recurre a una empleada de hogar a la que paga aún menos para que cuide de sus hijos o incluso a familiares que cumplen gratuitamente las funciones substitutivas de la madre. Si bien la compraventa del cuidado viene de antiguo, adquiere rasgos novedosos al incorporarse de esta guisa dentro de la economía globalizada. Parece que esos encandenamientos reportan beneficios tanto para los países receptores como para los exportadores de cuidados, así como para las familias implicadas en cada caso. Un informe del Banco Mundial de 2006, por ejemplo, muestra que las remesas de las trabajadoras emigrantes disminuyen los niveles de pobreza de los países de origen y que sus hijos suelen permanecer más tiempo en la escuela y gozar de mejor salud. No obstante, las dos autoras citadas, y con ellas otras muchas, coinciden en resaltar que la dimensión transnacional de esa importación de cuidados comporta y explicita formas de injusticia entre naciones además de daños individualizados.

Conforme descendemos en la serie de subcontraciones, decíamos, el valor asignado al trabajo tiende a decrecer y a menudo resulta impagado al final de la cadena. Ahora bien, la importación y mercantilización del cuidado no siempre supone un deterioro de la actividad (subcontratada o impagada) de dedicar tiempo y atención para asegurar el bienestar del otro; y, a la inversa, bien puede no saldarse con una mejora de la calidad humana de esa actividad en el eslabón superior. Sin embargo, el cuidado establece de suyo vínculos emocionales que pueden activarse incluso cuando es mercantilizado y funcionar como una motivación allende la compensación pecuniaria. En una entrevista documentada por Parreñas, Vicky Díaz, una profesora que optó por dejar a sus cinco hijos en Filipinas por un trabajo doméstico a tiempo completo en Los Angeles, en el que tenía a su cargo el cuidado de un niño, confesaba que para salir de la depresión que le causaba esa situación lo único que podía hacer era darle todo su amor al niño bajo su custodia: “En ausencia de mis hijos lo mejor que podría hacer en mi situación es darle todo mi amor al chico” (Parreñas 2001, 87). Al igual que en el corto “Loin du 16e”, asistimos aquí a una activación del vínculo emocional del cuidar y de hecho, a pesar de quedar secuestrada por la relación laboral, a la trasferencia del amor y del cuidado maternales que hubieran estado destinados a los hijos propios hacia los cuidados remunerados de hijos ajenos2. En un artículo titulado “Love and Gold”, Arlie Hochchild ha comentado este caso y su efectiva expropiación del vínculo afectivo, catalogándolo como un ejemplo del “transplante de corazón global” (Hochchild, 2002, 22) a través de una cadena mundial del cuidado que, como expuso en otro texto, funciona a modo de mecanismo para extraer “plusvalía emocional” (Hochchild, 2000). La metáfora del transplante es poderosa porque capta a un tiempo la sangría y la reviviscencia, la expropiación y la generosidad que conlleva la importación y mercantilización del amor y cuidado maternales tanto en el plano individual de la relación entre empleadoras y empleadas como en el plano transnacional entre países aportadores y receptores del trabajo del cuidado. Otra destacada autora, Eva Feder Kittay, se ha valido de la metáfora para desentrañar la peculiaridad de un innegable daño específico que responde a una injusticia que tiene su núcleo en el plano interpersonal y que no es reducible a otras perspectivas (que ella considera de todo punto necesarias e indispensables) de la justicia social en términos distributivos (Kittay 2008, 2009).

Un dilema conectado al que exponíamos páginas atrás ayuda a explicitar ese daño. Las mujeres que han decidido obtener privadamente los beneficios que les reporta remunerar el trabajo reproductivo siguen disponiendo de un margen de opción, al menos en parte, en relación con lo que consideran sus responsabilidades del cuidado y con el modo de gestionarlas con arreglo a sus intereses profesionales y sus espacios de realización personal. En cambio, la empleada emigrante que ha dejado a sus familiares en otro país, por así decir, no tiene opción y ello por la propia relación laboral. Ella no está en condiciones equiparables de optar entre cuidar o no de los suyos, lo cual puede implicar una oclusión en el espacio de su intimidad y una merma en su ejercicio de su libertad y en su autorrealización; ni está en condiciones equiparables de optar por administrar el cuidado de otros, labor por la que se le paga. El corto de Salles y Thomas transmite la determinación de la empleadora y su tranquilidad al marcharse a trabajar dejando a su bebe en buenas manos y termina con la empleada del hogar mirando ensimismada hacia la ventana tras haber acunado y dormido al bebe como si fuera el suyo propio; el espectador sabe que la empleadora aprovechará la oportunidad de gozar de una hora más fuera del hogar y que Ana no ha podido sino descargar su amor sobre el bebe bajo su tutela y ahora está pensando en (que no puede ir a cuidar de) su pequeño, quien es probablemente la razón última de que ella esté trabajando ahí en ese momento.

