La valoración de la madurez en adolescentes. Requisitos, indicadores y condicionantes
Resumen: Valorar la madurez es uno de los principales problemas éticos de la bioética, que se hace más complejo cuando hablamos de adolescentes, porque están todavía en proceso madurativo. Entraña tres dificultades: una dificultad conceptual, dado que la madurez se relaciona con competencia, capacidad y autonomía; una dificultad metodológica acerca de qué indicadores se utilizarán para valorarla; y una dificultad práctica sobre cómo gestionarla adecuadamente, ya que resulta difícil respetar una madurez que se ha empezado a reconocer y fomentar muy recientemente. En este artículo comenzaremos preguntándonos por qué es importante valorar y fomentar la madurez de las personas menores. A continuación haremos un recorrido histórico para ver la evolución de la consideración de la madurez, así como las principales propuestas de variables que se han definido para valorarla. Y finalmente aclararemos algunos conceptos para desarrollar una propuesta aglutinadora de los indicadores, requisitos y condicionantes de la toma de decisiones maduras.
Palabras clave: madurez, adolescentes, valoración, indicadores, requisitos, condicionantes
1. La importancia de valorar y fomentar la madurez de las personas menores
Es conocido y candente el debate sobre cómo entender y gestionar la autonomía de las personas menores. Especialmente en el ámbito sanitario, donde el paradigma de humanización de la asistencia que ha emergido en los últimos tiempos hace que se tienda cada vez más a poner la autonomía del paciente en el centro del modelo de atención. Las posiciones que emergen en dicho debate son bastante dispares.
Algunos autores (Cherry, 2013; Partridge, 2013 y 2014) son contrarios a la doctrina del menor maduro, porque consideran que, como tienen el córtex pre-frontal menos desarrollado que los adultos, los adolescentes no pueden tomar decisiones maduras. De todos modos, la doctrina del menor maduro no pretende decir que todos los adolescentes sean maduros, ni que tengan la madurez de un adulto, ni que la tengan para tomar cualquier decisión; solo sostiene que algunos menores pueden tener un grado de madurez suficiente para tomar una determinada decisión en un momento concreto. En este sentido, otros estudios (Dickey & Deatrick, 2000; Weithorn & Campbell, 1982) y organizaciones (AAP, 1995) sostienen que, a partir de los 14 años, los adolescentes pueden tener una capacidad de decisión similar a la de los adultos, si tienen información suficiente, e incluso que a partir de los 9 años pueden participar significativamente en las decisiones que les afectan.
En relación con la opinión de los propios adolescentes y de sus padres, hay estudios que muestran que los menores quieren más información de la que se les da, y que el 96% de adolescentes con enfermedades crónicas y el 88% de adolescentes sanos querrían compartir la toma de decisiones en caso de estar muy enfermos (Lyon, McCabe & D’Angelo, 2004). Además, valoran mucho la confidencialidad, lo cual implica que en ciertos momentos quieren decidir solos, a pesar de que tanto ellos como sus padres desconocen que tienen derecho a pedirla (Berlan & Bravender). En el contexto forense, hay estudios relacionados con los procesos de divorcio parental (Cashmore & Parkinson, 2008; Cashmore, 2011) que reflejan que el 91% de los menores quiere participar en las decisiones, aunque sin ser los decisores principales, y consideran que no se les consulta “demasiado”. En coherencia con ello, el 70% de los padres considera que sus hijos deben ser consultados en función de su edad y madurez, pero que no tienen que decidir ellos. Respecto a la edad, los padres sostienen que sus hijos pueden expresarse entre los 3 y los 14 años, en función de la madurez y de las circunstancias, mientras que los propios menores creen que deberían ser consultados entre los 7 y los 10 años.
Más allá del propio debate en torno a si los menores son suficientemente maduros para tomar decisiones o no, de qué tipo y a qué edad, hay un aspecto importante que quizás no se tiene suficientemente en cuenta: el por qué. ¿Por qué es necesario valorar y fomentar la madurez de las personas menores? Las razones son diversas.
En primer lugar, porque la sociedad necesita adultos autónomos que sean ciudadanos cívicos, participativos y capaces de desarrollar un proyecto vital. El camino para llegar a ello pasa por fomentar la madurez de los adolescentes. En segundo lugar, porque la legislación vigente1 reconoce el derecho de las personas menores a expresar su opinión y a participar en todos los asuntos que les afectan y, al mismo tiempo, reconoce que para ejercer este derecho deben tener madurez intelectual y emocional suficiente. En tercer lugar, porque la adolescencia es una etapa de transición entre la infancia y la edad adulta, en la que se dan muchos cambios: cambios físicos, que requieren capacidades de autocuidado y de autoreconocimiento hacia el propio aspecto; cambios en el neurodesarrollo, que obligan a buscar el equilibrio entre las respuestas emocionales y el autocontrol; y cambios psicosociales, es decir, en las relaciones sociales, dado que los adolescentes se sienten incomprendidos por el entorno del que dependen y quieren tomar las riendas de su vida. Acompañar a los adolescentes en la gestión de todos estos cambios requiere valorar y fomentar su madurez. En cuarto lugar, porque las políticas públicas que se realicen en el ámbito de infancia y adolescencia deben tener en cuenta las capacidades que tienen los adolescentes para participar en la comunidad y en la vida pública. Pensemos, por ejemplo, en políticas de atención a la vulnerabilidad2, de atención a las víctimas de violencia machista3 o de implicación de los jóvenes en la investigación e innovación en salud4. Y en quinto lugar, porque los cuatro aspectos que hemos citado hasta ahora requieren diferenciar entre la forma de razonar de chicos y chicas.
