Meritocracia, paranoia y
desinformación:
Una propuesta de ampliación de La tiranía del mérito (2020)*
Oriol Navarro Erausquin
IFS, CSIC
oriol.navarro@cchs.csic.es
1. Introducción
En su libro “La tiranía del mérito: ¿Qué ha sido del bien común?” el filósofo Michael Sandel (2020) estudia la meritocracia y sus profundos efectos en las sociedades occidentales, especialmente en los Estados Unidos de América. Sandel expone como la meritocracia lleva décadas incontestada en el discurso público y también cuáles han sido sus efectos sociopolíticos. Entre ellos, arguye Sandel, está el creciente resentimiento de los trabajadores blancos sin título universitario hacia las élites políticas, económicas y sociales, resentimiento que en el caso estadounidense fue capitalizado en 2016 por Donald Trump mediante una retórica populista y antiglobalista. En este ensayo aceptaremos las premisas y conclusiones de Sandel para construir sobre ellas y ver cómo encajan sus observaciones en otro fenómeno social en crecimiento que también facilitó la victoria de Trump: la desinformación y sus consecuencias individuales (paranoia) y colectiva (teorías de la conspiración). Al igual que hace Sandel en su libro, en este ensayo nos centraremos en los EEUU, pero es posible que buena parte de las observaciones también pudieran ser válidas, con mínimos retoques, a otros países occidentales donde también abunda el discurso meritocrático y el pensamiento conspiranoico. Después de explorar el libro de Sandel y su relación con la paranoia, expondremos una teoría de la conspiración estadounidense concreta, QAnon, que nos servirá para comparar las semejanzas entre sus causas y lógicas con las reflexiones de Sandel acerca de las consecuencias de la meritocracia.
2. La Tiranía del Mérito
En este apartado se examinará el libro homónimo (2020) del filósofo Michael Sandel con el fin de recoger algunas observaciones que servirán de fundamento para explicar la ira contra las élites y sus consecuencias: la elección de Trump y la popularización de las teorías conspiranoicas. Una peculiaridad de la polarización antes comentada, y que es importante señalar, tal y como expone Sandel, es que en el electorado republicano y especialmente entre el más pro-Trump existe un sentimiento de victimización provocado por la percibida degradación de su posición socio-económica. Esta degradación percibida tiene raíces materiales: transformaciones económicas estructurales como la deslocalización industrial provocada por la globalización. En nuestras sociedades actuales se suele equivaler el salario de un trabajo con el valor de su contribución a la sociedad, de manera que esta creciente desigualdad puede suponer una creciente sensación de desprecio. Es por ello que el sentimiento de victimización se explica por lo material, la pérdida de empleo, pero también por el desplazamiento cultural, ya que son dos fenómenos entrelazados. El trabajo es una fuente de reconocimiento y estima social que para los trabajadores manuales de EEUU parece cada vez más agotada. El sentimiento de futilidad y fatalidad es tal que muchos de ellos han abandonado el mercado de trabajo ante unas credenciales meritocráticas desoladoras.
En una sociedad profundamente meritocrática ser juzgado como carente de mérito tiene fuertes efectos psicológicos. Como dice Michael Young (2001) en un artículo de The Guardian citado por Sandel, «A ninguna clase marginada la habían dejado jamás en semejante grado de desnudez moral». Además de la dificultad económica del estancamiento salarial y pérdida de empleos, estos marginados también sufren el perjuicio psicológico de ansiedad, vergüenza y miedo ante lo que perciben como una propia obsolescencia creciente en una sociedad que no los necesita ni valora sus destrezas. Sandel saca a colación las muertes por desesperación, un término acuñado en respuesta a un suceso extraño: entre 2014 y 2017 la esperanza de vida en EEUU rompió su tendencia a aumentar y disminuyó como consecuencia de una epidemia de fallecimientos por suicidios, sobredosis y enfermedades hepáticas por abuso de alcohol. El nombre viene de que todas estas muertes son, en cierto sentido, autoinflingidas. Los fallecimientos de este tipo llevaban en aumento desde hacía más de una década sobre todo en personas adultas blancas de mediana edad, especialmente en la franja de edad entre 45 y 54 años, que se triplicaron entre 1990 y 2017. Pero este aumento se ha dado principalmente en los no graduados universitariamente y, de hecho, en este grupo y etapa temporal la tasa de mortalidad general de los graduados universitarios descendió un 50% y la de los no graduados aumentó un 25%. La situación es tal que en 2017 los hombres sin grado tenían el triple de posibilidades que la media de sufrir una muerte por desesperación.
