¿Contradice la zarigüeya de Schrödinger a Martin Heidegger?
Reseña de: MONSÓ, Susana. La Zarigüeya de Schödinger, Madrid, Plaza y Valdés, 2021. 260 pp.
ISBN:978-84-17121-38-9
Martin Heidegger definió al ser humano como ser-para-la-muerte. Con esto, Heidegger nos quería decir que el ser humano (presuntamente, al menos, a diferencia de otras especies) tiene presente la muerte como punto final de su existencia, lo cual marca su forma de vivir y estar en el mundo hasta ese fatal e ineludible destino. Esto es lo que caracteriza al ser humano porque supone una diferencia fundamental con otro tipo de animales. Pero, ¿hasta qué punto tenía razón Heidegger? Y, aún más relevante ¿cuán especiales nos hace eso?
La primera es una pregunta empírica, cuya respuesta exige, no obstante, cierto trabajo de conceptualización filosófica. Solo tras un examen empírico podremos saber si los animales también comprenden la muerte, si la comprenden de una manera radicalmente diferente a cómo la comprenden los seres humanos, o si, incluso, podemos aprender algo acerca del modo de comprender la muerte que tienen los animales. Este trabajo es arduo, pues exige combinar trabajo filosófico e indagación empírica acerca del comportamiento de los animales y su relación con la muerte. ‘La zarigüeya de Schördinger. Cómo viven y entienden la muerte los animales’, escrito por Susana Monsó, inicia un camino altamente prometedor para resolver estas cuestiones y avanza algunas respuestas que, sin duda, son indispensables para poner en cuestión los posibles presupuestos antropocéntricos que rodean nuestra reflexión acerca de la muerte.
A través de varios personajes y casos reales (la hormiga que asistió a su propio entierro, la ballena que paseó a su bebé muerto por medio mundo, la chimpancé que jugaba a mamás y papás con los cadáveres, el perro que confundió a su humano con un tentempié, el elefante que coleccionaba marfil, la mismísima zarigüeya de Schrödinger y el ese extraño animal que llevaba flores a sus muertos), Monsó explica cómo la muerte está presente en la vida de los animales y qué nos dicen estos hechos sobre su comprensión de ésta. Comenzando por la hormiga que asistió a su propio entierro, Monsó nos explica que no todas las reacciones a la muerte implican la presencia de un concepto de muerte. No es lo mismo una ‘reacción cognitiva’ que una ‘reacción estereotípica’. Solo las primeras, argumenta Monsó, traen consigo un concepto de muerte. Además, gracias a la ballena que paseó a su bebé muerto por medio mundo, Monsó nos introduce los diferentes sesgos que contaminan la investigación científica sobre el concepto de muerte en animales: el antropomorfismo, el antropocentrismo y la antropectometría.
Hasta que no conozcamos a la chimpancé que jugaba a mamás y papás con los cadáveres no sabremos qué es eso de un ‘concepto (mínimo) de muerte’, término acuñado por Monsó. Para saber qué se requiere para tener un concepto mínimo de muerte, se necesita que un individuo tenga un entendimiento del contenido semántico de la propiedad de estar muerto. O lo que es lo mismo, se necesita que este individuo tenga una comprensión mínima de lo que significa que alguien muera. Para responder a esta pregunta, Monsó se apoya en siete subcomponentes del concepto de muerte estudiados por los psicólogos del desarrollo. Esos subcomponentes son: no-funcionalidad, irreversibilidad, universalidad, mortalidad personal, inevitabilidad, causalidad e impredecibilidad. Para Monsó, el concepto mínimo de la muerte es tan mínimo que solo incorpora dos de los tres subcomponentes, a saber, el de no-funcionalidad y el de irreversibilidad. Comprender la muerte en un sentido mínimo, por tanto, significa comprender que existen individuos que antes exhibían ciertas funciones (mentales o corporales) que ahora ya no tienen (no-funcionalidad) y que además ya no volverán a exhibir jamás (irreversibilidad).
Este concepto estaría más desarrollado si además incluyese que esto les ocurre a todos y solo los individuos vivos (universalidad), y que les ocurre cuando sus funciones vitales colapsan (causalidad). Si fuera más desarrollado, incluiría también la posibilidad de que seamos nosotros (mortalidad personal), o, incluso, que algún día seremos nosotros (inevitabilidad), y, es más, que nunca sabremos cuándo exactamente (impredecibilidad). Para Monsó, todas estas formas más complejas de entender la muerte no forman parte de un concepto mínimo de la muerte, pues no parecen esenciales para decir que un individuo comprende la propiedad de estar muerto. Por ejemplo, por mucho que yo me crea inmortal, sabré reconocer que mi perro ha muerto si ha perdido todas sus funciones vitales.
Unos de los frentes abiertos que deja este concepto mínimo de muerte es su relación con el concepto de vida. Para Monsó, un individuo tiene un concepto mínimo de muerte si comprende que existen algunos individuos ya no exhiben funciones que antes sí exhibían y que además no volverán ya más a exhibirlas. Nótese que esto es cierto de mi escacharrado robot aspirador: antes funcionaba y ya no, y además ya nunca más lo volverá hacer. Una cuestión que este libro suscita es hasta qué punto tener un concepto de muerte requiere también tener un concepto de vida, es decir, si saber que un individuo ha muerto requiere saber que antes estaba vivo, o que las funciones que exhibían son funciones vitales; o si, por el contrario, es posible desarrollar un concepto de muerte relacionándose solo con robot aspiradores, es decir, con ‘individuos’ que funcionan, pero un día dejarán de hacerlo para siempre. Aunque en este libro Monsó no desarrolla una respuesta firme a estos interrogantes, sí ofrece algunas posibles respuestas y deja el terreno labrado para futuras investigaciones.