Mientras que el dilema de los privilegios odiosos, que se centra en la perspectiva de las empleadoras, convoca varios tipos de injusticias de orden social que, como luego veremos, afectan sobre todo a las trabajadoras emigrantes del cuidado en los planos económico, cultural y político, este segundo dilema se introduce desde la perspectiva de las cuidadoras dentro de un daño localizado en las propias tramas emocionales e interpersonales del cuidado. El cuidar se entiende aquí en términos de prestar la debida atención a los intereses y al bienestar de otra persona que ésta no puede satisfacerse por sí misma y de hacerlo en aras de esta persona (Kittay, 2008, 153-154; 2009, 66-67). Y, como tal responsabilidad voluntariamente elegida, no es solo un bien por el que se paga, sino un bien en sí mismo en el que se expresa una forma de libertad y una fuente de identidad (Weir, 2005, 2008).

La especificidad de ese daño presupone una concepción relacional del yo, según la cual las relaciones interpersonales (particularmente con los otros significativos) no son algo externo, sino constitutivas de la identidad del yo. Igualmente asume que los individuos somos criaturas vulnerables y que la dependencia es un rasgo variable, pero inevitable de la condición humana. A fin de cuentas, todas a lo largo de la vida dependemos de una u otra manera de otras y de que otras nos cuiden. El daño moral sobreviene con el ataque o la vulneración de las relaciones que son centrales para las trabajadoras inmigrantes y puede comportar una merma en su autoestima, que es de hecho un bien moralmente indispensable. Cuando el cuidado y sus vínculos emocionales están intensamente enlazados con las relaciones intrafamiliares, la expropiación de esas relaciones y de sus lazos emocionales daña a la persona de un modo no resarcible, aun cuando ese daño se pueda paliar mediante el cuidado de otros allegados.

A causa del fuerte compromiso de las mujeres migrantes para con sus familias, aquellas sienten que cuidan de estas mediante sus sacrificios y con el envío de remesas. Pero aunque el cuidado puede darse fuera de interacciones cara a cara, es difícil restaurar el tipo de intimidad que alimenta el vínculo afectivo familiar, que precisa del contacto físico, encarnado del cuidado diario que no pueden suplir las telecomunicaciones o los viajes distanciados en el tiempo. Por lo demás, esa quiebra de las relaciones ordinarias puede tener otros efectos indeseables sobre las familias en el hogar de origen, como los problemas de desestructuración familiar a que pueden dar lugar las posibles consecuencias adversas de que los menores crezcan sin la figura materna (Parreñas, 2005).

Como sugieren el corto y la entrevista arriba citadas, el daño a que nos referimos puede darse en condiciones aparentemente favorables en las que existe una contratación de por medio, una relación basada en la confianza y un trato cordial. En particular, la situación en la que alguien acepta voluntariamente un compromiso contractual en el que ve reconocida su valía profesional y que le comporta indudables beneficios (para su familia) no parece ser coercitiva ni implicar oprobio alguno. Además la emigrante puede contemplar tales ventajas (como las remesas y lo que ellas pueden suponer para los suyos) que prefiera posponer un bien tan importante para ella como es cuidar de los suyos en los términos deseados. Por supuesto, esta aparente libertad de elección en una relación laboral estructurada por el género se nutre de las preferencias adaptativas que llevan a las afectadas a dar por buenas situaciones que van en contra de sus intereses reales y que no aceptarían en otras condiciones deseables. Pero lo decisivo aquí es que, incluso en una situación laboral relativamente favorable, la ausencia de los suyos y de una relación cotidiana y directa con ellos supone un daño en la infraestructura relacional y emocional del cuidado que, por así decir, se situa en un nivel distinto, previo si se quiere, al de las injusticias sociales a las que nos referiremos a continuación. La rica ambivalencia que porta el cuidado como fuente de libertad y como responsabilidad, como fuente de realización y como ámbito de deberes, impide reducir los daños morales en este nivel a las relaciones de poder entre mujeres, aunque vengan mediadas por la etnicidad y por la clase social. Sin embargo, la sola perspectiva del cuidado en los términos expuestos tampoco puede dar cuenta de los daños morales e injusticias sociales que se eslabonan en las tramas mundiales del cuidado.