En relación a este último punto es notoria la figura de Carol Gilligan, filósofa y psicóloga americana que, en su crítica al psicólogo Lawrence Kohlberg (1981), puso de manifiesto la necesidad de tener en cuenta la “voz diferente” de las chicas (Gilligan, 1982). Kohlberg desarrollo una teoría sobre el desarrollo de la consciencia moral, según la cual las personas llegamos a ser autónomas mediante un proceso de tránsito desde una moral heterónoma (las normas nos vienen impuestas por una autoridad externa) a una moral autónoma (las normas las define y escoge uno mismo en función de principios éticos universalizables). Sin embargo, validó su planteamiento sólo en chicos. Gilligan observó, en sus investigaciones, que los varones tienen un razonamiento basado en conceptos de justicia, mientras que las mujeres tienen un razonamiento basado en conceptos de responsabilidad y cuidado mutuo. A raíz de esta constatación, Gilligan propuso otro esquema de fases del desarrollo moral al que llamó “ética del cuidado” en oposición a la calificación que hacía del planteamiento de Kohlberg como propio de una “ética de la justicia”.
Cabe aclarar que, según Gilligan, ambas éticas no son conceptualizaciones de los géneros femenino y masculino. Expliquémoslo: dado que la justicia se basa en normas y principios definidos y aplicados por alguien con supuesta autoridad (legal, moral...), sea externa o el propio Yo, Gilligan entiende la ética de la justicia como la conceptualización de un modo de pensar patriarcal, que lleva a una autonomía individualista (“yo soy yo y mis decisiones”). Y puesto que el cuidado debe ser recíproco y, por lo tanto, debe promover una relación de igual a igual, Gilligan entiende la ética del cuidado como la conceptualización de un modo de pensar democrático, que lleva a una autonomía relacional (“yo soy yo y mis relaciones”). Cuando hablamos de la importancia de fomentar y valorar la autonomía de los adolescentes, ambas nociones de autonomía son legítimas y complementarias: la toma de decisiones no puede abstraerse del contexto social del adolescente, quien tiene que conservar su singularidad y no subsumir su voluntad a la de su entorno.
2. La consideración de la madurez de las personas menores a lo largo de la historia
La reflexión acerca de la importancia de valorar y fomentar la madurez de las personas menores es bastante moderna. Históricamente, en los ámbitos social, filosófico y médico, se las ha considerado inmaduras e incapaces de tomar decisiones. El camino que hemos hecho como sociedad para llegar hasta aquí no ha sido ni rápido ni sencillo.
En la Antigüedad (Vilar, 2015; Laes, 2011) la vida se dividía en tres fases: infancia, madurez y vejez. Las personas menores de edad eran consideradas imperfectas por falta de madurez. La etapa de madurez se consideraba como la de máximo esplendor de las propias potencialidades físicas. En la Edad Media (Vilar, 2015, Shahar, 1990) las personas menores de edad eran consideradas adultas en potencia y no había conciencia de sus necesidades específicas. Durante la Edad Moderna (Vilar, 2015, Simón & Barrio, 2010) hay un cambio positivo gracias a la escolarización, que pone a las personas menores en el centro de la vida familiar. A los adolescentes se les otorga autonomía moral (madurez) y capacidad de discernir su bien, de tener empatía por los demás y de preocuparse por el bien de la comunidad, pero se abre el interrogante de cómo y cuándo se adquiere dicha autonomía. Además, se les atribuyen deberes, pero no derechos, ni tampoco, uso de razón antes de los 13-14 años (Kant decía que los niños no tienen razón especulativa, sólo práctica). En todo caso, la madurez ya no es un atributo meramente biológico, físico, como en la antigüedad, sino que tiene una dimensión psicológica.
No será hasta el siglo XX que se empezaran a promulgar derechos y leyes de protección de la infancia. En 1978 y tras sucesivas rebajas, el Código Civil español sitúa la mayoría de edad a los 18 años, con lo que surge el criterio legal de atribución de madurez. Paralelamente, Piaget (entre el 1969 y el 1974), Kohlberg (entre el 1981 y el 1984) y Erickson (1982) establecen, desde la perspectiva de la psicología evolutiva, que los niños llegan a la madurez hacia los 12 años, pero que no tienen madurez plena para tomar decisiones como las personas adultas hasta los 16-18 años. Por eso muchos países sitúan la responsabilidad penal limitada entre los 14 y los 18 años. Este criterio, basado estrictamente en la edad cronológica y en una perspectiva androcéntrica, queda obsoleto por considerarse que la atribución de madurez también debe tener en cuenta el desarrollo individual de cada niño, así como las diferencias entre niñas y niños.
Hoy, la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía de Cataluña reconocen el derecho de las personas menores de edad al libre desarrollo de su personalidad, a ser escuchadas y a poder expresar libremente su opinión. Todos ellos son derechos “personalísimos”, es decir, que no pueden ser ejercidos por representación. Desde 1996, con la aprobación de la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, se distingue entre capacidad jurídica (titularidad de derechos, que se tiene desde el nacimiento y hasta la muerte) y capacidad de obrar (capacidad de ejercer derechos, que se adquiere progresivamente). La capacidad de obrar depende de la edad (criterio objetivo), pero también de la madurez o capacidad natural (criterio subjetivo), y debe estar siempre sujeta al interés superior del menor. Esta distinción permite dejar de considerar la persona menor como un objeto de protección para considerarla un sujeto de derechos beneficiario de protección. Con el nacimiento de la bioética, en el ámbito sanitario, donde no se habla de madurez sino de competencia de los pacientes, se define la mayoría de edad sanitaria a los 16 años y se establece la doctrina del “menor maduro”, que hace referencia a la franja comprendida entre los 12 y los 15 años (Leyes 41/2002 y 21/2000).5
Desde el momento en el que se asume que las personas menores pueden ser maduras y que dicha madurez debe fomentarse y respetarse, empiezan a surgir propuestas de indicadores para valorarla.6(6)
3. Objetivo del estudio
El presente trabajo pretende revisar todas las propuestas de indicadores que se han desarrollado para valorar la madurez de los adolescentes, con el objetivo de ver sus puntos comunes, sus diferencias y sus puntos débiles.
Ello permitirá describir una propuesta de valoración y fomento de la madurez que diferencie entre indicadores, requisitos y condicionantes, y que sea una propuesta aglutinadora que sirva de marco teórico de referencia para los profesionales, facilitando la comprensión y coordinación entre disciplinas.
4. Revisión de las propuestas de indicadores de madurez existentes
Las diversas propuestas de indicadores de madurez existentes se han desarrollado en ámbitos de conocimiento distintos, razón por la cual hay autores que, en vez de hablar de indicadores, hablan de aspectos, características, habilidades o capacidades. Entendemos, no obstante, que estos conceptos son tipos de indicadores. Veámoslo.
En 1924 el psicólogo Jean Piaget describió las etapas del desarrollo moral, que Kohlberg matizará tiempo después. Según Piaget, el desarrollo cognitivo de los niños y adolescentes pasa por tres fases (Piaget, 1924):
En 1971 la psicóloga Ellen Greenberger y el sociólogo Aage B. Sørensen, inspirados por el también psicólogo Erik Erikson (1968), analizan la madurez psicosocial y establecen tres aspectos relevantes para cualquier sociedad (Greenberger & Sørensen, 1971):
A la vez, definen siete características de la madurez relacionadas con los tres aspectos anteriores:
En 1981 el psicólogo Lawrence Kohlberg, discípulo de Piaget, matiza la propuesta de tres etapas de desarrollo moral de su maestro, subdividiéndolas en seis estadios. Él sostiene que el paso de una moral heterónoma a una moral autónoma tiene que ver con transitar desde la conciencia moral pre-convencional hasta la post-convencional (Kohlberg, 1981):
En 1993 desde la óptica de la madurez psicoemocional, la OMS define 10 habilidades para la vida, agrupadas en tres grandes bloques, y entendidas como destrezas para conducirse por la vida de forma competente (OMS, 1993):
En 1995 la British Medical Association define cinco capacidades cognitivas para valorar la competencia de los menores para tomar decisiones sobre su salud (British Medical Association, 1995):
En 1998 los psiquiatras Paul S. Appelbaum y Thomas Grisso definen cuatro capacidades para valorar la competencia de los enfermos para tomar decisiones sobre su salud. A pesar de que es una propuesta originalmente pensada para adultos con problemas de salud mental, actualmente se utiliza en personas menores (Appelbaum & Grisso, 1998):
Desde la perspectiva educativa, en 2005 la psicóloga y pedagoga Maria Jesús Comellas introduce el concepto de madurez personal como un elemento esencial en el desarrollo de las potencialidades de las personas menores de edad. Incluye tres aspectos clave (Comellas, 2005):
Entre el 2007 y el 2009 el psicólogo Steinberg y su equipo acuñan el término “madurez psicosocial”. Entienden que la madurez es multidimensional y que incluye elementos cognitivos, emocionales y motivacionales que no tienen por qué desarrollarse al mismo tiempo. Según ellos, la madurez psicosocial tiene que ver con tres procesos (Steinberg, 2007; Steinberg 2008; Steinberg, Cauffman, Woolard et al., 2009):
Desde la perspectiva social, en 2009 la pedagoga Ana María Novella actualiza la propuesta que hizo con Jaume Trilla en 2001, según la cual la participación de niños y adolescentes en los asuntos que les afectan depende de cuatro factores internos de la persona, que se adquieren en la interacción social, de forma que el entorno debe garantizar las condiciones necesarias para su desarrollo (Trilla & Novella, 2001 citat a Novella, 2009):
En 2010 la pediatra y directora del Instituto Borja de Bioética Montserrat Esquerda y su equipo definen los elementos de la madurez cognitiva, como uno de los aspectos necesarios para la toma de decisiones sanitarias (Esquerda, Pifarré y Viñas, 2010a). Lo hacen desde la aproximación psicométrica, que permite valorar factores cognitivos tales como:
Con todo, según el equipo de Esquerda, se puede valorar la capacidad cognitiva para la toma de decisiones sin recurrir a test psicométricos, valorando los siguientes aspectos:
En 2011 la filósofa Martha C. Nussbaum propone una lista de capacidades, entendidas como derechos sociales innegociables, como mínimos cívicos que el Estado debe garantizar que todos los ciudadanos, en función de sus habilidades internas, puedan desarrollar para tener una vida digna. Son 10 capacidades (Nussbaum, 2011):
Finalmente, en 2012, la psicóloga Fabia Morales y su equipo definen tres aspectos de la madurez psicológica ligados a la primera dimensión de la propuesta de Ellen Greenberger, que recordemos que era “adecuación individual” (Morales, Camps & Lorenzo, 2012):
5. Discusión sobre los indicadores existentes
Todas las propuestas descritas suponen un avance incuestionable en la descripción de la madurez de las personas menores, y facilitan que se pueda evaluar y fomentar. Cada una de ellas se ha hecho con un objetivo determinado y para resolver un problema concreto, lo que hace que individualmente resulten muy útiles para los profesionales de cada ámbito. Sin embargo, la complejidad surge cuando se quiere tener una fotografía panorámica de todo lo que está implicado en la madurez de las personas menores desde todas las disciplinas que la estudian. La interdisciplinariedad aporta riqueza a la reflexión, pero la diversidad de vocabularios puede dificultar el consenso y el entendimiento entre todos los profesionales que pueden atender a una misma familia en un momento dado.
