Educación y capacitismo: los límites de la educación inclusiva en España*
Education and ableism:
the limits of inclusive education in Spain
Susana Rodríguez Díaz
Universidad Nacional de Educación a Distancia
srodriguez@madrid.uned.es
* El presente artículo es un resultado del proyecto de investigación Capacitismo: haciendo evidente el último prejuicio. Su influencia en el cumplimiento en España de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (FFI2017-88787-R) financiado por el Programa Estatal de Investigación, Desarrollo e Innovación Orientada a los Retos de la Sociedad del Gobierno de España.
Resumen: La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, aprobada el 13 de diciembre de 2006 por la Asamblea General de la ONU, supuso un avance histórico en el ámbito de la discapacidad al reconocer que el derecho a la educación implicaba el derecho a una educación inclusiva de calidad, afianzándose así una evolución normativa proveniente de anteriores instrumentos internacionales.
Desde el 3 de mayo de 2008, la Convención forma parte del ordenamiento jurídico español, lo que implica que el Estado está obligado a modificar las leyes nacionales que no se correspondan con lo establecido en ella. Sin embargo, diferentes informes han puesto de manifiesto la debilidad de su implantación en España, con el consiguiente incumplimiento de los derechos de las personas con discapacidad. Estas dificultades a la hora de establecer una verdadera educación inclusiva dejan ver cómo en el ámbito educativo se siguen perpetuando concepciones y prácticas capacitistas.
Palabras clave: Capacitismo, discapacidad, educación inclusiva, educación segregada
1. Introducción
El término capacitismo sirve para designar aquellas actitudes o discursos que devalúan la discapacidad frente a una valoración positiva de la integridad corporal que es equiparada a una supuesta condición esencial humana de normalidad (Toboso, 2017).
Impulsado en los Estados Unidos y el Reino Unido durante las décadas de 1960-70 como un concepto similar a sexismo y racismo, evoluciona como parte de los movimientos por los derechos civiles de las personas con discapacidad, pretendiendo hacer evidente y combatir la discriminación hacia un colectivo cuyos cuerpos y capacidades son señaladas como “deficientes” (Wolbring y Guzmán, 2010).
De este modo, tanto los discursos en torno a los derechos de las personas con discapacidad como los estudios académicos cuestionan la preferencia hacia ciertas capacidades que en virtud de un supuesto cuerpo normativo deben poseerse, lo que se ha utilizado para justificar ciertas jerarquías de derechos, así como la estigmatización y discriminación de aquellos que presentan diferencias -reales o percibidas- respecto a tales capacidades, siendo etiquetados como “deficientes” (Toboso, 2017).
Asumir la normatividad de un conjunto de capacidades inherentes al cuerpo es el primer paso para caer bajo lo que Toboso y Guzmán (2010: 77) denominan la “mirada capacitista”, que se define mediante prácticas, representaciones y valores que generan un cuerpo normativo; sirviendo, además, como criterio de normalidad y única alternativa de funcionamiento, pese a la realidad de la existencia de cuerpos y, por ende, funcionamientos diversos. Como consecuencia, el capacitismo opera como discurso de poder y dominación, presentándose como “esquema mental” que se transmite a través de los distintos sistemas simbólicos. La noción de capacitismo conduce a la de “funcionamiento único” (en analogía con la noción de “pensamiento único”), al considerarse que el conjunto de capacidades favorecidas por el capacitismo constituyen la única alternativa de funcionamiento posible (Toboso, 2017).
Para Kumari Campbell (2009), los estudios sobre capacitismo pueden contribuir a repensar la discapacidad, ya que el capacitismo -como ocurre con el racismo- ha conducido a su devaluación al considerarla como algo intrínsecamente negativo. El ideal capacitista, que implícitamente sostiene formas normativas que deben adoptar los cuerpos -o, al menos, esforzarse por hacerlo- impide concebir la diferencia, imaginando otras formas de “esencialidades” humanas.
Uno de los entornos sociales en los que más evidente se hace la mirada capacitista es el ámbito educativo. La pervivencia de este esquema de pensamiento se manifiesta, como veremos, en la evolución normativa y en las prácticas en el entorno educativo español, convirtiendo el camino hacia una educación inclusiva en un ideal sin plena consolidación.
2. El largo camino hacia el ideal de la educación inclusiva
El derecho la educación es un derecho fundamental que ocupa un lugar central dentro de los derechos humanos, encontrándose ya presente en el artículo 26 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. El derecho a la educación corresponde a todas las personas, independientemente de sus particularidades culturales, sociales, económicas, étnicas, religiosas, de género, idioma o condición de discapacidad (CERMI, 2020).