4.

En su libro Escalas de la Justicia, que corona un periodo de conversión teórica y de renovado compromiso de su teoría crítica con diversos movimientos sociales y plataformas políticas transnacionales, Nancy Fraser abandona su influyente modelo bidimensional de la justicia social, elaborado con éxito durante la década de los noventa (Fraser, 1997, 1998), en favor de un modelo ampliado, más complejo y centrado en el llamado “problema del marco” o “metacuestión del encuadre”. Con este giro globalista de su teoría de la justicia, la crítica de Fraser a los modelos tradicionales orientados por las cuestiones de redistribución o por las del reconocimiento, así como su preocupación por el encaje de ambos órdenes de cuestiones dentro de un único modelo, han cedido el protagonismo a la articulación teórica y crítica de diferentes escenarios globales en los que se pone de relieve lo que la autora feminista da en llamar “justicia anormal”3.

Por un lado, este planteamiento mantiene la centralidad de la norma básica que entiende la justicia como paridad en la participación, la cual hace exigibles los acuerdos u ordenamientos sociales que permitan a todos los miembros o afectados interactuar entre sí en pie de igualdad y participar como pares en la vida social. Pero ahora diferencia tres ejes de injusticia en razón de los obstáculos que impiden esa paridad participativa en relación con la distribución equitativa de los recursos materiales, con la consideración y respeto igualitarios de los otros que se traduce también en la igualdad de oportunidades, y con la posibilidad de que cada cual articule su opinión en igualdad de condiciones en la esfera pública. Por otro lado, reconoce la existencia de una pluralidad de escalas de justicia (locales, nacionales, regionales, globales), si bien prioriza el cuestionamiento de las formas de injusticia metapolítica que suponen la aplicación de un marco inadecuado. Tal es el caso cuando el Estado nación establece un “encuadre erróneo” de las cuestiones de justicia social que impide a determinados colectivos sociales y a los individuos que los integran participar en igualdad de condiciones en el proceso decisorio sobre cuestiones que les atañen; o, dicho de otra manera, siempre que impide la realización de la paridad participativa de todos los que están sujetos a determinadas estructuras de gobernanza que bien pueden trascender o atravesar el Estado nacional.

Al igual que en otros problemas de justicia social globalizados, como la pobreza mundial (Fraser 2010; Gil y Palacio 2009), la aplicación del modelo de Fraser al caso genérico de las cadenas mundiales del cuidado presta atención a la intersección de varias escalas de la justicia al tiempo que diferencia los tres ejes de subordinación fundamentales, los cuales afectan de lleno a las trabajadoras inmigrantes incorporadas a las labores del cuidado en las sociedades de bienestar capitalista. Siendo el género ya de por sí un colectivo multidimensional en el que convergen diferencias de clase, de estatus cultural, de etnicidad y de nacionalidad, estas mujeres se ven afectadas al mismo tiempo por una mala redistribución económica, un reconocimiento erróneo y una representación fallida. Es más, dicho colectivo es víctima de estas tres formas de injusticia de una manera sistemática, es decir, no las sufre de manera incidental, sino que las padece conjuntamente porque funcionan de manera interconectada; y esto es debido a que todas esas vulneraciones de la paridad participativa sobrevienen con un marco inadecuado. En este sentido, el modelo de Fraser indentifica un “encadenamiento de injusticias” (Palacio y Gil, 2012).

Para empezar existe una inextricable combinación de la injusticia económica con la injusticia de género por subordinación de estatus. Dejaremos a un lado el aspecto de este enredo en las subcontrataciones en los eslabones de las cadenas en los países de origen para limitarnos a los países de llegada. En éstos, las desigualdades económicas que socavan la independencia de las mujeres y que les impiden participar en igualdad de condiciones en la vida social están anudadas con las mermas de reconocimiento que derivan de la institucionalización de rasgos masculinos que han sido erigidos como valores con validez universal y de rasgos etnocéntricos con que se delimitan los perímetros de la normalización social. Por eso los daños a los que se ven sujetas las trabajadoras inmigrantes no resultan únicamente de un mala redistribución a consecuencia de una división sexual de los trabajos que les condiciona a desempeñar oficios sexualizados. Antes bien, las situaciones que favorecen tales daños llevan entreveradas relaciones de estatus que, además de devaluar los rasgos asociados a la femineidad por venir definidas por patrones androcéntricos de valor, establecen jerarquías mediante categorizaciones socioculturales de las trabajadores emigrantes, tanto en calidad de individuos como de colectivos. A las asignaciones valorativas por su condición de mujer se les unen prejuicios sociales, ligados por lo general a su etnicidad, que les empujan a ocupar el tipo de puestos a los que son relegadas por su condición de inmigrantes.