A continuación analizamos brevemente los puntos comunes y las diferencias que se aprecian en las propuestas anteriores, y profundizamos en las incongruencias o dificultades que presentan.
5.1. Puntos comunes y diferencias
La mayoría de las propuestas de indicadores referenciadas tienen en común la distinción entre aspectos relativos a la persona y aspectos relativos a la interacción social. Dentro de los aspectos relativos a la persona se incluyen aspectos de identidad (autoconocimiento), de gestión de emociones y capacidades de afrontamiento, y de razonamiento y organización. Los aspectos relativos a la interacción social van desde las habilidades interpersonales hasta el compromiso cívico y el concepto de justicia social.
La divergencia principal es que algunas propuestas (Piaget, 1924; Kohlberg, 1981; British Medical Association, 1995; Appelbaum & Grisso, 1998) se centran en el razonamiento y desconsideran las emociones y la dimensión social de la madurez, lo que significa que reducen la madurez a la capacidad cognitiva-intelectual, obviando la inevitable presencia de factores personales y contextuales que condicionan la madurez.
5.2. Puntos débiles
Creemos oportuno señalar cuatro puntos débiles que, a nuestro parecer, se observan en el análisis global de las propuestas anteriores:
La primera es que hay una confusión entre el todo y las partes (autor/a, 2019). El concepto de autonomía aparece, en varias propuestas, como un indicador más de madurez, cuando en realidad es el objetivo: la autonomía es un alto grado de madurez (emocional, social, cognitiva y de personalidad). También se habla de la “capacidad de tomar decisiones autónomas y autosuficientes”, lo que merece dos reflexiones. Una es que la “capacidad de tomar decisiones” no es un indicador, sino que es la definición misma de autonomía. Es cierto que la autonomía incluye la madurez emocional y la social, que puede parecer que no tienen que ver directamente con la capacidad de tomar decisiones. Pero en realidad saber gestionar las propias emociones y tener habilidades interpersonales no es un fin en sí mismo, sino que son herramientas que, en último término, nos sirven para tomar decisiones en torno a cómo nos relacionamos con los demás. La segunda reflexión es que la idea de tomar “decisiones autónomas y autosuficientes” apunta implícitamente a las dos dimensiones de la autonomía, la moral y la funcional. La autonomía moral tiene que ver con la independencia de juicio, que algunas propuestas equiparan con la autonomía a pesar de ser sólo uno de sus elementos. En el siguiente apartado profundizaremos en la definición de conceptos.
La segunda dificultad es que se utilizan palabras diferentes para referirse a las mismas cosas. Es el caso de expresiones como razonamiento y razonamiento práctico; autoconocimiento, auto-aceptación y concepto de uno mismo; emociones, templanza y gestión emocional; perspectiva, concepto de los demás y sentimiento social; etc. Paralelamente, hay indicadores que generan confusión. Por ejemplo, el “razonamiento práctico” de Nussbaum incluye la planificación de la propia vida, pero en la propuesta de Montserrat Esquerda el razonamiento y la planificación están separadas y en la de Fabia Morales se especifica la diferencia entre la planificación de la vida y la planificación académica (dentro del indicador de orientación al trabajo).