En otro orden de cosas, aprendemos, de la mano del perro que confundió a su humano con un tentempié, que la posibilidad de exhibir respuestas emocionales prototípicamente humanas hacia la muerte no debe formar parte de los requisitos necesarios para entender la muerte. De lo contrario, caeríamos en un antropocentrismo emocional que nos impediría comprender que los animales, como también otros seres humanos, pueden responder emocionalmente ante la muerte de manera diferentes a como lo hacemos nosotros. Del mismo modo, la exhibición de respuestas prototípicamente humanas (como el duelo) hacia la muerte no quiere necesariamente decir que los animales entiendan la muerte, pues el duelo mismo (incluso para los seres humanos) aparece como respuesta a eventos que nada tienen que ver con la muerte (como el cese de una amistad de toda la vida, o de una relación amorosa). Monsó nos advierte de que el antropocentrismo emocional puede subestimar la capacidad de los animales de entender la muerte, así como contaminar la práctica científica, encontrando rastros del concepto de muerte donde en realidad no los hay.
La segunda mayor aportación filosófica de Monsó en este libro, junto con el concepto mínimo de la muerte, es el de la Santísima Trinidad del concepto de la muerte, que viene de la mano del elefante que coleccionaba marfil. La Santísima Trinidad del concepto de muerte es un conjunto de tres elementos que explican cómo un concepto de muerte puede desarrollarse en los animales. De esta manera, aquellos animales que presenten estos elementos serán más propensos a contar con un concepto mínimo de muerte. Según Monsó, éste aparece como resultado de estos tres elementos: cognición, experiencia, y emoción. Primero, debe existir un cierto nivel de cognición de base para poder alcanzar un concepto siquiera mínimo de la muerte. Este nivel de cognición debe permitir al animal procesar la no-funcionalidad y la irreversibilidad. Segundo, los animales deben ser capaces de tener cierta relación con la muerte. La muerte debe estar presente en sus vidas de un modo u otro. Tercero, tener ciertas emociones ligadas a la muerte es necesario precisamente para que le experiencia de la muerte pueda darse. De otra manera, la muerte nunca suscitaría un interés como para poder tener experiencia de ella. Las emociones ligadas a la muerte no tienen porque ser, no obstante, las que los humanos solemos atribuir a la muerte, como el duelo o el terror. Podrían ser también curiosidad, confusión o hambre.
Con estos elementos en mente, no es extravagante pensar que los animales posean, al menos, un concepto mínimo de muerte, puesto que, como Monsó señala, ‘para los animales en la naturaleza (…) la muerte no es algo abstracto (…) la muerte es algo muy concreto y muy tangible; algo que se puede oler, tocar y saborear. Los muertos no son individuos ausentes, sino esencialmente cuerpos rotos e irreparables’. En definitiva, la muerte en la naturaleza está por otras partes y, por tanto, los animales tienen múltiples oportunidades de experimentarla y tener ciertas emociones vinculadas a ella. La depredación es un ejemplo claro de la inmensa presencia de la muerte en la naturaleza. Aunque la cognición necesaria para el desarrollo de un concepto de muerte sea un poco más exigente, según Monsó, no hay razón para pensar que no vaya a ser alcanzable para muchas especies no humanas, dado lo común que es la capacidad de distinguir las entidades animadas de las inanimadas y lo fácil que les resulta a los animales aprender patrones y generarse expectativas a partir de ellos. Ambos elementos parecen demostrar las capacidades cognitivas necesarias para distinguir un cuerpo roto que no volverá a funcionar jamás.
La zarigüeya tiene un lugar privilegiado en el título de este libro por la sorprendente capacidad de este animal para ‘hacerse el muerto’. ¿Qué nos dice esta capacidad de la zarigüeya, de estar viva y ‘muerta’ al mismo, del concepto de muerte en los animales? ¿Se hace la zarigüeya verdaderamente la muerta, o es solo un mecanismo evolutivo desarrollado para escaparse de los depredadores? ¿Cuánto importa esto para extraer ciertas enseñanzas de este animal en lo relativo al concepto de muerte? Cualquier detalle que diera más aquí estropearía la apasionante forma en la que Monsó relata las enseñanzas de la zarigüeya (y otros animales) acerca de la presencia del concepto de muerte en la naturaleza.
El libro cierra con ese extraño animal que lleva flores a sus muertos. Es innegable que este espécimen tiene una forma de relacionarse con la muerte un tanto peculiar y, sin duda, de una complejidad extraordinaria. Como Monsó relata, ‘éste es un animal que quema a los muertos, mete sus cenizas en urnas, y decora con ellas su salón o las esparce con mimo en el lugar predilecto del fallecido’. Es también, seguramente, el único animal que comprende la muerte como algo inevitable e impredecible. En este sentido, es posible que ‘La zarigüeya de Schrödinger’ no desmonte necesariamente los presupuestos empíricos detrás de la famosa afirmación heideggeriana. La cuestión relevante, que este libro no aborda en profundidad pero que sin duda queda suscitada por su lectura, es cuánto importa esto y cuán radicalmente separa esto a este extraño animal del resto de especies. En relación a estas preguntas, este libro avanza un silencio que lo dice todo.
Laura García-Portela
Universidad de Friburgo
laura.garciaportela@unifr.ch