Es fundamental, en este sentido, la escasa valoración social del trabajo en el hogar y de los cuidados en el espacio doméstico, que se encuentra entre las actividades peor retribuidas porque siguen estando consideradas un empleo atípico y careciendo del adecuado amparo legal. La no profesionalización y la falta de formalización en ese sector del “servicio doméstico” parecen ser una causa principal de la precarización laboral de las cuidadoras. Expuestas a la inestabilidad laboral, las cuidadoras suelen asumir malas condiciones de trabajo o en todo caso mejorables. Al igual que la interrupción misma de la relación contractual, los horarios y ritmos de trabajo, las responsabilidades y las retribuciones de las cuidadadoras suelen estar en manos de la discrecionalidad de sus empleadoras.

Pero es que además la precariedad y la explotación en las condiciones laborales de las inmigrantes encuentran un suelo favorable en toda una serie de prejuicios en torno a su etnicidad. Las mujeres y familias contratantes suelen diferenciar a “las otras” por su lugar de procedencia y asignarles, en base a creencias acerca de idiosincrasias étnicas, cualidades más o menos idóneas para determinadas labores concretas. (En el caso español, por ejemplo, las mujeres de origen subsahariano y magrebí son las menos valoradas, en contraste con las de origen latino-americano, a las que se considera más cercanas por su cultura y particularmente eficientes para las labores del cuidado por tenerlas por las más cariñosas, pacientes, tranquilas y dulces). Pese a la precariedad y la explotación, el trabajo en el hogar es para muchas de esas cuidadoras, especialmente si no cuentan con papeles, un medio seguro y rápido de cumplir con algunas de las expectativas por las que migraron, como suele ser el contribuir económicamente a mantener a sus familias mediante el envío de remesas; y esto vale también para muchas inmigrantes que cuentan con niveles superiores de formación intelectual y profesional que no les son reconocidos en el país de acogida. Demasiado a menudo las preferencias adaptativas de las empleadas funcionan en connivencia con la complacencia de quienes se ven a sí mismas ayudando económicamente a ciudadanas de otros países, más pobres y atrasados. Con independencia de que pueda haber en efecto importantes beneficios económicos tanto para los países exportadores de la mano de obra como para las familias de las empleadas en los cuidados, los patrones de valoración dominantes redundan en los modos aceptados socialmente con que se justifica y disculpa los bajos salarios, la precariedad laboral y los rasgos neoservilistas de los servicios etnosexualizados del cuidado y con los que se da carta de naturaleza a la desigualdad de oportunidades que sufren esas trabajadoras.

Estas rápidas observaciones son indicativas de que, como afirma Fraser, las medidas redistributivas por sí solas resultan insuficientes para atajar los daños a los que se ven expuestas tanto por su condición de mujeres asalariadas como de extranjeras, y de que se precisan también medidas orientadas a combatir los sesgos androcéntricos y etnocéntricos de las relaciones culturales de estatus existentes. Ahora bien, además de sufrir condiciones económicas y sociales de explotación y de discriminación, las trabajadoras extranjeras del cuidado son víctimas de diversas formas de mala representación. La vulneración de la paridad participativa se hace notar en primer término en el plano de la política ordinaria, como cuando esas trabajadoras disponen de escaso poder de negociación laboral al no contar con la adecuada representación sindical; o cuando la falta de apoderamiento se hace sentir entre las trabajadoras en situación irregular a causa de una falta de control, tanto legal como sindical, que favorece las condiciones de trabajo degradantes. En tales casos, las formas de subordinación que se ponen de manifiesto en la privación económica y en la falta de respeto cultural dependen en un sentido importante de la exclusión social como modalidad política de vulneración de la paridad participativa: “La exclusión se basa en la constitución política de la sociedad, como cuando la arquitectura del espacio político niega a ciertas personas la oportunidad de tener siquiera una voz marginal en las disputas acerca de la justicia. Esta es la situación de las inmigrantes indocumentadas en muchos países” (Fraser 2010, 366).