Esta situación se contrapone con la de la élite y su cultura de condescendencia. La meritocracia no solamente culpa al “perdedor” de su desgracia sino que legitima al “ganador”, presentando su riqueza como fruto de su supuesto talento y esfuerzo. El ideal meritocrático, más que un remedio contra la desigualdad, sirve de justificación para ella. Es esta combinación explosiva de sentimientos morales, de soberbia contra humillación y resentimiento, los que según Sandel generan la revuelta populista contra el mérito. La soberbia de la élite les hace convencerse de que se merecen lo que tienen tanto los de arriba como los de abajo, lo que visto desde esa secundaria posición, es una soberbia mortificante, denigrante y culpabilizadora. Así es como, expone Sandel, el relato meritocrático es una fórmula de discordia social garantizada.
Sandel arguye que, cuando la responsabilidad personal por el destino propio es tan fundamental, se vuelve difícil imaginarnos en la piel de otras personas. Esto se aplicaría tanto a la élite soberbia como al trabajador blanco manual cuyo resentimiento económico ha alimentado una angustia racial que se entremezcla con racismo descarado. Perdieron parte de su salario público y psicológico, el privilegio blanco, con el movimiento de derechos civiles y el fin de la segregación racial. Esto les quitó el consuelo de que eran superiores a algunos grupos a los cuales podían despreciar libremente. Es pues necesario tener en cuenta también la sensación de amenaza que pueden percibir al ver incrementada la representación de grupos tradicionalmente minoritarios, simbolizada por un presidente afroamericano -Barack Obama-, una mujer como candidata a la presidencia -Hillary Clinton- o la perspectiva de que en cuestión de décadas la población blanca estadounidense deje de ser la mayoría de la población frente a la “no-blanca” (Craig, Rucker y Richeson 2018).
Sandel cita una serie de entrevistas que revelaron que los vecinos de una comunidad rural tenían una fuerte preocupación de estar siendo ignorados o no suficientemente reconocidos, lo que se entremezclaba con el resentimiento a las personas supuestamente no merecedoras de tanta atención, donde se incluía a minorías raciales y profesionales urbanos que no “hacen nada productivo”. También cita una investigación que expuso que los hombres trabajadores sureños conservadores sentían que llevaban tiempo esperando para vivir el sueño americano y veían a otros (negros, mujeres, migrantes, …) saltándose la cola. Así es como descargaban su ira contra la discriminación positiva y los políticos que la permitían y fomentaban. El discurso de los demócratas liberales con educación universitaria de “revísate tus privilegios” es entendida por parte de los obreros blancos como hipocresía elitista que ignora o desprecia las dificultades que tienen ellos para obtener reconocimiento en un orden meritocrático que muestra escasa consideración por sus destrezas. Esto se suma a que el credencialismo ha llevado a un desprecio hacia personas con pocos estudios, que a día de hoy es posiblemente el prejuicio contra un grupo desfavorecido más legitimado en occidente.
Esta percibida hipocresía se aplica también a la retórica de los liberales, que arguyen que las posiciones ante la globalización son las de lo abierto contra lo cerrado. De esta manera, los “ganadores” de la economía moderna altamente cualificados quedan como los de mentalidad abierta y sus críticos como los de la cerrada, asociando el cuestionar el libre movimiento de bienes, capitales y personas con el fanatismo y la intolerancia. De nuevo, es un modo de defender la globalización neoliberal muy condescendiente con los perdedores, ya que solo se les ofrece como solución a sus penurias el mejorar su formación, lo que implica que la economía ya no funciona para ellos y que se han de transformar para ajustarse a sus demandas. Los de “la agenda abierta” también suelen defender la tecnocracia, que implica externalizar el juicio moral y político hacia los mercados o los expertos y vaciar de contenido el debate democrático, vacío que acaba siendo llenado de formas discursivas crudas, autoritarias, de identidad y de pertenencia.