En España, el camino -aún inacabado- hacia una educación inclusiva que incorpore la importancia de considerar la diversidad del alumnado y la adaptación del sistema educativo a sus necesidades específicas, ha pasado por un modelo educativo excluyente que se puede dividir en dos etapas. En primer lugar, la segregación educativa -que considera que se consigue una educación de mayor calidad cuando se forman grupos homogéneos de alumnos-; y, en segundo lugar, la integración educativa -que supone que el alumnado con discapacidad debe adaptarse al sistema educativo ordinario-, pudiendo integrarse en éste siempre y cuando haya sido “rehabilitado” en una escuela “especial” (Rodríguez Díaz y Toboso, 2018).
Durante mucho tiempo las personas con discapacidad (especialmente las de tipo intelectual) no habían sido consideradas como dignas de recibir educación. En la primera mitad de la década de los años setenta del siglo XX, en España se asumía la división establecida en 1965, en virtud de la cual los educandos “subnormales” -según la terminología de la época- con un coeficiente intelectual superior a 0,50 se consideraban educables y susceptibles de atención por parte del Ministerio de Educación, mientras que aquellos que no llegaban a ese nivel quedaban bajo la atención del Ministerio de la Gobernación (Alonso y Araoz, 2011).
El punto de partida de la Educación Especial era la consideración de que determinados individuos presentan ciertos déficits (“minusvalías”) que precisaban de una atención específica. De este modo, la UNESCO la definió como “forma enriquecida de educación tendente a mejorar la vida de aquellos que sufren diversas minusvalías; enriquecida en el sentido de recurrir a los métodos pedagógicos modernos y al material técnico adecuado para remediar ciertos tipos de deficiencias” (UNESCO, 1977: 11).
Se trataba, por tanto, de una actividad distinta del sistema educativo ordinario y específica para ese grupo de personas que, en virtud de su deficiencia -explicada por causas fisiológicas-, necesitaban de una pedagogía diferente, lo que tiene como resultado una escolarización segregada. Además, esta modalidad se consideraba como la última oportunidad educativa para los que no alcanzaban un rendimiento medio en el sistema educativo ordinario, todo esto encuadrado en el contexto de una escuela competitiva en la que imperaba la valoración de las capacidades y rendimientos de tipo intelectual (Arnáiz, 1988).
Más adelante, al cuestionarse el origen constitucional e incurable de estos déficits, comienzan a tenerse en cuenta los factores sociales y culturales que podrían estar influyendo en el desempeño académico, dando paso a nuevas definiciones en las que las diferencias de la norma ya no se consideran razones válidas para que las personas no pudieran tener la oportunidad de aspirar a un desarrollo óptimo (Marchesi et al, 2002).
La UNESCO redefine entonces el concepto de Educación Especial como “forma de educación destinada a los que alcanzan o es imposible que alcancen a través de acciones educativas normales los niveles educativos sociales y otros apropiados para su edad, y que tienen como objetivo promover su progreso hacia otros niveles” (UNESCO-OIE, 1983: 30), lo que supone centrarse en la situación de desventaja que tienen los sujetos en su aprendizaje en relación a los niveles exigidos, dejando por ello de lado la idea de minusvalía o deficiencia (Arnáiz, 1988).
Con el surgimiento del concepto de “necesidades educativas especiales” a raíz del Informe Warnock (1978), elaborado por la Comisión de Educación de Gran Bretaña -en el que se propone que la categorización tradicional de la discapacidad debería desaparecer-, se empieza a considerar que los fines educativos son los mismos para todos los alumnos (ya que todos tienen necesidades educativas), si bien determinados alumnos, por diversas razones, pueden necesitar ayudas especiales que deben ser valoradas y establecidas. Este concepto abre una nueva etapa en la Educación Especial, utilizado por primera vez en la LOGSE (1990) y consolidado a nivel mundial en la Declaración de Salamanca sobre Necesidades Educativas Especiales, de 1994 (Alonzo y Araoz, 2011).
El concepto de necesidades educativas especiales implica, por tanto, la existencia de dificultades de aprendizaje que no pueden ser resueltas a través de las personas y medios ordinarios, necesitando una ayuda extraordinaria. Es decir, se considera que un alumno tiene necesidades educativas especiales cuando presenta dificultades en su aprendizaje que necesitan de recursos educativos especiales para atenderlas (Echeita, 1989).
La Educación Especial pasaría a entenderse entonces como un conjunto de recursos que posee el sistema educativo para optimizar el proceso de desarrollo de determinados alumnos que lo puedan necesitar, con el objetivo de conseguir una mayor integración, estableciéndose un continuo de necesidades del alumnado, desde las ordinarias hasta las especiales (Cano Esteban y Rodríguez Díaz, 2015).