Sin una representación política adecuada esas mujeres no pueden articular y hacer oír como es debido en la esfera pública sus reivindicaciones relativas a las otras dimensiones de la justicia social. Lo que está aquí en cuestión es la legitimidad para participar en pie de igualdad en las deliberaciones y decisiones acerca de cómo han de resolverse los problemas de justicia. De este modo, sostiene Fraser, nos desplazamos desde el orden de la política ordinaria al orden de la jurisdicción sobre los propios marcos, esto es, al nivel metapolítico que dispone de manera injusta el escenario en el que pueden tener lugar las reivindicaciones sobre cuestiones de redistribución y del reconocimiento: “cuando las cuestiones de justicia se enmarcan de tal manera que excluyen injustamente a algunos de ser tomados en consideración, la consecuencia es un tipo especial de metainjusticia que niega a estos mismos la oportunidad de presionar con reivindicaciones de justicia de primer orden en una determinada comunidad política” (Fraser, 2009a, 19).

Esta forma de injusticia metapolitica impone al fenómeno global de las cadenas del cuidado un marco de referencia que está predefinido en clave wesfaliana, esto es, con arreglo a las formas establecidas de regulación y gestión política que se dan dentro de los límites de los Estados nacionales y de las relaciones entre estos. Las cadenas mundiales de cuidado son así uno más de los fenómenos de justicia anormal en los que se pone de manifiesto que las decisiones adoptadas y las leyes sancionadas dentro de los Estados nacionales afectan irremediablemente a las condiciones de vida no ya de sus ciudadanos, sino de otros individuos y grupos que viven fuera de sus fronteras territoriales o que viviendo dentro de ellas no son reconocidos (plenamente) como ciudadanos. Y esta delimitación metapolítica con arreglo a las fronteras territoriales es incompatible con las exigencias universales de la paridad participativa. Estamos pues ante un caso de encuadre erróneo, que según Fraser es la forma de injusticia que define la era de la globalización. Como consecuencia de este desencuadre, la ciudadanía nacional sigue estableciendo los filtros para el acceso a los recursos y para la participación política misma, y las pretensiones de la justicia de las trabajadoras inmigrantes son sistemáticamente vulneradas en la medida en que éstas, a diferencia de las ciudadanas del Estado que las acoge, no cuentan como agentes políticos activos en la elaboración de las condiciones económicas, culturales y políticas a las que todas ellas, ya sean o no nacionales, están sujetas.

En las cadenas mundiales del cuidado convergen distintos ejes de injusticia que, de acuerdo con Fraser, tienen que ser localizados no en una única escala sino en la intersección de varias escalas. Pero entonces el dilema de los privilegios odiosos, que -como dijimos- tiene un impacto sobre la concepción del feminismo y de su futuro, obtiene su plausibilidad a causa del citado desencuadre. Recordemos un momento aquel dilema. La remuneración del trabajo doméstico tiene lugar en hogares que pueden financiarlo, y por tanto beneficia a un sector determinado de la población femenina de los países exportadores. Este beneficio se traduce en una mayor integración de las mujeres en el mercado laboral y en una mejor realización de sus derechos sociales. Las trabajadoras inmigrantes, por el contrario, ocupan trabajos serviles y estigmatizados y, sean residentes o ilegales, no pueden disfrutar de los mismos privilegios y protecciones que las ciudadanas a causa de su exclusión social. Las propias aspiraciones igualitarias de la teoría feminista parecen verse a su vez divididas en ese conflicto de intereses entre mujeres, puesto que la metainjusticia del desencuadre parece forzar la elección entre el universalismo de los derechos humanos y el empoderamiento de la ciudadanía.