Trump prometió hacer a América grande de nuevo, reafirmando su soberanía, identidad y orgullo nacional. Esto sedujo a los molestos con unas élites que celebraban la globalización como progreso y apertura, más identificadas con las élites globales que con su propia ciudadanía. Lo cual no significa que los votantes de Trump renegaran de las promesas meritocráticas, sino que negaban que fuera un proyecto inacabado que requería de la acción del Estado para eliminar injusticias estructurales. Si se entiende que la meritocracia ya funciona fácticamente, la discriminación positiva pasa a ser interpretada como justamente una perversión de la misma. Y que se les negara su esfuerzo atribuyendo sus modestos éxitos al privilegio blanco era demasiada ofensa para un grupo que se había sometido a la disciplina meritocrática y aceptado la dura valoración recibida. Percibían pues que el gobierno nacional les despreciaba al permitir que ciertos grupos los adelantaran de una manera “tramposa” mientras que los dejaban en la estacada laboral vendiéndolos a los intereses de las multinacionales globales, legitimándolo todo con un discurso tecnocrático que les sonaba ajeno. No es que hayan dejado de creer en el mérito del trabajo duro sino que creen, no sin falta de cierta razón, que el juego está amañado. Y es aquí donde entra la paranoia y la creencia en teorías de la conspiración.
3. Paranoia y teorías de la conspiración
El libro de Sandel hace un buen trabajo de análisis del papel de la meritocracia en la formación de la psique social de resentimiento contra la élite que llevó a buena parte del pueblo estadounidense a votar por Trump. Señala muy bien el sentimiento de humillación, resentimiento, depresión y ansiedad que sufren los trabajadores manuales ante un gobierno y una economía que los está dejando atrás, pero hay otros sentimientos que también son vitales para entender esta situación: la desconfianza, que Sandel trata muy de pasada y brevemente, y la paranoia y su manifestación colectiva (las teorías de la conspiración), de las cuales, a pesar de la larga extensión del libro, no dedica ni una sola palabra. No consideramos que esto sea necesariamente un error, ya que al fin y al cabo hay que decidir qué incluir y qué no y podemos entender que el autor no lo considerara relevante para el estudio de la meritocracia. Pero sí consideramos que su análisis puede enriquecerse si introducimos estos nuevos factores, ya que se relacionan muy bien con los efectos psicológicos de la meritocracia descritos por Sandel y sus consecuencias políticas: la elección de Trump.
Empecemos con la paranoia en su manifestación individual. Para estudiar la paranoia de manera rigurosa sería necesario exponer a un número estadísticamente significativo de personas a la misma experiencia para ver quiénes reaccionan de manera paranoica y qué tienen estos en común. En 2006 se llevó a cabo un experimento que cumplía estos exigentes requerimientos mediante realidad virtual (Freeman y Freeman 2008). Cien hombres y cien mujeres ingleses de diversos orígenes socioeconómicos (con la exclusión de personas con severas enfermedades mentales) fueron sometidos a una idéntica experiencia de realidad virtual: una simulación de ir en el metro de Londres donde personajes generados por ordenador pasaban el tiempo sin hacer demasiado caso al participante, leyendo o conversando con el de al lado. A pesar de que los personajes habían sido programados con la máxima intención de que fueran neutros, las reacciones fueron muy diversas. Si bien a algunos les pareció que tenían una actitud simpática, la mayoría los percibieron como neutrales o como amenazantes. El 45% de los voluntarios tuvo por lo menos un pensamiento paranoico, es decir, una percepción de amenaza o desconfianza ante esos personajes programados para ser neutros.
Como los participantes habían respondido un cuestionario previo al experimento, los investigadores pudieron encontrar tres características emocionales distintivas entre aquellos que habían tenido alguna respuesta paranoica: sentimientos negativos sobre ellos mismos y otras personas, altos niveles de ansiedad y una mayor tendencia a preocuparse. Son tres características que ya habían sido relacionadas en otros estudios con personas con delirios persecutorios, pero este experimento pudo confirmar que también explican las formas más cotidianas de paranoia, reforzando la idea de que la paranoia cotidiana y la “clínica” son fenómenos relacionados o incluso manifestaciones de la misma experiencia psicológica de variable intensidad.