Como puede observarse, esto conlleva un giro importante en la concepción de la Educación Especial, ya que deja de considerarse como una modalidad separada del sistema educativo general para pasar a considerarse como parte del mismo. Además, implica el cambio desde la concepción de las diferencias como manifestaciones de patologías de los individuos a asumir que existen diferencias físicas, intelectuales y socioculturales entre las personas. El énfasis deja de situarse, por tanto, en la deficiencia individual, pasando a colocarse en la respuesta educativa que la institución debe ofrecer. En definitiva, el concepto de que hay alumnos con necesidades educativas especiales implica tanto una valoración no peyorativa de la diversidad como la creación de nuevos recursos por parte de la escuela ordinaria (González García, 2009).
Sin embargo, y como explicaremos a continuación, este concepto de Educación Especial también se ha visto cuestionado ya que, a pesar de todo, sigue considerándose como algo diferente del hecho educativo general.
A este respecto, puede ser pertinente preguntarse si toda educación no debería ser “especial” en el sentido de atender a las características y necesidades propias de cada estudiante. No hay que olvidar que lo que denominamos educación “ordinaria” ha estado ligada, desde sus orígenes, a las necesidades percibidas de una mano de obra alfabetizada y disciplinada. De hecho, y a pesar de su importancia como agente socializador y como medio de reducir desigualdades, el sistema educativo ha tendido a expresar y confirmar las desigualdades existentes, además de utilizar métodos de enseñanza que se han basado, en gran medida, en unificar rasgos y homogeneizar. Esto se ha reflejado tanto en la pedagogía como en la existencia de pruebas estandarizadas que todos los estudiantes deben superar para ir ascendiendo en una escala educativa que responde a una idea de proceso lineal idéntico para todos los que siguen una trayectoria académica.
Desde mediados de los años ochenta y principio de los noventa del sigo XX, se inicia a nivel internacional un movimiento del que forman parte profesionales, familias y personas con discapacidad, criticando que la Educación Especial, a pesar de estar al servicio de la integración escolar, permaneciera como un entorno aislado, apartado de la educación ordinaria.
Según este movimiento, todos los alumnos deberían estar escolarizados en aulas ordinarias, y las separaciones por razón de género, lengua o pertenencia a un grupo minoritario deberían ser mínimas. El movimiento de la Escuela Inclusiva reclama la necesidad de establecer distintas maneras de atender al alumnado, proponiendo nuevas formas de plantear la diversidad de necesidades educativas en el aula. Esta corriente, surgida a partir de la Conferencia Mundial de Educación para Todos, celebrada en 1990 en Jomtien (Tailandia), tiene un objetivo que va más allá de la integración: reestructurar las escuelas para responder a las necesidades de todos los niños (Martínez Abellán, De Haro Rodríguez y Escarbajal Frutos, 2010).
El concepto de Escuela Inclusiva, al demandar una transformación del sistema escolar y proporcionar una filosofía basada en el principio democrático e igualitario que valora positivamente la diversidad (Stainback y Stainback, 1999) podría constituir un excelente punto de partida para un cambio en la concepción de la educación, yendo va mucho más allá de la atención a las necesidades de las personas con discapacidad para atender también a la singularidad de cada ser humano que es escolarizado.
Como estamos viendo, la educación inclusiva asume la idea de la diversidad del alumnado en diferentes aspectos, considerando por ello que es el sistema educativo el que debe adaptarse a cada estudiante. El alumno con discapacidad debe ser uno más, teniendo las mismas oportunidades de aprendizaje, y recibiendo aquellos apoyos que necesite. Esto implica que las escuelas ordinarias y su profesorado deben estar preparados para ofrecer tales oportunidades, atendiendo de este modo al derecho a una educación de calidad, en convivencia y adaptada a las distintas necesidades (Alonso y Araoz, 2011).
A pesar de ello, y como veremos en el siguiente apartado, el marco normativo español permite aún la coexistencia de dos sistemas de educación -ordinario y especial- con estándares educativos muy diferentes que dejan a los alumnos con discapacidad en un entorno de menor expectativas sobre su rendimiento por parte tanto de los maestros como de la administración.
Aunque las estadísticas disponibles parecen indicar un alto porcentaje de inclusión educativa, subyace un patrón estructural discriminatorio de exclusión y segregación hacia el alumnado con discapacidad, que se asienta en una mentalidad capacitista. Esto afecta muy especialmente al alumnado con discapacidad intelectual o psicosocial, y con discapacidad múltiple. De este modo, niños y niñas con discapacidad intelectual son segregados en aulas especiales dentro de centros ordinarios, pasando más tiempo en la unidad de apoyo o en el aula especial que en el aula ordinaria. Por ello, es necesario advertir que la escolarización de un alumno con discapacidad en un centro ordinario no es necesariamente sinónimo de educación inclusiva. Para atender adecuadamente las necesidades de este alumnado en el aula, y para el logro de una atención educativa de calidad, resulta imprescindible la incorporación de profesorado de apoyo y de orientadores en los centros ordinarios (Casanova, 2011.