La tercera dificultad es que se habla muy poco de los requisitos para tomar decisiones maduras, que son cuestiones que en su mayoría no dependen de la persona, sino del entorno. Hay una propuesta que cita dos requisitos (información e implicación), pero los mezcla con indicadores de madurez (conciencia, capacidad de decisión y compromiso-responsabilidad). Otra propuesta sitúa la comunicación (capacidad de expresarse) como indicador de madurez cognitiva, si bien debería entenderse como un requisito para ser involucrado en un proceso de toma de decisiones. En 2014 el médico y especialista en bioética Pablo Simón Lorda hizo una propuesta de requisitos que toda persona debe tener garantizados para poder tomar decisiones de forma autónoma (Simón-Lorda, 2014):
La cuarta y última dificultad es que tampoco se habla de los factores que condicionan la toma de decisiones maduras. La influencia del contexto sólo se menciona tangencialmente en algunas propuestas y no hay ninguna que defina explícitamente los factores concretos que pueden alterar la capacidad de las personas de tomar decisiones maduras. La propuesta de Pablo Simón Lorda hace mención a la necesidad de tener un entorno facilitador, pero creemos que éste no se puede situar como un requisito, dado que la persona no siempre tiene un entorno que la apoye y eso no significa que no se pueda valorar su madurez ni que la persona no pueda ser madura. En todo caso, resulta evidente que el entorno influye, tanto cuando lo hay como cuando no lo hay; la cuestión es si influye de forma positiva, facilitando la toma decisiones, o de forma negativa, condicionándola. Montserrat Esquerda y su equipo definen, en 2010, los factores que pueden condicionar las capacidades de toma de decisiones en el ámbito sanitario (Esquerda i Miquel, 2010b):
6. Aclaraciones conceptuales sobre madurez y autonomía
El recorrido que se ha descrito a través de las diferentes propuestas de indicadores de madurez menciona indistintamente los conceptos de madurez, autonomía, competencia y capacidad. Vale la pena definirlos para aclarar sus diferencias (autor/a, 2019).
La autonomía tiene dos dimensiones: funcional y moral. La autonomía funcional es la capacidad de valerse por uno mismo para llevar a cabo las tareas de la vida cotidiana. La autonomía moral es el derecho y la capacidad de tomar decisiones. El derecho lo tiene toda persona siempre, mientras que la capacidad se adquiere progresivamente, a medida que la persona se hace mayor (criterio objetivo de la edad) y gana madurez (criterio subjetivo).
La madurez y la competencia están muy relacionadas. Kohlberg define la competencia como la capacidad de hacer juicios morales basados en principios internos y de actuar conforme estos juicios. Esta definición incluye la madurez: ser maduro es ser capaz de hacer juicios morales en función de los propios principios, y la competencia es la exigencia de coherencia entre los juicios y las acciones. Cuando la persona actúa de forma coherente con sus juicios morales en todos los ámbitos de su vida decimos que es autónoma.
En otras palabras, el proceso de adquisición de autonomía pasa por tres etapas: reflexión sobre los propios principios y valores (madurez), coherencia entre la reflexión y las acciones (competencia) y extrapolación de la reflexión y la conducta a todos los ámbitos de la vida, forjando la propia identidad (autonomía). Véanse dichas etapas representadas en la fig. 1:
Figura 1. Etapas del proceso de adquisición de autonomía (elaboración propia)
Pongamos un ejemplo: un adolescente autónomo entiende el juicio moral según el cual “mentir es moralmente reprobable” (reflexión), en coherencia no miente cuando los padres o el maestro le hacen preguntas (conducta coherente), y además decide definir sus acciones y sus relaciones desde la sinceridad y la honestidad (extrapolación, hábito).
La madurez (reflexión) y la competencia (coherencia) están estrechamente relacionadas. Una persona es realmente madura cuando sus razonamientos tienen una correspondencia en las acciones o, dicho de otro modo, para ser realmente maduro uno debe saber por qué hace las cosas. No obstante, poder reflexionar y razonar sobre la incapacidad de ser coherente (pensemos en una persona que come un dulce sabiendo que le convendría más una pieza de fruta), ya indica un cierto grado de madurez, porque muestra la conciencia de esta falta de coherencia y la reflexión sobre las propias emociones y sobre lo que le hace bien y lo que le hace mal. Por lo tanto la madurez y la competencia no pueden nunca pensarse en términos binarios absolutos. No se puede equiparar siempre coherencia con madurez e incoherencia con inmadurez: hay que valorar la madurez y la competencia analizando los razonamientos de cada adolescente, teniendo en cuenta la decisión concreta que quiere tomar y el momento concreto en el que la quiere tomar. Otro binarismo incorrecto seria valorar la madurez con el fin de establecer si la persona es madura o inmadura: lo que debe valorarse es su grado de madurez.
La última aclaración conceptual tiene que ver con la diferencia entre competencia y capacidad. La “competencia” es un término psicológico y bioético, y la valorará un profesional de la salud, en tanto que la “capacidad” es un término jurídico. Como ya se ha sugerido antes, hay dos tipos de capacidad reconocidas en el ámbito jurídico: la que se llama propiamente “capacidad jurídica”, que la tiene toda persona desde el nacimiento y hasta la muerte, y que equivale a la autonomía entendida como “derecho” a tomar decisiones; y la “capacidad de obrar”, que se adquiere progresivamente y que equivale a la autonomía entendida como “capacidad” de tomar decisiones. La capacidad de obrar puede ser de derecho (edad, criterio objetivo) o de hecho (competencia, criterio subjetivo). La capacidad de obrar de hecho, o competencia, requiere capacidad natural (madurez).
7. Propuesta de requisitos, indicadores y condicionantes de la madurez
Partiendo del marco conceptual anterior se hace una propuesta de requisitos, indicadores y condicionantes de la madurez. La fig.2 define los tres conceptos y la relación entre ellos:
Figura 2. Definición y relación entre indicadores, requisitos y condicionantes de la madurez (elaboración propia)
A continuación se presenta una propuesta aglutinadora de los principales requisitos, indicadores y condicionantes a tener en cuenta en la valoración y fomento de la madurez de los adolescentes (Cuadro 1). Quiere ser un marco general teórico que los profesionales de cada ámbito puedan adaptar a sus necesidades y complementar con las herramientas existentes.
La propuesta relaciona los requisitos, indicadores y condicionantes de la toma de decisiones maduras con las dos dimensiones de la autonomía (moral y funcional), los dos aspectos de la autonomía moral (derecho y capacidad de tomar decisiones) y los distintos tipos de capacidad (jurídica, de obrar de hecho, de obrar de derecho o competencia, y natural o madurez).
La propuesta finaliza con algunas reflexiones y sugerencias de la autora en relación al funcionamiento de la propuesta y a las implicaciones prácticas para la valoración de los indicadores, requisitos y condicionantes de la madurez de los adolescentes.
Cuadro 1. Propuesta de requisitos, indicadores y condicionantes de la toma de decisiones maduras en relación con los conceptos de autonomía, capacidad y competencia (elaboración propia)
7.1. Funcionamiento de la propuesta
La propuesta descrita en el Cuadro 1 está pensada para ayudar a los profesionales a valorar y fomentar la madurez de los adolescentes complementando las herramientas de las que ya dispongan.
El primer paso consiste en cerciorarse de que tanto ellos, como el adolescente y el contexto (espacio, ambiente) reúnen las condiciones necesarias (requisitos) para proceder a valorar la madurez. De no ser así, y según las circunstancias, se deberá posponer la valoración y la toma de decisiones, o bien, se deberá decidir sin hacer partícipe al adolescente y, eso sí, argumentarle a posteriori el porqué no se le tuvo en cuenta (profundizaremos en ello en los apartados siguientes cuando hablemos de la diferencia entre gravedad y riesgo).
Si se cumplen los requisitos, se podrá proceder a valorar la madurez del adolescente a partir de los indicadores propuestos. A este respecto, cabe hacer dos reflexiones. En primer lugar, no se ha establecido una correlación directa entre los indicadores de otros autores y los propuestos porque, a raíz de lo expuesto en el apartado “puntos débiles”, no siempre resulta posible hacerlo y, en todo caso, complicaría enormemente la comprensión del Cuadro 1. De todos modos, cualquier profesional que use alguna de las propuestas de los autores referenciados en el presente artículo, reconocerá o podrá establecer equivalencias con los indicadores del Cuadro 1. En segundo lugar, la lista de indicadores no debe entenderse como un cuestionario que se deba administrar al adolescente ni como una lista de temas a tratar por orden, sino como una ayuda para que el profesional pueda orientar la conversación hacia las cuestiones que le interese valorar.
Durante la valoración de los indicadores puede surgir la duda de si la aparente falta de madurez de un adolescente es real o debida a la presencia de factores condicionantes que estén alterando su madurez temporalmente y que puedan ser gestionados. La forma de valorarlo se expone en los apartados siguientes.
En cuanto al fomento de la madurez, el propio proceso de valoración contribuye a fomentarla. Más allá de eso, la propuesta del Cuadro 1 puede usarse para reflexionar conjuntamente con el adolescente acerca de su personalidad, de su modo de pensar, de su modo de relacionarse con los demás, de su grado de participación comunitaria, así como acerca de decisiones concretas que haya tomado en el pasado, ni que decir de las que tenga que tomar en el presente, aunque no tengan que ver con el motivo de consulta. Sin afán de criticarle ni de enseñarle el proceso “correcto” para tomar una decisión, podrá ser útil mostrarle todos los aspectos que hay que tener en cuenta e incluso explicitarle los aspectos positivos que estén presentes en su razonamiento sin que él sea consciente de ello. No olvidemos que la autoconfianza, el autorespeto y la autoestima favorecen el desarrollo de capacidades para la toma de decisiones y, en último término, favorecen la adquisición de autonomía.
7.2. Apreciaciones y sugerencias sobre los indicadores
Dado que no se trata de averiguar si el adolescente es maduro o inmaduro, sino de establecer su grado de madurez, la lista de indicadores no debe interpretarse como todo lo que debe cumplirse para considerar que el adolescente es maduro, sino más bien como el abanico de aspectos que pueden surgir en la conversación con él. El adolescente será tanto más maduro cuantos más indicadores cumpla, teniendo en cuenta que existen tres escenarios posibles: menores que no son capaces de expresar una opinión, menores maduros para tomar parte en las decisiones y menores maduros para tomar decisiones por sí mismos (Nuffield Council on Bioethics, 2015).
Además, en función del ámbito en el que se esté dando la toma de decisiones, y en función del tipo de decisión a tomar, podría hacerse una selección de los indicadores que fueren más relevantes, de modo que el adolescente sería tanto más maduro para participar en la decisión en cuestión, e inclusive para ser el decisor principal, cuántos más indicadores de entre los seleccionados cumpliere. La selección de indicadores que se hiciere en un momento y ámbito específicos se podría complementar con las propuestas relacionadas de entre las definidas por otros autores y que se han mencionado en este artículo.
7.3. Apreciaciones y sugerencias sobre los requisitos
Los requisitos se entienden como condiciones sin equa non para la toma de decisiones maduras y para la valoración de la madurez, de modo que si no se cumplen, se deberán buscar soluciones antes de empezar la conversación con el adolescente, o bien, ésta no se podrá producir. Tienen que ver con aspectos que permiten forjar un vínculo de confianza entre el adolescente y el profesional para que el primero se abra a una conversación sincera. Algunos ejemplos de requisitos son el estado cognitivo preservado (capacidad suficiente para comunicarse e interactuar con el adulto) o un entorno de intimidad y privacidad. Los profesionales pueden solventar eventuales carencias que se detecten al respecto, por ejemplo, mediante un traductor o cerrando la puerta de la consulta y pidiendo que no se interrumpa la sesión si no es por razones de fuerza mayor.