Analicemos pues estas tres características. Sandel dejó claro que la meritocracia llevaba a sus “perdedores” a desarrollar sentimientos negativos sobre ellos mismos y otras personas, en forma de baja autoestima, humillación y resentimiento, por lo que tenemos un primer vínculo entre la meritocracia y la aparición de paranoia. El segundo vínculo aparece con las otras dos características emocionales, ansiedad y preocupación, ya que también hemos visto que son provocadas por una globalización que destruye empleos y vuelve obsoletas a comunidades enteras y sus formas de ganarse el sustento, todo ello reforzado por una meritocracia cuya única solución que aporta es “estudia y reinvéntate”. Para alguien de mediana edad y sin muchos medios, una perspectiva decadente y una solución como esa puede generar abundante preocupación y ansiedad.
Una vez establecidos los vínculos entre la meritocracia y sus efectos en la paranoia individual, pasemos al quid de la cuestión, la paranoia que se da entre grupos distintos, ya que el fenómeno que más nos importa es como los perdedores de la globalización y de la meritocracia han identificado en la élite un grupo hostil. Para poder hablar de paranoia entre miembros de diferentes grupos, es necesario dar alguna forma de conceptualización de la cognición paranoide a nivel intergrupal. Para ello vamos a servirnos de la definición de Kramer y Schaffer (2014) de paranoia intergrupal, que entienden como percepciones que algunos miembros individuales de un grupo tienen de sí mismos (y de su grupo) como acosados, amenazados, dañados, subyugados, perseguidos, acusados, maltratados, agraviados, atormentados, menospreciados o vilipendiados por otro grupo o sus miembros individuales. En base a la investigación acumulada sobre las consecuencias afectivas y cognitivas que tienen las estructuras de interdependencia en el desarrollo de las relaciones intergrupales, los autores argumentan que las estructuras asimétricas de interdependencia, caracterizadas por diferencias en el poder, el estatus o la dependencia entre grupos, juegan un papel central en el desarrollo de la paranoia intergrupal. La definición de paranoia intergrupal y esta última observación de cómo es fomentada por estructuras asimétricas de interdependencia encaja de nuevo perfectamente con la percepción que el trabajador manual estadounidense tiene de unas élites intocables, con mayor poder y estatus, que deciden sobre el destino de su puesto de trabajo.
Veamos ahora pues como las teorías de la conspiración (en adelante, TC) son producto de esta paranoia intergrupal. En vez de creer que otros intentan herir a un perceptor personalmente, como sucede con la paranoia interpersonal, las TC son una especie de paranoia colectiva que implica la sospecha de que otro grupo trata de engañar o herir a los miembros del propio grupo. La primera gran diferencia reside, pues, en que la paranoia intergrupal requiere de una fuerte percepción de límites intergrupales, mientras que la paranoia interpersonal suele desconfiar de todos y todo y preocuparse principalmente de uno mismo. De esta manera, algunos investigadores (Van Prooijen y Van Lange 2014) argumentan que creer en TC está asociado con sentimientos de rechazo por parte del grupo externo y con un fuerte sentimiento de conexión con el grupo interno que se percibe como amenazado. Sería pues en este segundo aspecto donde se diferenciaría claramente de la paranoia interpersonal, cuyos perceptores generalmente se sienten amenazados personalmente por sus compañeros del grupo y no experimentan tal conexión emocional. De hecho, típicamente la paranoia interpersonal es auto-referencial. El paranoico cree que las acciones del perseguidor apuntan directamente contra el perceptor, quien se siente diferente, especial y frecuentemente espiado o amenazado por aquellos de su mismo “grupo”. Esto no implicaría una separación total de ambos fenómenos, ya que todo apunta a que existen muchas causas comunes entre la creencia en las TC y la paranoia interpersonal, pero es relevante para poder señalar la dimensión social de las TC que las separa de la paranoia interpersonal.
Según Van Prooijen y Van Lange (2014) esta dimensión social de las TC consiste principalmente en la percepción de que el propio grupo está siendo amenazado por otro u otros grupos, una percepción que podría ser alimentada por diversos motivos: desde la sensación de que el propio grupo es marginalizado por el resto de la sociedad hasta por prejuicios de todo tipo, ideología o clara hostilidad intergrupal. Es por ello que la creencia en las TC se asocia con un fuerte sentimiento de apego al propio grupo victimizado y de preocupación por sus miembros, sentimiento que se ve reforzado por la propia creencia en las TC ya que la existencia de un grupo externo amenazador aumenta la identificación, cohesión y armonía dentro del grupo (Tajfel y Turner 1979).