Para una correcta escolarización de alumnado con necesidades educativas especiales, el profesorado debería recibir formación de manera permanente: sobre las características del alumnado al que va a impartir clase y sobre la mejor forma de integrar a todos los alumnos. En la enseñanza integrada actual solamente el currículo formativo de los profesores de educación infantil y primaria incluye formación específica sobre alumnos con necesidades educativas especiales (no así el de secundaria) (Cano Esteban y Rodríguez Díaz, 2015).
3. La “puerta siempre abierta” hacia la exclusión en las leyes de educación
Las dimensiones inclusivas del derecho a la educación -entre las que se incluye la discapacidad- han sido establecidas a través de diversos instrumentos internacionales bajo la forma de Convenciones, Recomendaciones, Declaraciones, Marcos de Acción y Pactos, habiendo sido incorporadas al ordenamiento normativo español, bien de modo vinculante por ser tratados internacionales de obligado cumplimiento, o bien bajo la forma de compromisos al tratarse declaraciones o recomendaciones.
La Declaración Mundial sobre la Educación para Todos (1990), las Normas Uniformes sobre la igualdad de oportunidades para las Personas con Discapacidad (1993), la Declaración de Salamanca y Marco de Acción para las Necesidades Educativas Especiales (1994), la Declaración Mundial sobre la Educación Superior en el Siglo XXI (1994), la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (2006) y el Objetivo del Desarrollo Sostenible número 4 de la Agenda 2030 constituyen medidas de derecho y política internacionales que muestran la creciente toma de conciencia del derecho de las personas con discapacidad a recibir una educación inclusiva. En estos documentos se consolidan los conceptos fundamentales para hacer realidad el acceso a la educación para todos, así como las bases normativas de la educación en sus distintas modalidades (CERMI, 2020).
Sin embargo, en España, al tiempo que se han ido adquiriendo estos compromisos, se han continuado aplicando normas y procedimientos de escolarización que facilitan la marginación y segregación de alumnos con discapacidad, lo que pone en evidencia la pervivencia de esa “mirada capacitista” que perpetúa el que se siga viendo como algo natural que las personas cuyo funcionamiento corporal no se corresponde con aquel considerado como normal sean apartadas de aquellos que sí parecen encajar dentro de estos estándares normativos. A continuación, esbozamos la trayectoria que ha seguido la legislación en materia de educación en relación a las personas con discapacidad en las últimas décadas.
La Constitución española (1978) expresa en su artículo 49 que los poderes públicos “realizarán una política de prevención, tratamiento, rehabilitación e integración de los disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos, a los que prestará la atención especializada que requieran”.
La consolidación de estos cuatro principios llegaría cuatro años después con la promulgación de la Ley 13/1982, de 7 de Integración Social de los Minusválidos (LISMI), hoy derogada. En su “Sección Tercera”, en los artículos 23 al 31, se exponía el modelo educativo dirigido hacia las personas con discapacidad, declarando que este alumnado “se integrará” en el sistema ordinario de educación general, recibiendo para ello los apoyos necesarios previstos por la misma Ley (art. 23.1). Se concebía entonces la Educación Especial como un proceso integrador, flexible y dinámico con aplicación personalizada en los diferentes niveles y grados del sistema educativo, en particular los obligatorios y gratuitos (art. 26.1) (Cano Esteban y Rodríguez Díaz, 2015).
La Educación Especial se reguló como parte integrante del sistema educativo a partir del Real Decreto 334/1985, de 6 de marzo, de ordenación de la educación especial, el cual reiteraba lo establecido en la LISMI respecto a la escolarización integrada en centros ordinarios con los apoyos y adaptaciones precisas, si bien se mantenía la posibilidad de escolarización segregada, en unidades o centros especiales, en aquellos casos en los que la inadaptación de la situación lo aconsejase (Fernández Santamaría, 2011).
Como veremos, la condición que hace posible en la práctica la segregación del alumnado con discapacidad en centros de educación especial se mantendrá presente en las diferentes normativas promulgadas, aunque se vaya expresando de modo diferente.
Por ello, se puede hablar de una “puerta abierta” a través de la cual estos alumnos son obligados, a través de informes técnicos y resoluciones judiciales, a abandonar su proceso educativo en centros ordinarios, siéndole impuesta una educación segregada en centros especiales (Cano Esteban y Rodríguez Díaz, 2015).
Tal y como hemos apuntado en el apartado anterior, hasta mediados de los años ochenta la escolarización del alumnado con discapacidad se realizaba de manera generalizada en centros segregados. La integración del alumnado con discapacidad en las aulas ordinarias comenzó a partir de la Orden de 20 de marzo de 1985, sobre planificación de la educación especial y experimentación de la integración en el curso 1985/86. Los centros de educación especial quedaron entonces para la atención específica al alumnado que, por la gravedad de su caso no podría ser escolarizados en los centros ordinarios (Casanova, 2011).