Mención especial merece el requisito del riesgo. Si hay un riesgo grave para la integridad del adolescente porque tenemos motivos razonables para creer que está desprotegido, que es víctima de abandono o de malos tratos, que puede incurrir en conductas autolesivas, o si está en fase de final de vida con desenlace inminente y por ello no tiene el estado cognitivo preservado, se deberá actuar según criterio de los adultos (profesionales y padres o tutores), aunque no haya habido tiempo para valorar su madurez y hacerle partícipe de las decisiones.
Cabe decir que riesgo y gravedad no son sinónimos, aunque estén relacionados. Atendiendo al diccionario, el riesgo se refiere a la probabilidad de que ocurra un daño, mientras que la gravedad tiene que ver con la importancia o dificultad de superar o resolver un problema ya existente. En otras palabras, el riesgo se refiere a lo que puede ocurrir en un futuro próximo, mientras que la gravedad se refiere a la situación presente del adolescente y requiere un grado de madurez proporcional. Pensemos, por ejemplo, en un adolescente con cáncer avanzado, pero que no esté todavía en fase de final de vida ni, por tanto, con alteración de consciencia o con un malestar intratable. Está en una situación grave y, por lo tanto, la decisión de rechazar un tratamiento requerirá un alto grado de madurez, pero no está en una situación de riesgo por muerte inminente que impida que se valore su madurez y se le haga partícipe del Plan de Decisiones Anticipadas (PDA). Del mismo modo, una adolescente que sea víctima de violencia de género por parte de su pareja está en una situación grave, pero no necesariamente en una situación de riesgo que requiera la actuación inmediata de los servicios de protección de menores en contra de su voluntad.
7.4. Apreciaciones y sugerencias sobre los condicionantes
Los condicionantes, por su parte, son factores que los profesionales detectaran en el transcurso de la conversación con el adolescente, no de antemano, y que no siempre podrán ser solventados o gestionables, pero lo cual no va a impedir necesariamente que se pueda valorar la madurez del adolescente ni que éste no pueda tomar decisiones maduras. Veamos tres ejemplos.
En primer lugar, hay factores condicionantes que no implican falta de madurez e incluso pueden significar lo contrario: la presencia de carencias afectivas, por ejemplo, no implica necesariamente que el adolescente tenga un estado emocional alterado que le impida tener un razonamiento coherente; de hecho, puede suceder justo lo contrario, a saber, que la falta de apoyo emocional por parte del entorno haya propiciado la generación de recursos personales del adolescente y ello haya fortalecido sus capacidades de afrontamiento de las adversidades vitales.
En segundo lugar, hay factores condicionantes transitorios como el estado de estrés crónico sostenido, la presencia de dolor derivado de una enfermedad, o la carencia de cobertura de necesidades básicas que impida un proceso reflexivo adecuado (ej. miedo del adolescente por no saber qué cenará o dónde dormirá). En dichos casos se deberá posponer la valoración de la madurez y la toma de decisiones hasta que dichos factores hayan menguado, o bien, derivar al adolescente o a la familia a otros servicios que les puedan ayudar a solventarlos (ej. servicios sociales).
Y en tercer lugar, hay factores condicionantes como los trastornos mentales o el origen cultural que son características inherentes al adolescente y que, por lo tanto, los profesionales no solo no los pueden cambiar, sino que no deben querer hacerlo. Deben entenderlos como factores que dan información sobre el adolescente y que, por ello, permiten establecer el punto de partida desde el que empezar la valoración de la madurez y el acompañamiento para la toma de decisiones. A este respecto será necesario tener presente la teoría del análisis social interseccional para evitar sesgos en la valoración de la madurez (VVAA, 2019).
Para valorar la posible presencia de condicionantes en la madurez de un adolescente y su interferencia real en la toma de decisiones puede ser útil, siguiendo la sugerencia que aparecía en la Fig. 2, explorar indicadores de madurez en otras áreas de la vida del adolescente. Concretamente, puede resultar útil valorar la madurez del adolescente respecto de otros problemas, de otros momentos de su vida y de su reflexión sobre otras personas. Así, por ejemplo, se puede explorar si hay indicadores de madurez en:
8. Limitaciones de la propuesta
Ciertamente, la propuesta descrita en el presente trabajo no está exenta de limitaciones, dado que la diferencia entre requisitos, indicadores y condicionantes no siempre es diáfana. De entrada, es difícil distinguir entre requisitos y condicionantes por cuanto es muy fina la línea entre lo solventable y lo no solventable, entre lo que se puede detectar a priori y lo que se deberá explorar durante la conversación, entre lo que es o no transitorio, o entre lo que es inherente a la persona y lo que es fruto de una vivencia o de una influencia externa. También es muy fina la línea entre éstos dos (requisitos y condicionantes) y los indicadores, puesto que tanto el hecho de sentirse afectado por la situación (requisito) como la conciencia del adolescente sobre posibles factores que le estén condicionando y su reflexión al respecto pueden ser elementos indicativos de madurez.
