Reseña de: Javier Romero Muñoz: Pensar y sentir una naturaleza que cambia: hacia una ecofilosofía sin fronteras, Barcelona, Mra ediciones, 2020, 268 pp.
ISBN: 978-84-96504-37-0
Qué somos y de dónde venimos son dos incógnitas que llevan acompañando a la discusión filosófica desde hace siglos. Dos cuestiones que, si bien han sido abordadas desde múltiples y muy heterogéneas perspectivas, sin atisbo de dudas la literatura especializada coincide en reconocer que una de ellas ha ostentado en nuestra tradición un papel preponderante y sobredimensionado.
Así las cosas, la comprensión centrista y privilegiada del hombre como un ser cualitativamente distinto e indiscutiblemente superior al resto de la naturaleza, terminó por consolidarse hace siglos como la única alternativa permisible que desbancaba cualquier oposición, autoproclamándose como acreedora de la verdad última sobre la existencia. Tales consideraciones son enteramente relevantes pues, como indica Javier Romero, para este enfoque -y su impronta decididamente excluyente-, tan importante resultaba identificar qué somos efectivamente, como delimitar de manera clara y precisa qué no somos y de dónde no venimos.
Siguiendo su interpretación, cuando el pensamiento tradicional ha presentado al hombre como el único ser meritorio de consideración moral en virtud de presuntos parámetros excelsos y exclusivos del hombre como la racionalidad, la inteligencia o la espiritualidad, precisamente lo ha hecho desde un énfasis y un categórico rechazo por reconocerse como corporal, emocional o, en definitiva, como una sustancia situada en el mismo plano que el resto de especies, y subordinada a las mismas reglas y “limitaciones” que imperan en la naturaleza (p.63).
Este cisma ontológico que vertebra la retórica ficticia del hombre sobre la totalidad es el punto de partida de Pensar y sentir una naturaleza que cambia. Un loable ejercicio crítico que se enfrenta de manera directa a la soberbia antropocéntrica y sus sesgos, apoyándose en argumentaciones científicas y filosóficas que permiten resituar al ser humano como un producto de la evolución, alejado de elucubraciones metafísicas fantasiosas o misticismos de cualquier otra índole.
Es en este contexto donde se concentra la potencialidad explicativa de la obra de Romero, pues conduce a desarrollar una teoría política consecuente y congruente con el conocimiento que poseemos en la actualidad sobre el ser humano, su posición en el entorno y su dependencia ecosistémica. Teoría política que emerge precisamente en contraposición a la actual crisis ecológica a escala planetaria impulsada por la racionalidad instrumental (p.100), uno de los baluartes más representativos de la arquitectónica antropocéntrica Occidental, bajo la cual la naturaleza queda contemplada como un apéndice abyecto. O, en otras palabras, como un terreno inerte y pasivo que puede ser explotado y sometido a nuestros intereses sin límite de ningún tipo.
Desde este enfoque, sostiene que pronunciarse a propósito de la pérdida de biodiversidad, la deforestación y pérdida de bosques tropicales, la concentración atmosférica de dióxido de carbono, el cambio climático, el agotamiento de recursos o las pandemias -siendo estos tan solo unos ejemplos críticos al borde de un colapso irreversible analizados pormenorizadamente por el académico-, supone poner el acento en las extralimitaciones de un agente transformador que, con su mezquina forma de proceder y su ausencia de conciencia ecológica, pone -y lleva décadas poniendo- en riesgo la sostenibilidad de la Tierra.
Esta devastadora acción del hombre ha llevado a los especialistas a plantear diferentes conceptos para entender cómo afecta dicha incidencia sobre la Tierra, destacando Romero aquellos que mayor impacto académico han generado como los recogidos por el paleoecólogo Valentí Rull. Sin ánimo de exhaustividad, podemos nombrar algunos de los más relevantes como el Antropozoico, la Edad Atómica, el Antropostroma o el Antroceno (p.149). No obstante, en esta obra sigue la línea de investigación planteada por diferentes autores como Paul Crutzen o John Dryzek, prestando una atención particular al Antropoceno como nueva hipotética unidad estratigráfica desde donde entender e interpretar el papel que ocupa el hombre en esta hecatombe ecosistémica.
Cabe distinguir, con ello, que la relevancia de la hipótesis de trabajo empleada en esta obra no estriba meramente en presentar cuál ha sido el impacto de la humanización de la Tierra, entendiendo como tal la acción del homo sapiens sobre los ecosistemas desde su llegada hace miles de años. Más bien, reconociendo que todas las especies repercuten e intervienen de algún modo en el entorno, la conceptualización del Antropoceno supone orientar nuestra atención hacia un tipo concreto de intervención a escala global, así como a una serie de mecanismos y engranajes que han conducido a una situación crítica de insostenibilidad ecosistémica. Para clarificar su postura, Romero remite al pensamiento de Will Steffen donde se reconoce la importancia de al menos tres periodos; preindustrial (antes de 1750), Industrial (1750-1945), y la Gran Aceleración (1950- en adelante), donde precisamente a partir de este último puede percibirse un giro crítico. Un cambio de magnitud considerable donde la expansión mundial del comercio y la producción ha llegado a sumergirse en una Tercera Revolución industrial de raíz tecnológico-digital (p.157) donde las extralimitaciones del hombre en materia ambiental repercuten de un modo singular y distintivo no equiparable a estadios previos de nuestra presencia en la Tierra.