El concepto de “necesidades educativas especiales” propuesto por el ya mencionado Informe Warnock (1978) fue utilizado por primera vez en España en la Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE), consolidándose a nivel internacional en la Declaración de Salamanca sobre las Necesidades Educativas Especiales, de 1994, aprobada por la Conferencia Mundial sobre Necesidades Educativas Especiales: Acceso y Calidad (UNESCO, 1994).
La Declaración de Salamanca plantea la educación inclusiva para todos los alumnos, independientemente de sus diferencias individuales; esto incluye a los estudiantes con discapacidades graves. No obstante, se deja la “puerta abierta” al plantear la posibilidad de que, en algunos casos, no sea posible la asistencia a centro ordinarios “cuando hubiera razones de peso” (UNESCO, 1994: 3).
El “Marco de Acción” en el Informe final de la UNESCO sobre esta conferencia intenta suavizar estas afirmaciones al declarar que, incluso en estos casos, “no es necesario que su educación esté completamente aislada. Se deberá procurar que asistan a tiempo parcial a escuelas ordinarias” (UNESCO, 1994: apartado 19).
Años más tarde, la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOE) contribuyó a facilitar el camino hacia la educación inclusiva al promocionar la autonomía de los centros para adaptar la normativa a las características particulares de su entorno, así como la flexibilidad del sistema en sus aspectos pedagógicos y organizativos (Casanova, 2011).
La Educación Especial se regularía en la LOE como parte de las enseñanzas de régimen general del sistema educativo que, en virtud del artículo 3.8, debían adaptarse al alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo para asegurar su acceso, permanencia y progresión en el sistema educativo. Sin embargo, en su artículo 74, esta ley dejaba de nuevo la “puerta abierta”, al establecer que la escolarización del alumnado con necesidades educativas especiales podría llevarse a cabo en unidades o centros de educación especial “cuando sus necesidades no puedan ser atendidas por los centros ordinarios” (Rodríguez Díaz y Toboso, 2018).
La Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, aprobada el 13 de diciembre de 2006 por la Asamblea General de la ONU (ONU, 2006), ha supuesto un avance histórico en el ámbito de la discapacidad al recoger explícitamente que el derecho a la educación es el derecho a una educación inclusiva de calidad (artículo 24, apartados 1 y 2), afianzando así una evolución normativa en educación que proviene de anteriores instrumentos internacionales: Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 26), Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (artículo 13), y la Convención sobre los Derechos del Niño (artículo 23) (Rodríguez Díaz y Toboso, 2018).
A pesar de que la Convención supuso un importante cambio en el tratamiento de la discapacidad, los avances que se han producido en los últimos años han sido menores de los esperados. Diferentes informes han puesto de manifiesto la debilidad de su implantación y, por consiguiente, el incumplimiento de los derechos de las personas con discapacidad. Queda mucho camino por recorrer para que el cumplimiento de la Convención sea una realidad efectiva y para que lo establecido en ella sea respetado (De Asís, 2016).
Ya en el Informe 2012, elaborado por el Defensor del Pueblo (citado en CERMI, 2014: 57), se afirmaba que la Ley 26/2011, de 1 de agosto, de adaptación normativa a la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad no abordaba las reformas necesarias para ajustar a las exigencias de la misma la legislación educativa española que, si bien a nivel de principios se ajusta a la Convención, contiene preceptos que no reflejan adecuadamente el concepto de educación inclusiva. La Convención aboga por una educación inclusiva en la comunidad en la que vivan los alumnos y en el marco del sistema general de educación, en cuyo ámbito deben realizarse “ajustes razonables” en función de las necesidades individuales de los alumnos. Esto implica que se implantarán medidas de apoyo personalizadas y efectivas que fomenten su desarrollo académico y social, de conformidad con el objetivo de la plena inclusión.
Con anterioridad, el Informe de 2007 del Relator Especial de la ONU sobre el Derecho a la educación, al analizar los problemas para la realización del derecho a la educación del alumnado con discapacidad incluía, entre otros; los conocimientos inadecuados de los maestros y los administradores, las restricciones en materia de recursos y la atención inadecuada que se presta a las necesidades de educación especial de los estudiantes en la educación general (CERMI, 2014: 167).
A pesar de las Recomendaciones del Comité de la ONU de los Derechos de las Personas con Discapacidad al Estado español, en su Sexta sesión (19-23 septiembre 2011) como Conclusiones de los informes presentados por España, en la reforma educativa expresada en la Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa (LOMCE), se mantiene el incumplimiento de las disposiciones de la Convención, vulnerando el derecho de educación del alumnado con discapacidad. Según señala el CERMI (2014: 55-56), se continúa con la segregación y la exclusión, empleando argumentos económicos para justificar la discriminación, y matriculándose a niños en programas especiales de educación en contra de la voluntad de sus padres y sin darles posibilidad de apelación.