Valorar la madurez es un proceso largo que el funcionamiento de los servicios sanitarios y sociales (frecuencia y duración de las visitas) no siempre permite hacer. Determinar qué indicadores de madurez cumple el adolescente no es tarea fácil, puesto que distintos profesionales pueden tener distintos criterios y, por lo tanto, pueden llegar a conclusiones distintas. Cumplir los requisitos no siempre es factible (ej. no todos los servicios disponen de traductores, valorar la gravedad y el riesgo es muy complejo, etc.). Detectar los condicionantes es difícil, porque todas las personas estamos condicionadas por nuestro contexto histórico, político y sociocultural, así como por nuestras experiencias vitales previas. Por otro lado, más allá de la valoración, fomentar la madurez depende de la actitud de los profesionales, es decir, depende de que los profesionales que atienden a adolescentes sean conscientes de su rol educativo y empoderador, y de que lo ejerzan, aprovechando el tiempo que puedan dedicarles y evitando que los problemas de los adolescentes devengan problemas de agenda. Por todo ello, aplicar la propuesta descrita en este trabajo requiere de una formación previa de los profesionales que quieran usarla.
9. Utilidad de la propuesta y reflexiones finales
No obstante, creemos que la propuesta resulta útil, cuanto menos por tres razones: primero, para explicitar la complejidad de la valoración de la madurez y de los procesos de toma de decisiones con adolescentes; segundo, para mostrar que en la valoración de la madurez y en el acompañamiento para la toma de decisiones maduras, la valoración de los indicadores de madurez no se puede separar de la consideración de los requisitos y de los condicionantes de dicha toma de decisiones, los cuales no solo dependen del adolescente, sino también y sobre todo de su entorno y de los profesionales que le atienden; y tercero, para salvar las dificultades conceptuales de las distintas propuestas de indicadores elaboradas anteriormente por otros autores.
La propuesta desarrollada en este artículo quiere ser una herramienta útil para seguir avanzando en el fomento y el respeto de la madurez de las personas menores, de la única forma en que puede hacerse: involucrándolas en los asuntos que les afectan. Y es que para fomentar la madurez de los adolescentes no basta con decirles que tienen derecho a opinar, ni en enseñarles a razonar adecuadamente, porqué, como dijo Benjamin Franklin, “dímelo y lo olvidaré, enséñamelo y lo recordaré, involúcrame y lo aprenderé”.
Agradecimientos
Las reflexiones y propuestas contenidas en el presente artículo surgen de la tesis doctoral de la autora (ver Autor/a, 2019, en Referencias) y han encontrado aplicación práctica en dos proyectos: la constitución del Comité de Ética del Equipo de Asesoramiento Técnico en el Ámbito de Familia (EATAF), del Departamento de Justicia de la Generalitat de Catalunya; y la elaboración de la Guía para valorar la madurez en adolescentes que viven violencias machistas y LGTBIfobias, elaborada por Almena Cooperativa Feminista (ver nota 3). Estos dos proyectos, que se harán públicos próximamente, han retroalimentado las reflexiones iniciales de la autora dando lugar a éste texto. Agradezco a los equipos de ambos proyectos la oportunidad de participar en ellos por el enriquecimiento que supusieron, tanto a nivel profesional, como personal.
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Notas
1. Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (ONU, 1959); Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (ONU, 1989); Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor (España, BOE, n. 15, 1996); Ley 41/2002 básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, (España, BOE, n. 274, 2002); Ley 21/2000, sobre los derechos de información concerniente a la salud y la autonomía del paciente, y la documentación clínica (Cataluña, DOGC, n. 3303, 2000); y Ley 14/2010 sobre los derechos y las oportunidades en la infancia y la adolescencia (Cataluña, DOGC, n. 5641, 2010).
2. El Instituto Universitario Avedis Donabedian de la UAB está elaborando, por encargo del Instituto Municipal de Servicios Sociales del Ayuntamiento de Barcelona, un Sistema de cribado de la vulnerabilidad social infantil. Una de las dimensiones que se contempla es el grado de autonomía moral de los adolescentes, es decir, su capacidad de tomar decisiones.
3. Almena Cooperativa Feminista ha elaborado, por encargo de la Agencia Catalana de Juventud, una Guía para valorar la madurez en adolescentes que viven violencias machistas y LGTBIfobias. Una de las finalidades de uso de la Guía es determinar aspectos relacionados con el plan de intervención y de trabajo con los adolescentes, es decir, ver qué capacidades preservadas tienen, a pesar de la vivencia de violencia, que puedan ser usadas por los profesionales para ayudarles a afrontar la situación.
4. El proyecto europeo YEAH (Youth Engagement in Health Science) tiene como objetivo implicar a los jóvenes en la ciencia médica, capacitándoles para asesorar en el diseño de ensayos clínicos y haciéndoles conscientes de sus derechos al respecto de la participación en los mismos.
5. Quedó desdibujada tras la modificación que el gobierno español hizo, en 2015, de la ley 41/2002 de autonomía del paciente. La ley equivalente catalana (21/2000) sí mantiene esta franja de edad del “menor maduro”.
6. A partir de algunas de estas propuestas se hicieron cuestionarios o test de valoración de la madurez, pero para el objetivo de este artículo no se detallará, sólo se hará mención de los indicadores.