Este fenómeno puede verse reflejado en la propia campaña de Trump, cuyos seguidores formaron un grupo muy cohesionado frente a los que consideraban sus enemigos. Típicamente, el grupo amenazador se percibe como poderoso, algo que se relaciona con factores que según otros estudios predicen la creencia en las TC, como la sensación de falta de control (Sullivan et al. 2010), el cinismo político y una actitud negativa hacia las autoridades (Swami et al. 2011), factores que en mayor o menor medida se dan entre los perdedores de la meritocracia. Pasemos pues a ver una TC muy importante que ejemplifica estas reflexiones.
4. QAnon, una teoría de la conspiración grotesca
El 1 de agosto de 2019 Yahoo News informaba de la existencia de un documento de inteligencia del FBI en el cual se advertía de que ciertas teorías conspirativas marginales podían suponer una amenaza en términos de terrorismo doméstico (Winter 2019). Horas más tarde, en un mitin de Trump en Cincinnati, uno de los teloneros que estaba exaltando al público antes de la entrada del presidente exclamó: “Where we go one, we go all.” -“Donde vamos uno, vamos todos”- (Bump 2019). Esta frase es el lema principal de la teoría de la conspiración QAnon, destacada por el informe del FBI como un claro ejemplo de amenaza terrorista doméstica ya que su narrativa puede fomentar que grupos o individuos lleven a cabo actos criminales o violentos (Winter 2019).
Que un telonero de un mitin de Trump dijera el lema de QAnon es más una anécdota que una casualidad, ya que el ahora ex-presidente y la teoría de la conspiración tienen una relación muy estrecha. Para empezar, Trump juega un papel clave en la teoría, el de héroe salvador que se presentó a las elecciones para detener a una camarilla de poderosas élites que controlan el mundo. Esta camarilla, también nombrada como deep state, estaría formada principalmente por miembros del partido demócrata pero también incluiría a ex-presidentes del partido republicano, miembros del mundo financiero -como George Soros-, famosos de Hollywood y otras élites. Sus crímenes principales serían la intención de destruir las libertades estadounidenses, planear la subyugación de todas las naciones bajo un gobierno mundial y la práctica de rituales pedófilos y sacrificios satánicos de niños (Zuckerman 2019). Los seguidores de QAnon creen que el entonces presidente tenía un gran plan con el que salvar al mundo de la camarilla, ya que iba a llegar el día de “La Tormenta” en el que Trump instauraría la ley marcial, arrestaría a miembros del deep state como Barack Obama y Hillary Clinton, les juzgaría en juicios militares y probablemente les ejecutaría. Pasada la tormenta y detenida la camarilla, empezaría “El Gran Despertar” cuando todo el mundo reconocería que los defensores de QAnon tenían razón y comenzaría una época de paz y esplendor en la tierra (Zuckerman 2019).
A pesar de lo disparatadas que sean estas acusaciones, un estudio de la universidad de Tufts publicado en octubre de 2020 expuso que uno de cada seis estadounidenses consideraba a QAnon como una fuente de información fiable por lo menos en algunas ocasiones (Schaffner 2020). Otro estudio de marzo de 2021 indicaba que un 15% de los estadounidenses en general y un 23% de los votantes republicanos estaban de acuerdo con la afirmación de que “el gobierno, los medios de comunicación y el mundo financiero en los EE. UU. están controlados por un grupo de pedófilos adoradores de Satanás que dirigen una operación mundial de tráfico sexual de niños” (PRRI-IFYC 2021). Esta encuesta muestra el alcance del relato de QAnon y también su peligro, ya que un 28% de los republicanos encuestados pensaban que “Debido a que las cosas se han desviado tanto, es posible que los verdaderos patriotas estadounidenses tengan que recurrir a la violencia para salvar a nuestro país”, lo cual explica la cantidad de banderas con enormes Q que se pudieron ver durante el funesto asalto al Capitolio de los Estados Unidos
Esta narrativa en la que las élites aparecen como absolutamente malvadas se ha demostrado muy seductora para aquellos que Sandel expone como los perdedores de la meritocracia, quienes ya las percibían como hipócritas y engañosos. La percepción previa facilita un sesgo de confirmación que les hace más susceptibles a creer en TC donde las causas de su degradación no son estructurales sino provocadas por un grupúsculo maligno. De esta manera, bastaría con eliminar la cabeza de la serpiente (“la tormenta”) para restaurar su estatus y posición económica.