Y todo ello a pesar de que en la Estrategia Española sobre Discapacidad 2012-2020 se establecía que las personas con discapacidad y, especialmente, los niños y niñas, deben integrarse adecuadamente en el sistema educativo general con el apoyo individual necesario, a la vez que se proponen, como medidas estratégicas: impulsar la detección precoz de las necesidades educativas especiales, potenciar la formación continuada de todo el profesorado y promover una educación inclusiva en todas las etapas educativas con los medios de apoyo que sean necesarios (Cano Esteban y Rodríguez Díaz, 2015).
El Informe de la investigación relacionada con España bajo el artículo 6 del Protocolo Facultativo elaborado por el Comité de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, advierte que el marco normativo español permite la coexistencia de dos sistemas de educación -ordinaria y especial- con estándares educativos diferentes que sitúan a los alumnos con discapacidad en una posición en la que tanto los maestros como la administración esperan de ellos un menor rendimiento. Si bien las estadísticas parecen indicar un elevado porcentaje de inclusión educativa, a menudo se considera erróneamente que la incorporación de alumnos con discapacidad en centros ordinarios sin los apoyos necesarios constituye un ejemplo de educación inclusiva (ONU, 2018).
La reciente Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOMLOE) ha sido objeto de numerosas críticas por parte de asociaciones como la Alianza por la Educación Inclusiva y contra la Segregación Escolar (Save the Children, Fundación Secretariado Gitano y CERMI), ya que continúa sin suponer un avance significativo hacia la educación inclusiva pues no se garantiza la libertad de elección de las familias de personas con discapacidad de la modalidad educativa ni se termina con el incumplimiento estructural de los mandatos de derechos humanos que se viene dando en España.
4. Universitarios con discapacidad: haciendo la carrera… “de obstáculos”
En los últimos años, la situación de las personas con discapacidad que realizan estudios universitarios ha experimentado grandes mejoras, tanto en el plano normativo como en la toma de conciencia y apoyos efectivos. Sin embargo, la presencia de este colectivo en los niveles educativos superiores continúa siendo muy pequeña en relación al total de estudiantes universitarios españoles.
La enseñanza universitaria se regula por dos normas específicas, la Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre de Universidades, y la Ley Orgánica 4/2007, de 12 de abril, por la que se modifica la Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre de Universidades. Esta última supuso un importante avance al establecer normas que recogieron la necesidad de garantizar la igualdad de oportunidades para los estudiantes, proscribiendo la discriminación, y creando entorno accesibles y adaptados. De este modo, en el texto se afirmaba que las universidades “garantizarán la igualdad de oportunidades de los estudiantes y demás miembros de la comunidad universitaria con discapacidad, proscribiendo cualquier forma de discriminación y estableciendo medidas de acción positiva tendentes a asegurar su participación plena y efectiva en el ámbito universitario”; y que “promoverán acciones para favorecer que todos los miembros de la comunidad universitaria que presenten necesidades especiales o particulares asociadas a la discapacidad dispongan de los medios, apoyos y recursos que aseguren la igualdad real y efectiva de oportunidades en relación con los demás componentes de la comunidad universitaria” (disposiciones adicionales 24.1 y 3).
Sin embargo, las personas con discapacidad continúan experimentando dificultades para acceder a los ciclos superiores de enseñanza, lo que supone la vulneración del derecho a la educación inclusiva, e influye a su vez en la inserción laboral de este colectivo que, en comparación con las personas sin discapacidad, experimenta mayores tasas de desempleo, accediendo en muchos casos a trabajos de bajo nivel y escasos ingresos.
A continuación, expondremos algunos de los datos recogidos por el CERMI en su estudio sobre Universidad y discapacidad. La inclusión de las personas con discapacidad en la Universidad española (2020), que se basan en la información estadística obtenida en España sobre la comunidad universitaria con discapacidad en el IV Estudio sobre el grado de inclusión del sistema universitario español respecto de la realidad de la discapacidad 2018, elaborado por la Fundación Universia con la colaboración del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI), Fundación ONCE, el Real Patronato sobre Discapacidad y la Conferencia de Rectores de Universidades Españolas (CRUE).
La información recogida en este estudio parte de una muestra significativa gracias a la participación de 72 universidades pertenecientes a todas las Comunidades Autónomas de España, la colaboración de 1.720 estudiantes universitarios con discapacidad, y el análisis secundario de datos recopilados por organismos públicos y privados, especialmente el Informe de Datos y Cifras del sistema universitario español (2016-17), y la Guía de Atención a la Discapacidad en la Universidad 2018 de la Fundación Universia.
