Reseña de Jordi Ibáñez, Morir o no morir. Un dilema moderno, Anagrama, Barcelona, 2020. 128 pp.
ISBN: 978-84-339-1635-8
El libro que presentamos tiene un sabor amargo, por paradójico. En el subtítulo del libro asoma esta paradoja: el falso dilema de “morir o no morir”. Es falso por hacer pensar que pueda haber alguna persona que no va a morir. Consigue infligirnos esa ilusión al hacernos fijar la mirada en la elección de morir o no morir en un momento determinado, lo cual parece eliminar de la conciencia la mortalidad como elemento radical humano: como universal y necesario.
El libro de Jordi Ibáñez profundiza en las experiencias-límite en las que, sin una razón médica de peso, la persona piensa que el suicidio es la mejor opción ante una vida de sufrimiento incesante e insoportable. El aumento de la percepción subjetiva del sufrimiento —hasta el punto de que haga insostenible la vida— a veces tiene una razón médica de peso y a veces no. A veces su causa es una enfermedad neurológica, a veces depende de la falta de homeostasis en el organismo o de un daño físico en un órgano que está afectando al funcionamiento del sistema nervioso. En otras ocasiones, la percepción del sufrimiento en el presente se ve aumentado por un cúmulo de experiencias pasadas que han provocado sufrimiento todas ellas y que, al sumarse y ser actualizadas de manera continua, desbordan mentalmente a la persona. Estas experiencias-límite desembocan en enfermedades y trastornos mentales que, de acuerdo con datos de organizaciones mundiales de la salud, pronto alcanzarán los primeros lugares de las listas de enfermedades mayoritarias. Las enfermedades mentales, al mismo tiempo, tienen —contrariamente a las afirmaciones del continuo tabú social—, tanto una presencia cada vez mayor como una alta tasa de mortalidad en aumento. También, en contra de estos tabúes, son enfermedades graves, que ponen en serio riesgo la vida de las personas y que cada vez más terminan con el suicidio.
En los casos en que el pensamiento suicida está aparejado a una enfermedad mental, más que la causa de dicha enfermedad es la consecuencia de ella. Así, de no recibir un tratamiento médico, el suicida acaba cometiendo lo que en su mente es algo lógico pero que, desde el punto de vista médico, se ha producido por una pérdida de percepción de la realidad. El pensamiento suicida, en determinados casos, forma parte de un cuadro sintomático y por tanto deben ser tratados como tales: como síntomas de una enfermedad. El pensamiento suicida no es producto de un pensamiento racional y lógico en los casos en que son síntomas de una enfermedad mental grave. Esto quiere decir que la persona —el paciente— no tiene verdadera autonomía ni control sobre sus propios pensamientos y que el hecho de terminar con su vida —y la querencia y voluntad de hacerlo a toda costa— no es algo que un médico tenga que consentir, sino que su labor es justamente la contraria: la de impedir el suicidio. En estos casos —y no en otros como en las enfermedades absolutamente devastadoras y destructivas que llevan aparejadas dolor y una estimación mínima de supervivencia—, el suicida no es voluntaria ni autónomamente suicida. La voluntad de acabar con su vida no es verdadera voluntad libre, ni producto de un razonamiento hilado y argumentado. Tampoco es, aquí, una decisión de carácter estético y poético frente a la vida. Bien al contrario, este tipo de pensamiento que quiere acabar con la propia vida es fruto de pensamiento involuntarios, incontrolables y por tanto sin autonomía real. A veces se ha entendido como una actitud estética hacia la vida, pero esa visión —como la que deja entrever Hume en su ensayo póstumo, Of Suicide— está superada y científicamente desfasada.
Son esos casos en los que, lejos de poder ser satisfechos por un médico —conceder eutanasia o suicidio médicamente asistido—, deben ser tratados médicamente. Cuando ocupa un lugar mental desmesurado el pensamiento suicida sin una causa en una enfermedad física —por ejemplo, en un tumor que provoca dolor insoportable—, es lógico que un médico piense primero que se trata de un desorden mental que una salida racional y de sentido común a un problema. Como hemos dicho, en esos casos lejos de ser una respuesta lógica a una situación, es una respuesta ilógica, lo que hace saltar las alarmas de la medicina. En estos casos, la medicina entiende a la tendencia al suicidio como síntoma de una enfermedad que no se ve, pero que es totalmente real y detectable mediante tecnología de imágenes cerebrales que detectan y descifran su funcionamiento de manera objetiva.
En este último caso, la razón médica de peso para no ayudar al paciente a morir —para rechazar otorgarle cualquier tipo de salida mortal, como el suicidio médicamente asistido o la eutanasia— es el diagnóstico de otra enfermedad, pero no una letal que lleve a la muerte —porque esa, en este caso, no es la que tiene—, sino una crónica y psicológica, que impide percibir la realidad tal y como es. Controlada por un funcionamiento patológico de su cerebro y sin posibilidad de escapar a este control, la persona —convertida en paciente— no tiene autonomía sobre sus pensamientos, no tiene libertad para decidir lo que quiere o no quiere. En esos casos, no hay libertad real de elección de la muerte, sino un avocamiento que estando en otro estado mental no se habría constituido como objeto de la decisión final. Que no hay autonomía real debe ser evidenciado mediante pruebas objetivas médicas para poder rechazar cualquier petición de eutanasia, de manera que haya una base objetiva sobre la que no exista posibilidad alguna de que racionalmente se pueda satisfacer la voluntad de morir de un paciente. El derecho de autonomía o el principio de autonomía ante el sufrimiento —yo sufro, yo decido— no siempre es un derecho justificado médicamente ni científicamente.