La cantidad de estudios recopilados por Romero que avalan la magnitud de este impacto es francamente inagotable; concentración atmosférica de dióxido de carbono a partir de los registros de hielo, concentración atmosférica de metano, capturas de peces marinos en millones de toneladas, estimación de nitrógeno inducido por el ser humano en los márgenes costeros, o la acidificación oceánica derivada de la concentración superficial media de iones de hidrógeno (p. 159) representan solamente algunos de ellos, donde no solo queda recogido y estandarizado dicho efecto a través de marcadores académicamente consensuados como los de huella ecológica, hídrica o forestal. Muy al contrario, al contemplar tales consecuencias como fruto de la intervención del hombre, también posibilita atribuirle tanto responsabilidad en primer lugar, así como capacidad de actuación en un angosto y cada vez más minúsculo margen antes de un colapso irreversible.
Sin embargo, pese a que desde hace décadas conocemos indubitablemente que hemos superado con creces la biocapacidad regenerativa del planeta, y que nuestra gestión de los recursos no renovables resulta a todas luces insostenible, la investigación científica no ha resultado fructuosa para movilizar un proyecto político organizado frente a una situación tan alarmante como la expuesta. Esto quiere decir que, ateniéndonos a la impermeable institucionalización del dominio sobre la naturaleza y su profundo arraigo en nuestra cultura, pese a que desde Darwin hemos comprendido y justificado científicamente que el hombre no es la medida de todas las cosas, ello no ha significado que efectivamente en el espectro práctico haya dejado de serlo.
La persistencia de nuestro egoísmo como especie continúa a todas luces operando bajo los mismos parámetros de dicha racionalidad instrumental orientada a la consecución del máximo beneficio de los fines y objetivos del hombre. Una idéntica pero renovada lógica del dominio que se plasma en cada ápice de un proyecto que sigue sin estimar límite alguno a la mercantilización y tecnificación de la naturaleza y los ecosistemas. En ese sentido, lo que Romero sostiene es que habernos reconocido como una especie ni más ni menos importante que el resto, no ha conducido a una democratización ecológica del pensamiento donde se atienda a la naturaleza más allá que como una mina de recursos. En cierto modo hemos asumido a regañadientes nuestra historicidad evolutiva, pero la deconstrucción del hombre y su vuelta a lo terrenal implica también dejar de entender la naturaleza bajo el prisma antropocéntrico -ya sea en su vertiente fuerte o débil-. Nos hemos reconocido como naturales, sí, pero a través de unas convicciones impregnadas y significadas por el propio ser humano. Como expone, cuando hemos querido describir en qué consiste específicamente ser y formar parte de la naturaleza, hemos hablado mucho, pero no hemos sabido escuchar (p. 227).
Frente a ello el investigador se apoya en los estudios de diversos pensadores ambientalistas como el ya citado John Dryzek, Val Plumwood o Carmen Velayos, para desarrollar una propuesta de justicia comunicativa ecológica que conduce a una “reconciliación no regresiva con la naturaleza” (p. 221). En esta visión sustentada por dos conceptos neurálgicos en su obra como lo son la biosemiótica y la racionalidad ecológica, entramos en diálogo con otras sustancias asumiendo que más allá del hombre hay otras formas de ser y estar en el mundo que merecen ser respetadas, escuchadas y reconocidas a través de los signos y señales que como todo organismo vivo emiten. Así expresa que:
Estos signos ofrecen multitud de significados, permitiendo que la percepción humana pueda llegar a reinterpretarlos en términos de recepción de comunicación ecológica. Por ejemplo, situarse uno mismo aisladamente en la Selva Amazónica implica una percepción mayor de los signos no lingüísticos emitidos por la fauna y flora de este ecosistema, o bucear en la Gran Barrera del Coral Australiana implica una percepción mayor de los signos emitidos por sus corales (por ejemplo su color), entre numerosos ejemplos de comunicación ecológica válidos para una percepción adecuada de las señales de la naturaleza. (p. 222)
Aquí la biosemiótica y la racionalidad ecológica citadas operan dando sentido a nuestra continuidad como especie frente al pensamiento tradicional. Comunicación y racionalidad, si bien son dos parámetros fundamentales dentro del espectro filosófico, no son exclusivos del hombre. Reconocer estas formas de racionalidad y comunicación en los animales y los ecosistemas -entre otros-, entendiéndolas como expresiones diferentes en grado y no subsumibles en jerarquías o estructuras fragmentarias, supone extender nuestra sensibilidad en una propuesta ecoética construida desde el respeto y el cuidado. En definitiva, Pensar y sentir una naturaleza que cambia supone un ejercicio de apertureidad e inclusión donde podamos negociar nuestro espacio en el planeta, aprendiendo a escuchar todo lo que la naturaleza nos tiene que decir y que durante tanto tiempo hemos obviado.
Adrián González Pérez
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED)