Democracia, desinformación y conocimiento político: algunas aclaraciones conceptuales*
Rubén Marciel
Departamento de Filosofía,
Universidad de Barcelona
ruben_marciel@ub.edu
1. Introducción
Durante los últimos años, y especialmente desde la revolución digital, han proliferado una serie de fenómenos que ponen en cuestión la viabilidad del proyecto democrático. Las noticias falsas, los bulos, las campañas de desinformación, las burbujas informativas y la propaganda digital personalizada contribuyen a propagar creencias erróneas, promueven posturas extremadamente sesgadas y, lo que es quizá más preocupante, generan la sensación de que no podemos alcanzar una verdadera comprensión de la realidad política.
Se trata de un problema acuciante por cuanto, como dice Linares (2017, cap. 1), la democracia incorpora una dimensión epistémica. Es decir, que, para ser plenamente democráticas, las decisiones políticas —votar, pero también manifestarse, deliberar, asociarse a partidos políticos, etc.— deberían basarse no sólo en la libertad de elección de la ciudadanía, sino también en un adecuado conocimiento sobre los asuntos públicos. El valor del conocimiento —esta dimensión epistémica— es parte de lo que diferencia la democracia de un mero juego de azar colectivo en el que las elecciones se basan en intuiciones o presagios. La prueba de esta dimensión epistémica reside en que probablemente no consideraríamos muy aceptable que nuestros representantes o nuestras políticas públicas se eligiesen por sorteo; las decisiones políticas, asumimos, deben basarse en creencias correctas, en opiniones bien informadas (ibid.). Sólo así parece posible que el sistema promueva eficientemente los intereses de la ciudadanía. De hecho, los derechos de participación política presuponen una mínima capacidad epistémica, y por eso se les suelen negar o restringir a quienes se supone que no alcanzan un umbral mínimo de competencia cívica, como por ejemplo los niños o las personas con graves discapacidades cognitivas.1
Los nuevos fenómenos (des)informativos suponen un problema porque al dificultar a la ciudadanía la adquisición del conocimiento que necesita para tomar decisiones políticas bien fundamentadas hacen que nuestras sociedades se alejen del ideal de democracia y se aproximen más al juego de azar. Si queremos encontrar soluciones eficaces frente a estos problemas, resulta fundamental entender en primer lugar cuál es la relación existente entre ellos y el conocimiento que la ciudadanía necesita.
El objetivo de este artículo es, precisamente, arrojar algo de luz sobre esa relación y contribuir así a una mejor comprensión de la desinformación como problema democrático. Para ello, analizaré algunos de los conceptos fundamentales involucrados en el problema entre la democracia y la desinformación.
Comenzaré, en la segunda sección, definiendo la competencia cívica a partir del concepto general de competencia. Después, en la tercera sección, anotaré las características del conocimiento político como un tipo distintivo de conocimiento que la ciudadanía necesita para tomar decisiones bien fundadas. En la cuarta sección abordaré el concepto de información y argumentaré que el tipo específico de información que la ciudadanía necesita es aquella que reviste lo que definiré como relevancia democrática. En la quinta y última sección utilizaré los conceptos analizados en las secciones previas para conceptualizar tres posiciones epistémicas diferentes, a las que me referiré como situaciones de conocimiento, ignorancia y equivocación, a partir de las cuales podré explicar la conexión entre la democracia y fenómenos informativos como la desinformación y la mala información.
2. Competencia cívica
Informarse sobre los asuntos públicos es importante, en parte, porque sólo si adquirimos conocimiento político podremos tener una democracia funcional, es decir, una democracia en la que la gente toma decisiones sensatas, que promuevan sus propios intereses y que no sean fruto de los prejuicios o el engaño. Esto es, en democracia la ciudadanía necesita informarse para ser competente. El primer concepto que hay que aclarar, por tanto, es el de competencia ciudadana (o cívica).
Lamentablemente, no existe una definición universal de lo que sea la competencia cívica, a la cual además se nombra con términos distintos. Según Kelly (2012, 4), por ejemplo, la “competencia epistémica” consiste en las diferentes habilidades y capacidades cognitivas necesarias para que la democracia funcione adecuadamente y, en consonancia, entiende que en una democracia representativa la competencia epistémica de la ciudadanía consistiría en las capacidades de juicio necesarias para ejercer el rol de votante adecuadamente (Kelly 2012, 60–61). Este concepto parece excesivamente restringido para dar cuenta de todo lo que cabe esperar en la ciudadanía, puesto que considera únicamente los aspectos epistémicos y excluye las capacidades morales, que también parecen necesarias para que la ciudadanía pueda desempeñar sus obligaciones.
Como ha dicho Rawls, sería absurdo concebir a la ciudadanía solamente como personas racionales, puesto que “los agentes meramente racionales carecen del sentido de la justicia y son incapaces de reconocer la validez independiente de las peticiones ajenas” (1996, 52). Es decir, que si queremos una concepción de la competencia ciudadana útil para dar cuenta de la complejidad de asuntos a los que debe enfrentarse la ciudadanía, debemos incluir algo más que lo meramente racional. Por lo general, las definiciones de competencia incorporan algo más que lo epistémico y, tal y como reclama Rawls, dan cuenta de la necesidad de que la ciudadanía empatice y entienda a las demás personas.2
En esta línea más inclusiva, por ejemplo, Soltan define la “competencia cívica (o política)” como “aquellas actitudes y habilidades necesarias para un gobierno efectivo” (Soltan 1999a, 17). Igualmente, Innerarity (2020, 246) define la “competencia política” como la capacidad para enfrentarse a la diversidad de opiniones e intereses propios de una sociedad compleja formándose una imagen coherente de la realidad, y entiende que la competencia política incluye la capacidad para captar los intereses propios, pero también los ajenos, así como disposiciones de tipo emocional. Arthur Lupia ha ofrecido una definición influyente, según la cual competencia cívica es “la capacidad de una ciudadana para satisfacer tareas bien definidas por los roles de votante, jurado, burócrata o legislador” (Lupia 2016, 31).