El libro de Jordi Ibáñez defiende palmariamente la eutanasia en distintos momentos, aunque de manera sutil. Por ejemplo, en el capítulo cuarto del libro quiere dejar claro que no se puede confundir al tipo de eutanasia que llevó a cabo el régimen nazi con la que se pide actualmente en España —y se ha conseguido, con la “Ley Orgánica 3/2021, de 24 marzo, de regulación de la eutanasia”. Así, deja clara su posición cuando dice que
“nadie con quien merezca la pena discutir puede ignorar el turbio y oscuro terrain vague por donde, en un futuro incierto, pero no remoto, los cínicos crímenes de la higiene nazi podrían confluir, bajo la forma de un híbrido nuevo sin duda avalado por la ciencia y la sociedad […], con la razonable y legítima reivindicación de una muerte dulce” (p. 33).
Habla de la eutanasia, además, de forma directa, entre otros lugares del libro, en las pp. 17 y 116. Defiende, no obstante, una eutanasia prudente, que se fija en otros detalles distintos a los que señalan habitualmente los defensores de la eutanasia. Repara en la forma socrática de enfrentarse a la muerte, por ejemplo (p. 28). Al hilo de la reflexión sobre la muerte socrática, Ibáñez llama la atención sobre el anhelo de inmortalidad, revulsivo no solo para la biología sino también para una sociedad justa. Así, frente a cualquier idilio con el acceso a un sistema médico que mantenga vivos solo a quienes puedan pagarlo, el autor propone —como afirma al final del libro— “saber vivir y morir sin miedo porque al fin se es dueño de la propia vida y de la propia muerte” (p. 132).
En todo caso, si Ibáñez defiende la eutanasia no lo hace en la línea habitual de los más férreos impulsores. Lo hace en el marco de un ensayo filosófico sobre la muerte, en el que, antes de llegar a tal conclusión, hay que entender primero qué está planteándose —cuando todavía se tiene salud y vida para hacerlo— la persona que quiere morir. La casuística es infinita, pero el problema es uno solo, y es el que interesa a nuestro autor: todo el mundo a va morir antes o después, y los que defienden la eutanasia bajo la idea de que una muerte digna mediante eutanasia —morir ya, antes de cuando naturalmente el cuerpo cesaría en la vida— hace lo que nunca hará la vida, es un error. Algunos piensan en la eutanasia como una salida a una vida eterna, a un infierno eterno, como si no fueran a morir nunca. Se equivocan radicalmente. En este sentido, cabe decir que
“ante la experiencia de no saber qué hacer con la muerte, o de no saber más que a duras penas cómo enfrentarnos a ella, el falso dilema y la broma dudosa de si morir o no morir lanza un destello de sentido, aunque se trate de una ilusión, de un reflejo casual de otra cosa desconocida que brilla fugazmente sobre no sabemos qué superficie” (p. 53).
El hecho mismo de plantearse morir o no morir despierta de un sueño dogmático vital: de la quimera e ideología de la inmortalidad. Cuanta más conciencia de la falta de opción de morir o no morir, más conciencia de la realidad mortal del ser humano. Porque —bajo el falso dilema, al que el autor llama “moderno”— unos pensaban que morir no iba con ellos, y otros que muriendo escogían algo que no habrían recibido de otra manera. ¡Ilusos! ¡Despertad! La muerte es para todos.
Tan fantasmal y fantástico es pensar que no se morirá como que recibiendo la muerte ahora hay una liberación de la inmortalidad o eternidad vital:
“Si entendiésemos el dilema del morir o no morir en un sentido literal también podríamos (tener la tentación de) pensar que la mejor muerte es la que nunca llega, o la que llega cuando realmente se está harto de vivir que se puede decir: ‘Basta, ya está bien así, no puedo más’. […] Yo diría que mucha gente apostaría no tanto por no morir como por la muerte que nunca es. ¿Morir o no morir? De nuevo ni una cosa ni la otra, sino que la vida sea y la muerte no sea” (p. 27).
Éste y otros momentos del libro muestran a un pensador racional y razonable sobre el problema de la muerte, que apoya —como deja claro varias veces a lo largo del ensayo— una “muerte dulce” pero que quiere estar libre de fundamentalismos y radicalismo por ambas partes —los que defienden a ultranza la eutanasia y los que la rechazan sin entrar en ningún tipo de debate. De esta forma, su planteamiento concluye con un apoyo a la causa de la “muerte digna” pero siempre permitiéndose y teniendo la necesidad, al mismo tiempo, de escuchar voces contrarias cuando presentan de una forma educada y formada.
El objetivo del libro no es tanto una defensa a ultranza de la eutanasia —puesto que es algo que da por sentado: la eutanasia es algo razonable— cuanto evidenciar el cinismo y absurdo que hay detrás de ese dilema de morir o no morir, como si se pudiera optar. Alumbrar la ausencia verdadera de libertad ante la muerte —nadie puede elegir no morir, del mismo modo que no puede elegir no haber nacido— con la que a veces se plantea el problema de la muerte digna en los círculos más radicales que defienden la eutanasia, es uno de los propósitos logrados del libro que hacen de la perspectiva filosófica de Ibáñez un lugar necesario con la que discutir, incluso o sobre todo —porque ahí está el sano diálogo— cuando no se acepta la defensa de la eutanasia como una posición y conclusión legítimas.
Víctor Páramo Valero
Universitat de València