El número total de estudiantes con discapacidad que cursan estudios universitarios en España es de 21.435, lo que representa un 1,5 % respecto al total del alumnado. En comparación con los datos obtenidos en el II Estudio Universidad y Discapacidad, relativos al curso 2013-14, que cifraban la proporción de estudiantes con discapacidad en 1,3 % del total de la comunidad universitaria, se ha producido por tanto un aumento de la población universitaria con discapacidad.
La proporción de estudiantes con discapacidad es más alta en las universidades públicas (1,5%) que en las privadas (1,2%), lo que se debe en gran medida a la gratuidad de la matrícula de las primeras. Hay más estudiantes que optan por la modalidad a distancia (4,1 %) en lugar de la presencial (1 %), al existir mayor facilidad en esta modalidad de estudios en relación al acceso, a accesibilidad de la información, así como flexibilidad para adaptarse a sus necesidades educativas. Dentro de las universidades públicas, 11.856 estudiantes con discapacidad estudian en universidades presenciales y 7.396 en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) -única universidad pública española de ámbito estatal de modalidad no presencial. En las universidades privadas hay más estudiantes con discapacidad matriculados en la modalidad no presencial (1.719) que en la modalidad presencial (464). En relación a los estudios que cursan, el 54,7 % realizan grados en Ciencias Sociales y Jurídicas; un 25,6 % elige Ciencias, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas; y un 19,7 % estudia Artes y Humanidades.
De todos los alumnos con discapacidad cuyo tipo de discapacidad ha sido recogido (11.232), 55,9% tienen discapacidad física, 26,5% poseen discapacidades psicosociales/intelectuales/del desarrollo, y un 17,6% discapacidad sensorial. Además, la proporción de estudiantes con discapacidad física y con discapacidad sensorial aumenta conforme más alto es el nivel de estudios en relación con otros tipos de discapacidad. Asimismo, a medida que avanzan los estudios universitarios, la representación de personas con discapacidad va disminuyendo: 1,8% son estudiantes de Grado; un 1,2 % cursa Posgrado y Máster; y solamente un 0,7 % realiza el Doctorado. A la vista de estos resultados, puede afirmarse que cuanto mayor es el nivel educativo, menor es la presencia de las personas con discapacidad.
Por otra parte, hay que señalar que todas las universidades que han participado en el estudio cuentan con un servicio de atención al alumnado con discapacidad, y un 46% cuenta con un sistema de evaluación propio para evaluar estos servicios. El 76% de los servicios de atención al alumnado con discapacidad desarrolla programas y acciones orientadas a los preuniversitarios con discapacidad; un 90% realiza acciones de tutorización y/o seguimiento de los estudiantes con discapacidad; y un 68% cuenta con servicio de orientación psicoeducativa. Además, el 74% de las universidades afirma que existe participación de estudiantes con discapacidad en programas de movilidad internacional implementados en su universidad.
En lo relativo a la accesibilidad, el 84% de las universidades han evaluado sus niveles de accesibilidad y un 42% ha implementado planes de accesibilidad universal y diseño para todos. Un 43 % de las universidades han incluido la variable discapacidad en el diseño de los planes de estudios de los distintos grados universitario; además, dos de cada tres universidades tiene actividades de Investigación+Desarrollo+Innovación relacionadas con la discapacidad. También hay que señalar que el 86 % de las universidades cuentan con normativa específica que regula el derecho a la igualdad de oportunidades de los estudiantes con discapacidad.
Respecto a las adaptaciones y productos de apoyo, las más comunes son la reserva de asiento en el aula (17,5%), la dotación de mobiliario adaptado (15,3%), la grabación de las clases (12,9%), la aportación de intérpretes de Lengua de Signos (12,2%), el acceso a pizarras y tarimas (10,5%), la grabación de textos en soporte audio (9,4%), transcripciones al braille (9,7%) y ampliación de textos (6,6%). Además, existen bucles magnéticos en salones de actos y materiales educativos accesibles. Asimismo, un 88% de las universidades posee programas de adaptaciones curriculares, y un 50,9% de las universidades públicas cuentan con una Web certificada por la Web Accesibility Initiative.
Aunque los datos estadísticos reflejan una mejora en el acceso de las personas con discapacidad a la educación universitaria, el progreso es muy lento y se fragua en las etapas previas a la universidad -secundaria y, especialmente, bachillerato- cuando este colectivo tiene que enfrentarse a múltiples obstáculos que determinan que a menudo no consiga llegar a la universidad. Entre las barreras que el CERMI señala en su estudio como previas al acceso a la universidad se encuentran la falta de adaptación curricular para atender a la diversidad de capacidades, intereses y ritmos de aprendizaje que convergen en el aula; la inexistencia de formación y motivación del profesorado; así como la insuficiente atención al proceso de transición a la universidad. Por otra parte, son de importancia factores en relación con la percepción de la valía persona y social, así como el apoyo familiar, tanto a nivel económico como actitudinal; en este sentido, la sobreprotección excesiva puede desanimar a la persona con discapacidad a la hora de realizar estudios superiores.