Todas estas aproximaciones ofrecen pistas útiles para definir este concepto. Pero quizá la pista más útil nos la ofrezca la definición general del concepto competencia, sin ningún apellido. Suele entenderse que la competencia consta de dos elementos: algún tipo de conocimiento específico, y la capacidad para utilizar ese conocimiento específico en la realización exitosa de una tarea (Smiley 1999, 372; Kelly 2012, 61). Así, la competencia para montar en bicicleta requiere el conocimiento empírico sobre cómo funciona la bicicleta y, además, la capacidad (fuerza, destreza, equilibrio) para aplicarlo en la conducción exitosa de la bicicleta.
A la luz de esta definición genérica, y con el trasfondo de las definiciones vistas más arriba, podría decirse que la competencia cívica constaría de estos dos elementos: por un lado, conocimiento político y, por otro, las capacidades para emplear ese conocimiento político en el cumplimiento exitoso de las tareas propias de la ciudadanía.
Respecto a las capacidades, suele asumirse que la competencia cívica requiere especialmente de capacidades cognitivas, típicamente las capacidades de juicio, inferencia y razonamiento lógico (Downs 1957, 79; Kelly 2012, 60–61; Lupia 2016, 31; Rawls 1996, 50, 2012, 186–87). Sin embargo, junto a estas capacidades cognitivas también podrían incluirse otras capacidades emocionales —como la razonabilidad rawlsiana o la empatía—, capacidades materiales —como la disposición de tiempo y dinero—, o capacidades legales —como el disfrute de ciertos derechos y libertades sin los cuales difícilmente podría emplearse exitosamente el conocimiento político.
No profundizaré aquí en la cuestión de las capacidades. Lo que me interesa especialmente es centrarme en el otro elemento constitutivo de la competencia: el conocimiento político. A eso dedicaré la siguiente sección.
3. Conocimiento y conocimiento político
Ya hemos visto que cualquier democracia necesita una ciudadanía mínimamente competente, y que la competencia cívica —que es la competencia propia de la ciudadanía— requiere de cierto conocimiento político. En esta subsección anotaré tres clarificaciones conceptuales con las que espero arrojar algo de luz sobre el concepto de conocimiento político.
La primera clarificación es que la definición de lo que sea conocimiento político depende de la definición genérica de conocimiento. Y lamentablemente no hay una definición de conocimiento completamente convincente, por lo que difícilmente podrá alcanzarse una definición ecuménica de conocimiento político. No obstante, sí que hay una definición especialmente influyente de conocimiento, la conocida como “concepción tripartita del conocimiento” (Ichikawa y Steup 2017). Según esta definición, el conocimiento consiste en creencias verdaderas justificadas. Es decir, que un sujeto conoce (o sabe) algo si y sólo si (i) tiene una creencia, (ii) esa creencia es verdadera y (iii) tiene razones para —o está justificado en— creer esa creencia.
A pesar de ser la concepción más atractiva, esta definición de conocimiento no está libre de problemas. El problema más conocido es que las tres condiciones postuladas por la concepción tripartita no parecen suficientes para definir el conocimiento, ya que hay creencias verdaderas y justificadas que, sin embargo, no son conocimiento (véase Gettier 1963). Por ello actualmente suele entenderse que las tres condiciones son necesarias, aunque no suficientes, para definir el conocimiento, sin que esté claro exactamente qué es lo que falta en la definición (Ichikawa y Steup 2017).
Otro problema de esta definición es que no está claro qué es lo que hace que una creencia esté justificada. Suele asumirse que la justificación de una creencia es la evidencia empírica disponible (Nyhan y Reifler 2010, 305). Pero si la justificación de una creencia se basa en la evidencia empírica, entonces la pregunta se retrotrae a qué es lo que hace que la evidencia empírica justifique una creencia mejor que, por ejemplo, una mera corazonada, la autoridad o los posos del té. Tratar de resolver esta cuestión requeriría mostrar que la evidencia empírica —obtenida a través de procedimientos científicos— es más fiable y, por lo tanto, más capaz de justificar creencias que las corazonadas, la autoridad o los posos del té. Éstas son cuestiones en las que no puedo entrar aquí y que corresponde explicar a la filosofía de la ciencia.
Una dificultad adicional es que en su concepción tripartita el conocimiento depende a su vez de otro concepto complicado: la verdad. De nuevo, el debate filosófico sobre la verdad es demasiado amplio para este trabajo, por lo que aquí me limitaré a asumir que la verdad consiste en la correspondencia con los hechos (véase David 2018). Aunque no pueda desarrollar aquí esta intuición, la concepción de la verdad como correspondencia parece la más apropiada para una versión epistémica de la democracia como la que aquí estoy defendiendo.
A pesar de estas dificultades conceptuales, parece sensato aceptar la definición tripartita del conocimiento, aunque sea provisionalmente. Y, aceptándola, podríamos aplicarla al conocimiento político, lo cual nos llevaría a concluir que el conocimiento político consiste en creencias verdaderas y justificadas de tipo político.
La segunda clarificación debería consistir en una explicación de qué es lo que hace que una creencia sea de tipo político, iluminando así lo que el conocimiento político tiene de particular respecto a otros tipos de conocimiento.
Lamentablemente, no parece que haya ningún criterio claro con el que distinguir el conocimiento de tipo político de otros tipos de conocimiento. De hecho, los estudios empíricos que tratan de medir el conocimiento político suelen consistir en baterías de preguntas que se presentan a una persona entrevistada, asumiendo que las respuestas ofrecidas a esas preguntas serán buenos indicadores del nivel de conocimiento político de quien responde. Sin embargo, estos estudios no suelen estipular qué entienden por conocimiento político. Y, para colmo, no existe ningún consenso metodológico sobre cómo elaborar esos cuestionarios (véase Boudreau y Lupia 2011; Rapeli 2014, cap. 3; Barabas et al. 2014).3
A pesar de estas dificultades para acordar lo que caracteriza al conocimiento político, si seguimos en la línea de la noción de competencia cívica presentada más arriba, podríamos decir que las creencias políticas son aquellas que nos capacitan para desempeñar nuestras tareas como ciudadanas. Y, por tanto, podríamos decir que el conocimiento político es el tipo de conocimiento específico —esto es, el conjunto de creencias verdaderas y justificadas— necesario para desempeñar las tareas propias de la ciudadanía (véase Lupia 2016, cap. 5).
Ésta parece ser la asunción subyacente a esas investigaciones empíricas sobre conocimiento político, las cuales tratan de medir conocimientos útiles para el desempeño de las tareas propias del rol ciudadano. Prueba de ello es que suelen revelar correlaciones entre, por un lado, la posesión de lo que consideran un mayor conocimiento político y, por otro, elementos que asociamos con la competencia cívica, como por ejemplo la toma de decisiones más coherentes y estables, la participación política, la confianza en las instituciones o la sensación de integración en la vida pública (Galston 2001, 203, 223-26). La intuición de que lo que hace político al conocimiento es su utilidad para tomar decisiones políticas acertadas también aparece en teoría política, donde suele asumirse que el conocimiento político es conocimiento sobre los asuntos relacionados con la política y las políticas públicas (Somin 2013, 9; Rapeli 2014, 8). A fin de cuentas, la información sobre estos asuntos es la que probablemente más contribuirá a que la ciudadanía adquiera competencia cívica y esté en condiciones de tomar decisiones políticas adecuadas.
Es posible que esta segunda clarificación resulte decepcionante, pues afirmar que lo que hace político al conocimiento político es su utilidad para desempeñar tareas ciudadanas no ayuda mucho a identificar específicamente qué cuenta como conocimiento político. La respuesta a esa cuestión es demasiado compleja como para abordarla exhaustivamente aquí, no sólo porque depende de la concepción de la democracia que se adopte, sino también porque lo que la ciudadanía necesita saber cambia en función del contexto (Brennan 2016, 122). Por ello, precisar qué puede contar como conocimiento político se antoja muy difícil.
A pesar de eso, esta segunda clarificación permite extraer dos conclusiones interesantes sobre la naturaleza del conocimiento político.
La primera conclusión es que el conocimiento político es contextual, en el sentido de que lo que hace que el conocimiento político sea político es el contexto en el que se encuentran las ciudadanas y, más específicamente, su utilidad en ese contexto para orientar las decisiones políticas a las que se enfrentan. En un contexto de profunda crisis económica, por ejemplo, probablemente el conocimiento político incluiría muchos conocimientos económicos. En cambio, en un contexto de profunda crisis medioambiental, probablemente el conocimiento político incluiría conocimientos sobre química o biología. Es decir, que el carácter contextual del conocimiento político hace posible que cualquier conocimiento tenga carácter político; tan sólo hace falta que se dé el contexto en el que ese conocimiento resulte útil para tomar decisiones políticas adecuadas. Esto explica por qué es imposible identificar a priori qué cuenta como conocimiento político o, como se verá luego, qué información es democráticamente relevante.
La segunda conclusión, sugerida ya por la anterior, es que el carácter político del conocimiento es gradual. Todo conocimiento es en cierta medida útil para tomar decisiones políticas adecuadas, por lo que la división entre conocimiento político y conocimiento no político no es discreta, sino de grado. Aquellos conocimientos que en un contexto determinado resulten más útiles para tomar decisiones adecuadas tendrán en ese contexto un carácter más marcadamente político. En cambio, aquellos que resulten menos útiles tendrán un carácter menos político. El carácter gradual del conocimiento político permite entender por qué William Galston puede sostener que toda educación es en cierto sentido educación cívica y, al mismo tiempo, que las ciencias sociales son la fuente de conocimiento político más importante (Galston 2001, 219, 224, 226-28). La explicación es que todo lo que aprendemos en la escuela es en cierto grado útil para tomar decisiones políticas adecuadas, pero —dado nuestro contexto social— lo que aprendemos en las clases de ciencias sociales suele ser más útil que lo aprendido en otras clases de, por ejemplo, física o arte.
La tercera y última clarificación sobre el de conocimiento político está relacionada precisamente con su carácter contextual y con la escuela. El conocimiento político puede y suele dividirse en conocimiento político básico y conocimiento político específico. A esta división conceptual le acompaña, además, una división institucional análoga entre instituciones educativas —encargadas de proporcionar conocimiento político básico— e instituciones informativas —encargadas de proporcionar conocimiento político específico.
Por conocimiento político básico suele entenderse aquél que comprende cuestiones generales, las cuales es útil conocer en multitud de contextos. El conocimiento político específico, en cambio, se refiere a cuestiones más acotadas que normalmente sólo es útil conocer en contextos específicos. Esta división ha sido reconocida por multitud de autores, aunque utilizando términos diferentes. Observar cómo la plantean ayudará a entender tanto la división entre instituciones educativas e informativas como los conceptos de información e información democráticamente relevante, que presentaré después.
Según Ilya Somin, por ejemplo, el conocimiento político “incluye conocimiento de políticas específicas y sobre los líderes” así como
“[…]conocimiento de amplias cuestiones estructurales del gobierno, tales como los asuntos de los que son responsables los representantes, y los elementos de las ideologías rivales, tales como el liberalismo y el conservadurismo” (Somin 2013, 9).
Lo primero —el conocimiento sobre políticas específicas y sobre líderes— podría tomarse como conocimiento específico y lo segundo —el conocimiento sobre cuestiones estructurales y sobre ideologías— como conocimiento general.
Galston (2001, 223–24) hace una distinción similar, aunque más explícita, al destacar que el “conocimiento político general” (general civic knowledge), puede alterar la percepción de asuntos específicos. Y resalta que tener un nivel básico de conocimiento sobre las instituciones y los procesos políticos facilita la integración de información nueva. Además, Galston ofrece una analogía enormemente ilustrativa: tratar de incorporar información nueva sobre asuntos específicos sin tener previamente conocimiento político general sería como tratar de entender un partido sin conocer las reglas del deporte en cuestión.
La misma distinción puede apreciarse en Popkin y Dimock (1999, 118-22), que han dicho que el “conocimiento político básico” es “la familiaridad con el mundo político,” a partir de la cual se procesa, evalúa e incorpora la nueva información. Igualmente, Elo y Rapeli (2010, 11) han sostenido que el “conocimiento estructural” serviría para procesar, dotar de sentido y emplear la “información política” que se recibe.
Un último ejemplo es el propio Anthony Downs, que distingue entre “conocimiento contextual” y otro tipo de conocimiento —al que no bautiza— que se adquiriría mediante la incorporación de información nueva. El conocimiento contextual es, según él, “un entendimiento de relaciones entre las variables fundamentales de un área como las matemáticas, la economía, la agricultura, o China antigua” (Downs 1957, 79). Este conocimiento contextual “ilumina la estructura causal básica de un campo de operaciones, mientras que la información proporciona datos actuales de las variables significativas en ese campo” (op. cit., 81).
Como adelantaba, la distinción entre conocimiento político y conocimiento específico es muy importante porque se corresponde con una división tradicional entre las distintas instituciones encargadas de informar a la ciudadanía.
Por un lado, la información necesaria para adquirir el conocimiento político básico se obtiene fundamentalmente a través de la familia y, en sociedades complejas como la nuestra, también a través de las instituciones educativas. Como ya indicó Dewey (1995 [1916], caps. 1-2), las sociedades complejas necesitan sistemas intencionales, es decir, específicamente concebidos y diseñados, para transmitir a las nuevas generaciones los conocimientos que necesitan para ser plenamente funcionales, y la escuela es la institución principal para ello (Downs 1957, 235).
Por otro lado, la información necesaria para adquirir el conocimiento político específico nos la proporcionan mayoritariamente otras fuentes, a las que podría denominarse instituciones informativas. Suele considerarse que la prensa es la institución informativa por antonomasia, lo cual no implica que todo el mundo —ni siquiera que la mayoría de la ciudadanía— se informe directamente a través de la prensa. Que la prensa sea la institución informativa por antonomasia implica, estrictamente, que esta es la institución que más influye en la oferta total de información política en la sociedad o, como dicen van Aelst et al. (2017, 5), en el “ambiente de la información política”. Junto a los miembros de la prensa, otros agentes como las políticas, las expertas o las lobistas también podrían proporcionar conocimiento político específico a la ciudadanía.
Esta división del trabajo entre diferentes fuentes de información es una asunción enormemente extendida en nuestras sociedades. Tal y como indica Brown en su estudio histórico sobre la idea de la ciudadanía bien informada:
Se supone que las instituciones educativas proporcionan las capacidades y el conocimiento básicos necesarios, mientras que la prensa libre y las campañas políticas ofrecen la información específica que los consumidores requieren para tomar decisiones particulares (R. D. Brown 1996, xiii, cursiva mía).
Comprender esta división del trabajo entre instituciones educativas e instituciones informativas es fundamental para asignar responsabilidades adecuadamente. En lo que se refiere a la protección frente a la desinformación, por ejemplo, parece claro que mientras la prensa tendría la obligación de ofrecer información veraz y relevante (Ausín 2014) —lo cual podría incluir el desmentido de bulos y noticias falsas—, a las instituciones educativas les corresponde la obligación de proporcionar a las nuevas generaciones una comprensión del mundo lo suficientemente articulada como para que no sean vulnerables a esos bulos y noticias falsas.
En suma, el conocimiento político está constituido por las creencias verdaderas y justificadas que resultan de más utilidad para la adecuada toma de decisiones políticas en un determinado contexto. A las instituciones educativas les corresponde la obligación de transmitir una parte de esas creencias, las que sirven para adquirir el conocimiento político básico a partir del cual se comprende el contexto general en el que vivimos. A la prensa, por su parte, le corresponde la obligación de transmitir otra parte de esas creencias, las que constituyen el conocimiento acerca asuntos específicos y actuales sobre los que la ciudadanía tiene que decidir.
4. Información y relevancia democrática
A lo largo de la sección previa, y especialmente al distinguir las instituciones educativas de las instituciones informativas, he empleado el término información sin pararme a definirlo adecuadamente. Como ya se habrá notado, el concepto de información está íntimamente vinculado con el de conocimiento, y de hecho es frecuente que ambos términos se empleen de forma intercambiable (Rapeli 2014, 11) o dando a entender que la información es un tipo de conocimiento específico. En esta subsección trataré de aclarar que la información no es sinónimo de conocimiento, y que tampoco es ningún tipo de conocimiento, sino la materia prima con la que se construye el conocimiento. Además, conceptualizaré el tipo de información que la ciudadanía necesita para estar bien informada, a la que me referiré como información democráticamente relevante.
El concepto de información ha experimentado una importante evolución a lo largo del tiempo (Capurro 2020) y, al igual que los conceptos de democracia o de conocimiento, hoy en día sigue despertando una gran controversia (Adriaans 2018, 1), tanta que hay quien se ha referido a esta idea como un “laberinto conceptual” (Floridi 2015, 2).
A pesar de estas dificultades, en este caso hay también una concepción que se ha impuesto provisionalmente como la dominante. Se trata de la noción semántica, según la cual la información consiste en datos con significado. Es decir, que la información constaría de dos elementos: por un lado, datos brutos, realidad sin procesar y no comprensible y, por otro, un orden o una estructura que presenta esos datos de manera comprensible. Cuando a los datos brutos se les impone una estructura ordenada, estos adquieren significado, se hacen comprensibles, y es entonces cuando podemos hablar de información, al menos en este sentido semántico del término (Adriaans 2018, 2; Floridi 2015; Berkelaar y Harrison 2017, 2; Pérez-Montoro 2020).