Fraser habla en cambio de la necesidad de desacoplar el principio de la paridad participativa con respecto al principio de la ciudadanía en el que aquel estaba tradicionalmente asentado. La normatividad de la paridad participativa debe extenderse allende la ciudadanía nacional hasta un “principio de todos los sujetos”, que afirma que “una cuestión está justamente enmarcada si y sólo si todos y cada uno de los sometidos a la(s) estructura(s) de gobernanza que regula(n) las áreas relevantes de interacción social reciben igual consideración. Para merecer esta consideración, además, no es necesario que se sea miembro oficialmente acreditado de la estructura en cuestión, sólo se requiere estar sujeto a ella” (Fraser, 2008, 65). Este ascenso normativo como respuesta a las injusticias en un mundo en globalización supone reactivar las luchas por la democracia en el plano metapolítico: deben ser los propios sujetos en tanto que estén sometidos a las estructuras de gobernanza quienes, en cada escala correspondiente, decidan qué ha de ser la justicia, quién debe contar como miembro en el proceso decisorio y cómo han de decidirse las normas vinculantes. De este modo, la politización del marco es parte esencial de la respuesta que se de en cada caso a la “anormalidad” de las injusticias de las cadenas mundiales del cuidado. Y por eso mismo el análisis de género de las implicaciones y daños que comportan los oficios serviles y etnosexualizados de los cuidados, practicado desde los mencionados parámetros de intersección de escalas y de convergencia de dimensiones de injusticia, apunta directamente a la (necesidad de abordar y transformar la) actual división transnacional del trabajo reproductivo y a la exigencia de concentrar esfuerzos en favor de nuevas expresiones de unidad de acción. Y es en este punto donde Fraser considera que en gran medida está en juego la revisión reflexiva del feminismo actual (Fraser, 2009b).

5.

Las mundialización de las cadenas con que se opera la reorganización del sector laboral de los cuidados exacerba las formas de injusticia social e incluso la invisibilidad de esos trabajos y de sus agentes. La teoría crítica de la justicia de Nancy Fraser proporciona un enfoque general sobre este fenómeno. Al quedar al mismo tiempo desvinculadas y sujetas dentro del contexto geopolítico westfaliano, la mayor parte de las trabajadoras inmigrantes se ven forzadas a desempeñar sin garantías oficios etno-sexualizados, serviles e insuficientemente retribuidos, a la vez que por su condición de membrecía no paritaria se ven obstaculizadas para plantear legítimamente sus reivindicaciones económicas, culturales y políticas de justicia. La feminización, la etnización y la precarización transnacional de los cuidados comportan desigualdades que se entrecruzan y operan en diversas escalas. Junto a esas formas de injusticia persiste una clase específica de daño moral que radica en las propias tramas interpersonales de las trabajadoras del cuidado ante el sacrificio de verse separadas de los suyos. En este artículo no hemos tratado propiamente de los remedios a esos daños. De haberlo hecho tendríamos que haber analizado, entre otras, la defensa del derecho humano al cuidado en sus varias dimensiones (derecho a dar y a recibir cuidados, y a condiciones laborales dignas) y, en relación con ello, haber indagado en el alcance de lo que algunas autoras españolas denominan con un inteligente neologismo la cuidadanía. Se trata de objetivos de la teoría y la práctica feminista sin los cuales no parece que puedan ya articularse sus aspiraciones de una auténtica igualdad socioeconómica.

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Notas

1. La expresión la acuñó Arlie Rusell Hochschild, basándose en trabajos de Rhacel Salazar Parreñas, para referirse a “las series de vínculos personales entre gentes a lo largo de todo el mundo basados en los trabajos del cuidado, remunerados o no” (Hochschild, 2000, 131). El quid de la metáfora reside en que las mujeres empleadas en países de acogida solo pueden llevar a cabo sus trabajos del cuidado gracias a que consumen las labores de cuidado, remuneradas o no, de otras mujeres para las que a su vez se reproduce una necesidad de cuidado que acaso llegan a delegar en otras: “la hija mayor de una familia pobre es quien cuida de sus hermanos mientras su madre trabaja como empleada al cuidado de los chicos de una niñera que ha emigrado y que por su parte cuida del niño de una familia en un país rico” (Hochschild 2000, 131). Si bien Horchschild introdujo la expresión en un momento en que éste aún estaba ampliamente descuidado en los estudios sobre globalización, sobre migraciones, sobre el cuidado y sobre género, entre tanto la expresión se ha vuelto moneda corriente en la bibliografía sobre el tema en muy diversas disciplinas (Yates, 2004; 2005). Existen excelentes publicaciones en castellano, entre ellas: Parella, 2003; Benería, 2005; Castelló, 2009; Pérez Orozco, 2010.

2. Véase también, en el mismo sentido, las sentidas confesiones de otra trabajadora filipina, Rosemarie Samaniego, en Parreñas, 2011, 119. Para una expresión literaria análoga, véase Caso, 2009, 36.

3. Fraser, 2009a, cap. 4. Entre los comentarios críticos de ese giro globalista puede consultarse Guerra, 2009 y Gil 2010, 2011.

Received: 12-07-2012

Accepted: 30-07-2012