Otro tipo de barreras son aquellas que se ponen de manifiesto en el momento de acceder a la universidad, ya que las pruebas de acceso y los procesos de ingreso a la universidad no se ofrecen en condiciones de igualdad de oportunidades para el alumnado con discapacidad, que a menudo no cuentan con adaptaciones y recursos adecuados. Además, en muchas universidades no existe un protocolo que garantice un procedimiento de admisión y matrícula inclusivo y accesible.
Asimismo, existe una relación directa entre el nivel de accesibilidad en una universidad y la autonomía con el que los estudiantes se desenvuelven en ella. Aún existen centros universitarios -especialmente públicos-, que no cuentan con planes de accesibilidad universal y diseño para todos. Las barreras de accesibilidad con las que el alumnado con discapacidad se encuentra son más frecuentes en las universidades públicas (20,9 %) que en las privadas (18,3 %), y más habituales en la modalidad presencial (27,1 %) que en la no presencial (9,4 %). El aula es el lugar en el que más barreras de accesibilidad perciben (51,5 %), seguido de la falta de accesibilidad en el material facilitado por los profesores (36,6 %) y los espacios comunes (34,4 %).
A las dificultades inherentes al proceso de transición a la Universidad se suma la implantación del modelo formativo del Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) en el que destaca el aprendizaje autónomo, el manejo de competencias y el papel activo del estudiante en su proceso de aprendizaje, lo que contrasta con el enfoque basado en los contenidos (por la importancia que tienen las pruebas de acceso a la universidad) que prevalece en Secundaria y Bachillerato. Este cambio de modelo para muchos estudiantes con discapacidad es complicado y, sin recibir los apoyos suficientes, puede conducir al desánimo y al abandono de los estudios.
A esto hay que sumar que la mayor parte de los docentes desconocen la normativa en materia de discapacidad que regula los derechos del alumnado, sus obligaciones con respecto a ellos y los ajustes que deben realizar para facilitar su proceso de aprendizaje. Además, al profesorado no se le dota de competencias que le permitan ejercer los principios de una educación inclusiva.
Por último, es importante destacar una de los principales obstáculos que experimentan las personas con discapacidad en el entorno universitario: es la persistencia de mitos y falsas creencias en relación a su condición. La insuficiente empatía y toma de conciencia sobre la discapacidad por parte del personal docente, de administración y servicios, así como de los demás estudiantes, impide una participación e integración amplia y plena en la vida universitaria.
5. Conclusiones
Como hemos mostrado a lo largo del presente texto, los avances que se han ido consiguiendo en las últimas décadas en relación a la inclusión en el sistema educativo del colectivo de personas con discapacidad son incompletos e insuficientes en virtud de una estructura de prácticas, representaciones y acciones capacitistas que continúan naturalizando la segregación de las personas que no se corresponden con el ideal normativo de un cuerpo y un funcionamiento del mismo enaltecido y justificado como el único digno de consideración. De este modo, en España, al tiempo que se han ido adquiriendo compromisos internacionales en materia de inclusión educativa, se han continuado aplicando normas y procedimientos de escolarización que facilitan la marginación y segregación de los alumnos con discapacidad
El “funcionamiento único” del que hablábamos en la introducción de este texto impregna diferentes estratos de la estructura social, y se hace especialmente patente en un sistema educativo que utiliza, en gran medida, métodos de enseñanza que se basan en la homogeneización de contenidos y de pruebas de medición de resultados que permiten progresar en la escala educativa, respondiendo a una idea de proceso lineal idéntico para todos los que siguen esa trayectoria, todo ello en un contexto competitivo que valora el éxito académico para aquellos que encajan dentro de planes de estudio que dan prioridad a determinadas materias y habilidades.
Un sistema educativo capaz de garantizar el cumplimiento del derecho a la educación para todos debería construirse a partir de un cambio de mentalidad en el sentido de considerar la diversidad como algo natural -en vez de ocultarla o apartarla-, así como del establecimiento de una comunidad en la que se incluya la misma, respondiendo a las necesidades individuales de cada estudiante para lograr un pleno desarrollo académico y social. De este modo, las personas con discapacidad dejarían de ser consideradas como inferiores y diferentes, y pasarían a ser respetadas como ciudadanos de pleno derecho que -si se les permite y facilita- pueden participar y contribuir de forma valiosa y singular al conjunto de la sociedad.
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