La noción semántica de la información permite clarificar la relación entre conocimiento e información, que quedó sin explicar en la subsección previa. Ahora puede apreciarse que información y conocimiento no son lo mismo, y que tampoco es cierto que la información sea un tipo de conocimiento. La información es, más bien, la materia prima con la que puede construirse el conocimiento. Según lo dicho hasta ahora, el conocimiento consistiría en información —es decir, en datos con sentido— que son verdaderos y que además se creen justificadamente. Es decir, que para que se dé el conocimiento hace falta que un sujeto consciente procese racionalmente la información verdadera —esos datos con cierto orden— y la incorpore a su acervo de creencias. De ahí que, como detallaré luego, se pueda tener información sin tener conocimiento (Lupia y McCubbins 2000, 52) y que estar informada no sea exactamente lo mismo que tener conocimiento.
Esta noción semántica de información, entendida como datos con significado, ha tenido eco en la teoría de medios. En esta disciplina, por ejemplo, Hamilton ha dicho que es información “cualquier descripción que pueda ser almacenada en formato binario (es decir 0.1). Texto, fotografías, pistas de audio, vídeos, y flujos de datos son todo formas de información” (Hamilton 2004, 8). La idea tampoco es ajena a la teoría democrática (véase Innerarity 2011, 24–27). De hecho, ésta es la noción que parece asumir Downs al decir que la “[i]nformación es datos sobre los desarrollos actuales en y sobre el estatus de aquellas variables que son los objetos del conocimiento contextual” (Downs 1957, 79).
Aclarado el concepto general de información, cabe preguntarse cuál es la información que la ciudadanía necesita para estar convenientemente informada. Dicho de otro modo: ¿cuál es la información que produciría el conocimiento político que la ciudadanía necesita para ser competente y poder tomar decisiones políticas adecuadas?
La respuesta intuitiva sería afirmar que la información que la ciudadanía necesita es la información política, es decir, información sobre política. De hecho, en la literatura académica es frecuente utilizar el término “información política” asumiendo que ésta es la información que la ciudadanía necesita para poder tomar decisiones adecuadas. En esta línea, Delli Carpini y Keeter han dicho que “[l]a información política es a la política democrática lo que el dinero es a la economía: la moneda de la ciudadanía” (Delli Carpini y Keeter 1996, 8; véase también Downs 1957, 258; Lupia 2016, 3).
Sin embargo, no parece correcto asumir que información política es lo mismo que información democráticamente relevante. La información política es información sobre una materia, la materia política, los asuntos políticos. Y es cierto que mucha de la información política es muy útil para generar conocimiento político. Sin embargo, la información política no siempre contribuye a la creación de una ciudadanía bien informada, pues no toda la información política genera conocimiento político. Por ejemplo, saber el número de comisiones parlamentarias o el color de los asientos que hay en el Congreso es por lo general innecesario para tomar adecuadamente las decisiones políticas a las que nos enfrentamos. Así, aunque esta información sea política, porque pertenece al campo de lo político, no es especialmente útil para la ciudadanía. Y de manera inversa, hay información que no es política y que sin embargo puede resultar muy útil para tomar decisiones políticas adecuadas, como por ejemplo información sobre el estado de la capa de ozono o sobre los casquetes polares.
Estas consideraciones sugieren que, aunque en la práctica a menudo la información más útil para adquirir conocimiento político sea información sobre materia política, la “información democráticamente relevante” y la “información política” son, conceptualmente, cosas distintas.
A fin de evitar confusiones de este tipo, sugiero emplear el término información democráticamente relevante para nombrar esa información que la ciudadanía necesita para adquirir conocimiento político y estar así en condiciones de tomar decisiones políticas adecuadas. El concepto de relevancia democrática no ha sido teorizado hasta ahora, por lo que conviene anotar algunos de sus rasgos más importantes. Esta caracterización servirá no sólo para conceptualizarlo por primera vez, sino también para distinguirlo del concepto de relevancia pública empleado por el Tribunal Constitucional.
La primera aclaración es que lo hace que una información sea democráticamente relevante es exclusivamente la capacidad de esa información para producir el tipo de conocimiento político que la ciudadanía necesita para tomar decisiones adecuadamente. Esto significa que la relevancia democrática de una información es conceptualmente independiente del asunto sobre el que trate esa información. Por lo tanto, y en línea con lo que anotaba más arriba, cualquier tipo de información —y no sólo la información política— puede ser democráticamente relevante. Si la información política suele revestir una mayor relevancia democrática que otro tipo de información, como por ejemplo la información deportiva, es únicamente porque por lo general la información política es más capaz que la información deportiva de generar conocimiento político, no porque la información política per se sea democráticamente más relevante.
La segunda aclaración sobre la relevancia democrática es que este concepto comparte con el de conocimiento político dos de sus rasgos, a saber, su carácter gradual y su carácter contextual. Esta semejanza se debe a que la información democráticamente relevante es, por definición, la que sirve para construir conocimiento político.
Respecto al carácter gradual, cabe decir que la relevancia democrática de la información, al igual que el carácter político del conocimiento político, es gradual porque toda información puede considerarse en cierto grado democráticamente relevante. La información será más relevante en términos democráticos cuanto más contribuya a informar adecuadamente a la ciudadanía o, dicho de otro modo, cuanto más marcadamente político sea el carácter del conocimiento que genera. O, si se quiere decir aún de otra forma, la relevancia democrática de una información será mayor cuanto más útil sea esa información para tomar decisiones políticas adecuadas.
Respecto al carácter contextual, puede decirse que la relevancia democrática de la información varía en función del contexto en el que se comunica, al igual que el conocimiento político es más o menos político —es decir, más o menos útil para tomar decisiones adecuadas— en función de la situación concreta. Por poner un ejemplo, los datos del paro en España en 2005 son menos relevantes en Singapur que en España y en 2020 que en 2006. Es importante anotar que la relevancia democrática de la información no depende sólo del contexto empírico, sino también del contexto (o marco) normativo desde el que se conciba a la ciudadanía. Como bien explica Kelly (2012, cap. 2) las exigencias epistémicas —y por lo tanto las necesidades informativas— de la ciudadanía varían en cantidad y en calidad según el modelo de democracia que asumamos.
La tercera aclaración respecto a la relevancia democrática es que la provisión de información democráticamente relevante no es potestad exclusiva de la prensa, sino que las instituciones educativas, como la escuela o la familia, también deberían proporcionar información democráticamente relevante en la medida en que tienen la obligación de ayudar a adquirir conocimiento político.
A pesar de eso, parece claro que la prensa tiene una relación especial con la información democráticamente relevante, por varios motivos. En primer lugar, a diferencia de las instituciones educativas como la escuela o la familia, que proveen de información democráticamente relevante principalmente durante la infancia, la prensa ofrece información democráticamente relevante durante toda la vida, orientándose especialmente a las ciudadanas adultas. Además, la escuela y la familia ofrecen por igual información de muchos tipos, ya que su función es ayudar a adquirir conocimientos muy diversos. En cambio, la prensa tiene la función primordial de promover el conocimiento político, lo cual requiere centrarse en ofrecer información democráticamente relevante. Por último, el funcionamiento de la prensa asume que la ciudadanía tiene ya un cierto conocimiento político básico, adquirido principalmente a través de las instituciones educativas, y por ello se especializa actualizar el conocimiento político de la ciudadanía con noticias que proporcionan nuevos conocimientos políticos específicos o que refrescan los conocimientos políticos básicos (los cuales podrían estar olvidados).
Debido a esta especial relación con la información democráticamente relevante, solemos asumir que la prensa tiene la responsabilidad principal a la hora de informar a la ciudadanía. Y probablemente sea así; sin embargo, no debemos olvidar que existen otras instituciones, educativas e informativas, corresponsables de facilitar a la ciudadanía la adquisición del conocimiento político.
La cuarta y última aclaración es que el concepto de relevancia democrática no coincide con el concepto de relevancia pública. Esta aclaración es muy importante para evitar equívocos entre estos dos conceptos, de nombre parecido y significado relacionado, pero no obstante distintos.
El concepto de relevancia democrática es propio de la teoría democrática y, como he indicado, se refiere a la capacidad de la información para satisfacer las necesidades informativas de la ciudadanía en un contexto determinado y según los estándares normativos de algún modelo de democracia. Es, pues, un concepto relativamente restringido y, ante todo, es un concepto filosófico normativo: estipula qué información debería ser fácilmente accesible para la ciudadanía.
El concepto de relevancia pública, en cambio, pertenece al derecho constitucional y se emplea en la legislación y jurisprudencia sobre libertad de expresión. Se trata de un concepto mucho más amplio y mucho más difuso, que incluye cualquier información que el derecho constitucional considera de interés general para la sociedad. También tiene un carácter normativo, ya que sirve para estipular categorías de información cuya difusión debería estar especialmente protegida frente a restricciones que pudieran derivarse de los derechos al honor, a la intimidad o a la propia imagen. Pero se trata de un concepto jurídico, no filosófico, ya que su contenido no viene determinado por consideraciones sobre lo que es útil para la ciudadanía, sino por lo que el Tribunal Constitucional considera que es de interés público. Este “canon de relevancia pública” estipulado por el Tribunal no parece responder más que a las intuiciones de los magistrados que lo componen, por lo que no es fácil identificar un criterio unificador (véase Díez Bueso 2002; Villaverde Menéndez 2018). Por ejemplo, el Tribunal ha considerado públicamente relevantes tanto el enfrentamiento entre unos nudistas y un grupo de vecinos (STC 24/1992, FJ8) como la presentación de un libro (STC 232/1993, FJ4). No parece que conocer ninguna de estas cosas contribuya al conocimiento político. Por tanto, el canon de relevancia pública empleado en la praxis jurídica no sirve para identificar el tipo de información que la ciudadanía necesita conocer.
En conclusión, si la información consiste en datos con significado, y si con ella se puede adquirir conocimiento, entonces en la medida en que la información sirva para adquirir conocimiento político, podría decirse que se trata de información democráticamente relevante. Este tipo de información, la que reviste relevancia democrática, es la que la ciudadanía necesita adquirir para estar en condiciones de tomar decisiones políticas competentemente. Por lo tanto, la preocupación central de quienes defienden la democracia frente a la desinformación y las noticias falsas debería ser asegurar que la ciudadanía cuenta con un acceso fácil a información democráticamente relevante a partir de la cual contrastar y desmentir esos contenidos perniciosos. En la siguiente sección pondré más claramente en relación estos problemas con los conceptos abordados hasta ahora.
5. Situaciones epistémicas
A lo largo de las secciones previas he tratado de aclarar algunos conceptos involucrados en el conflicto entre democracia y desinformación haciendo especial énfasis en los de conocimiento político y relevancia democrática. En esta sección final haré explícita la relación entre estos conceptos y otros fenómenos como la desinformación y la mala información. Para ello identificaré tres situaciones epistémicas en las que podría encontrarse la ciudadanía en función de si puede acceder a información democráticamente relevante y, por tanto, de si puede adquirir conocimiento político. Me referiré a estas situaciones como: conocimiento, ignorancia y equivocación.
La primera situación epistémica se produce cuando a las ciudadanas se les ofrece suficiente información democráticamente relevante. En este caso, las ciudadanas están bien informadas y, si procesan adecuadamente esa información, podemos decir que se encuentran en la situación de conocimiento. Esta primera situación es la requerida por el ideal de ciudadanía bien informada. Si todas (o la mayoría de) las ciudadanas acceden a información democráticamente relevante con la que adquieren conocimiento político y con él la competencia cívica suficiente para tomar decisiones adecuadas, entonces cabe esperar que la democracia sea funcional y promueva los intereses de la ciudadanía.
Hay que anotar, no obstante, que estar bien informada —esto es, disponer de información adecuada con la que adquirir conocimiento— no implica automáticamente tener conocimiento político —es decir, creer información verdadera justificadamente. Como anotaba más arriba, para adquirir conocimiento político es necesario prestar atención a esa información y procesarla adecuadamente. Ambas expresiones se usan normalmente como sinónimas, pero distinguirlas es importante porque permite explicar parte de la discusión sobre la factibilidad de la democracia como proyecto político. Lo que media entre ambas es la presencia de un sujeto racional capaz de captar el significado de los datos y de incorporarlos a su acervo de creencias.
Quienes niegan la posibilidad de que la democracia funcione bien suelen asumir que hay suficiente información democráticamente relevante disponible para la ciudadanía y que la gente no transforma esa información en conocimiento político por negligencia o por simple estupidez (Brennan 2016; Somin 2013; Schenkman 2008). Por eso, quienes se ubican en esta línea tienden a creer que una democracia funcional es imposible. Sin embargo, quienes creen que el ideal de ciudadanía bien informada es plausible, suelen enfatizar que no hay suficiente información democráticamente relevante, o que la que hay está oculta entre ingentes cantidades de información distractora (Wardle y Derakhshan 2017). Desde esta perspectiva, la ciudadanía es suficientemente racional como para procesar adecuadamente la información y convertirla en conocimiento; no son la negligencia ni la estupidez lo que hace que la ciudadanía no pueda adquirir conocimiento político, sino las dificultades para encontrar lo que verdaderamente importa. Así, desde esta perspectiva se hace necesario buscar mecanismos que faciliten a la ciudadanía la identificación de (y el acceso a) la información democráticamente relevante.
La segunda situación epistémica es la ignorancia. Ésta es la situación en la que se encuentran las ciudadanas que carecen de información —y por lo tanto de creencias- sobre algún asunto. En la situación de ignorancia, la ciudadana carece de conocimiento, pero al no creer información errónea no puede decirse que esté equivocada. Simplemente, sería ignorante o no estaría informada. El proyecto democrático se frustra cuando suficientes ciudadanas se encuentran en esta situación respecto a asuntos democráticamente relevantes. No obstante, es importante anotar que la ignorancia sobre asuntos democráticamente irrelevantes —por ejemplo, eventos deportivos o el famoseo— no supone un problema democrático.
A pesar de que ambos términos a menudo se usen como sinónimos,4 ser ignorante y no estar informada son, en rigor, cosas conceptualmente distintas. La ignorancia se refiere a la falta de conocimiento, mientras que el no estar informada se refiere a la falta de información. Así, las diferencias entre estos dos conceptos son análogas a las existentes entre tener conocimiento y estar informada: un término se refiere a lo epistémico y el otro a lo informativo. Aclarar este punto es importante porque al distinguir ambos conceptos podemos ver que cada cual plantea retos distintos: satisfacer las necesidades informativas de la ciudadanía no evita la posibilidad de caer en la situación epistémica de ignorancia (aunque sí lo hace menos probable).
La tercera y última situación epistémica es la equivocación. Esta situación es aquella en la que una ciudadana cree información falsa o errónea sobre un asunto y, por tanto, carece de conocimiento político sobre ello. Si suficientes ciudadanas se encuentran en esta situación, el ideal de ciudadanía bien informada es inviable y, por lo tanto, el proyecto de autogobierno democrático resultaría imposible (Buchanan 2018, 515-18). Esta tercera situación es más compleja que las otras dos, por lo que conviene hacer tres aclaraciones.
La primera aclaración es que la equivocación puede producirse por dos causas distintas: la desinformación y la mala información. Aunque a menudo se usen de forma intercambiable, en rigor el significado de ambas se solapa sólo parcialmente.
Wardle y Derakhshan (2017, 20-21), a quien seguiré en este punto, han propuesto un uso sistemático de estos términos. Según este uso, la “desinformación” (disinformation) consiste en la transmisión de información falsa o errónea con la intención de engañar, confundir o mentir. Serían ejemplos de desinformación la difusión de bulos, rumores infundados o noticias falsas. En cambio, la “mala información” (misinformation) se referiría a la transmisión de información falsa o errónea, pero sin intención de engañar o manipular. Un ejemplo de mala información sería la comunicación de una noticia con la intención de informar adecuadamente, pero de manera tan precipitada, imprecisa o confusa que la audiencia terminase creyendo algo falso o erróneo. También difundir una noticia falsa que tomamos por cierta es un caso de mala información.
Así, tanto la desinformación como la mala información conllevan el mismo resultado: una audiencia con creencias equivocadas y, por tanto, carente de conocimiento político. La diferencia entre desinformación y mala información radica en que la desinformación es resultado de fuentes malintencionadas mientras que la mala información es resultado de algún error o imprudencia en la comunicación. Percatarse de esta diferencia permite no sólo mostrar que en cada caso la responsabilidad moral es distinta (es más grave desinformar que informar mal) sino también que protegerse frente a cada tipo de problema podría requerir medidas distintas, como por ejemplo sancionar a quien desinforma y educar a quien informa mal.5
La segunda aclaración sobre la situación de equivocación es que, como en los casos anteriores, existe un salto entre el acceso a información adecuada —al que en rigor se refieren los términos desinformación y mala información— y la situación epistémica a la que se refiere el término equivocación. De forma análoga, la equivocación se refiere a lo epistémico, mientras que tanto la desinformación como la mala información se refieren a lo informativo. Y, de nuevo, solventar lo informativo parece más fácil que solventar lo epistémico.
La tercera y última aclaración es que, a pesar de que a veces los términos se usen de forma intercambiable, la situación de equivocación es distinta a la situación de ignorancia.6 Lo que tienen en común la ignorancia y el equívoco es que se oponen a la situación de conocimiento. Pero la ignorancia es falta de conocimiento por falta de creencias, mientras que la equivocación consiste en falta de conocimiento por creer creencias erróneas. Se trata, pues, de situaciones conceptualmente distintas.
6. Conclusión
Con lo dicho hasta aquí parece más fácil comprender la intrincada relación entre las necesidades epistémicas de la democracia y fenómenos como la desinformación, las noticias falsas o la mala información.
La idea de base, en síntesis, es que un sistema plenamente democrático requiere que las decisiones políticas se basen en el conocimiento político y no en el error o el azar. Y para que la ciudadanía sea capaz de tomar decisiones políticas fundadas en el conocimiento político necesita recibir y procesar adecuadamente cierto tipo de información específica caracterizada por la relevancia democrática. Esta información, por tanto, la información democráticamente relevante, es la que verdaderamente importa desde un punto de vista democrático. Tanto su ausencia como su suplantación por informaciones engañosas o distractoras contribuyen a que la ciudadanía caiga en posiciones de ignorancia y de equivocación desde las cuales parece imposible que puedan tomar decisiones políticas epistémicamente fundadas; a fin de cuentas, la primera situación obliga a decidir azarosamente, y la segunda lleva al error.
Queda por dilucidar en mayor detalle cuáles son las implicaciones prácticas que podrían deducirse a partir de este esquema de cosas. Aunque éste ha sido un trabajo puramente conceptual, a partir de él podrían extraerse, algunas implicaciones prácticas, que aquí tan sólo podré anotar tentativamente.
En relación con la ciudadanía, podrían derivarse dos implicaciones prácticas de importancia. En primer lugar, la necesidad cívica de acceder a información democráticamente relevante sirve como fundamento y justificación de un derecho ciudadano a la información. Según este derecho, todas las ciudadanas deberían disfrutar de un acceso fácil a información democráticamente relevante con la que adquirir el conocimiento político que necesitan para tomar decisiones políticas adecuadas. Por otro lado, la necesidad de que la ciudadanía procese la información racionalmente y base sus decisiones políticas en conocimiento justificarían un deber ciudadano de informarse, correlativo al derecho ciudadano a la información, que exigiría el consumo regular de información democráticamente relevante, la revisión de los propios sesgos y la consulta regular de diferentes fuentes.
Respecto a los medios de comunicación, podría concluirse que —al menos aquellos que pretendan encarnar el ideal de prensa como una institución democrática—, deberían centrarse en seleccionar y visibilizar la información democráticamente relevante. En línea con la teoría normativa del periodismo, la función de la prensa estaría constituida precisamente por la obligación de proporcionar a la ciudadanía la información que necesita para autogobernarse, y no la que resulte más interesante, morbosa o rentable desde un punto de vista económico.
Por último, de lo dicho aquí también podrían extraerse implicaciones prácticas para las instituciones públicas. En concreto, podría defenderse una obligación para las instituciones públicas de promover las condiciones favorables para que se desarrolle este buen periodismo, el periodismo que informa sobre lo que, desde un punto de vista democrático, es verdaderamente importante. Esta última cuestión, la cuestión sobre cómo podrían las instituciones públicas promover el periodismo que haría más fácil a la ciudadanía cumplir sus tareas cívicas, es la más compleja de todas. Para empezar, involucra todas las cuestiones prácticas que acabo mencionar —el derecho ciudadano a la información, el deber ciudadano de informarse, y el rol normativo de la prensa. Por ello su abordaje resulta más complejo y requiere que esas otras cuestiones prácticas sean abordadas previamente. Por otro lado, cualquier respuesta plausible a esta cuestión debe asumir que la libertad de expresión es un principio moral y jurídico que debe ser respetado en todo momento.
Sea como sea, queda para futuras investigaciones un adecuado abordaje de todas estas cuestiones prácticas acerca de la relación entre los medios y la democracia. Y, si el trabajo ofrecido en este artículo es realmente sólido, parece que en la base de esas investigaciones deberán estar los conceptos básicos aquí desarrollados.
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Notas al final
1. Para una discusión de estas exclusiones, véase Linares (2017, cap. 11)
2. Curiosamente, más tarde el propio Rawls se refirió a la “la cuestión de la competencia” como la cuestión de “si las tareas asignadas a los cargos y las posiciones resultarán ser sencillamente demasiado difíciles para los que probablemente los ocupen” (Rawls 2012, 186), en una forma que recuerda un tanto a la concepción puramente epistémica de Kelly.
3. La inmensa mayoría de los estudios coinciden, eso sí, en lamentar que la ciudadanía tiene un nivel de conocimiento político demasiado bajo (Somin 1998; Delli Carpini y Keeter 1996; Caplan 2007; Schenkman 2008). Si estas críticas son acertadas es una cuestión abierta, ya que no está claro cuál es el nivel de conocimiento político necesario para ejercer adecuadamente el cargo de ciudadana.
4. Por ejemplo, Lupia en su libro Uninformed (2016) emplea el término “ignorante” (ignorant) de forma intercambiable con el de “no informada” (uninformed), que da título al libro. Otro ejemplo es Brennan (2011, 2016) quien para referirse a personas que carecen de conocimiento utiliza “ignorante” (ignorant), pero también “no informada” (uninformed).
5. Wardle y Derakshan (2017, 20-21) hablan también de un tercer concepto, la malinformation, que podría traducirse por “información perversa”. La información perversa es información verdadera distribuida con la intención de hacer daño. Las filtraciones, el acoso mediático o el discurso del odio contarían como información perversa. La información perversa coincide con la desinformación en la intención de hacer daño, con la diferencia de que la información perversa es verdadera.
6. Un ejemplo de este uso equívoco de los términos se nos ofrece en el monumental estudio Desinformación: Cómo los medios nos ocultan el mundo (Serrano 2008). En esta obra, el periodista Pascual Serrano explica no sólo cómo los medios inducen creencias erróneas -es decir, como promueven la desinformación-, sino también cómo encubren algunos asuntos relevantes -es decir, cómo promueven la ignorancia. Serrano usa así “desinformación” como un término genérico que engloba la falta de conocimiento político de ambos tipos. J. Brennan tampoco hace una distinción precisa, ya que utiliza los términos ignorant —es decir, “ignorante”— y misinformed —es decir, “mal informada”— como igualmente opuestos a (well) informed -que se traduciría por “(bien) informada” (véase Brennan 2011, 9, 2016, cap. 2). È. Brown (2018, nota 1), por su parte, prefiere utilizar simplemente misinformation –es decir “desinformación”– y evitar más distinciones.