Para comprender la explosión de popularidad de QAnon entre el público estadounidense y especialmente en las filas republicanas (Schaffner 2020), podemos analizar otro factor sociopolítico relacionado con las consecuencias meritocráticas señaladas por Sandel: la polarización. Cuando Trump presentó su candidatura para las elecciones de 2016, en los Estados Unidos ya existía, desde hacía años, una fuerte tendencia incremental de la polarización política, marcada por una creciente hostilidad del electorado hacia los líderes y votantes del partido contrario (Iyengar y Westwood 2015; Campbell 2016). Esta polarización ha alimentado a un creciente tribalismo partidista nutrido por una progresiva coincidencia entre afiliación política y rasgos como la raza, el género, la edad, la educación y la religiosidad (Shea 2013).
Por otro lado, la polarización ha sido alimentada por unas redes sociales que priman la atención por encima de la veracidad, con algoritmos que priorizan los contenidos controvertidos. El propio diseño de la red favorece la creación de circuitos cerrados de personas afines a las mismas ideas, un fenómeno conocido como cámara de eco, en el cual los usuarios de internet tendemos a recibir y difundir contenidos que concuerdan con nuestra visión. Este fenómeno fomenta que nos radicalicemos en nuestras ideas al no recibir argumentos competidores y que precisamente sean los mensajes provocadores o “no políticamente correctos” los que pueden conseguir romper estas cámaras de eco y difundirse transversalmente por la red, al recibir visibilidad y difusión por parte de los usuarios provocados y no solamente de los que concuerdan con la idea. Sea por la naturaleza rompedora de estos discursos o por un sesgo del algoritmo, un experimento a gran escala y de larga duración en Twitter demostró que de manera consistente la derecha mediática y política mainstream obtiene una mayor amplificación algorítmica que su contraparte de izquierdas (Huszár et al. 2021).
A todo esto hay que añadirle el uso de bots y de campañas propagandísticas dirigidas a grupos muy concretos. Este es el caso del escándalo de Cambridge Analytica, que favoreció el auge de Trump mediante anuncios personalizados para personas concretas diseñados para aprovecharse de sus temores en base a la información que podían extraer de sus perfiles psicográficos (Rehman 2019).
La candidatura de Trump prosperó en este clima polarizado y su presidencia siguió avivando esta división (Jacobson 2019), que puede considerarse como uno de los factores a tener en cuenta para entender cómo han podido prosperar tanto entre el electorado republicano teorías conspirativas focalizadas contra las élites demócratas. Pero, si bien es importante, no es el único factor, ya que la supuesta camarilla está formada por todo tipo de élites, incluyendo ex-presidentes del partido republicano, miembros del mundo financiero y famosos de Hollywood, entre otros. En este marco y bajo la tiranía del mérito, toda élite gobernante tecnocrática parece sospechosa.
5. Todo es culpa del complot
Sartre (1948) argumentaba que, en la mente del que los odia, el grupo enemigo suele estar tan caracterizado por fuerzas y cualidades fantásticas que dicha representación apenas tiene ninguna semejanza con las características y hábitos reales de los sujetos que forman dicho grupo, con el claro ejemplo del judío como maestro conspirador que mueve los hilos del mundo que aún hoy es sostenido por muchos antisemitas. Smith (1996) conceptualiza este argumento con la idea de que los grupos enemigos a veces toman forma de quimera: constructos sociales de un grupo o figura política al que se atribuyen poderes fantásticos que realmente están fuera de sus posibilidades. En lugar de evaluarlo de forma realista, se atribuye al enemigo un poder abrumador y de gran alcance que, en la práctica, supera con creces lo que es factible, de modo que se le puede culpabilizar de muchas más desgracias.
Esto también facilita el relato de la lucha del bien contra el mal, ya que el enemigo es retratado como maligno y poderoso, en contraste con el cual queda el propio grupo configurado como honorable, justo y moralmente justificado. Un experimento (Sullivan et al., 2010) reveló que sus participantes mostraban mayores niveles de autopercepción de control personal cuando estaban expuestos a información del enemigo (en ese caso Al-Qaeda) como poderoso y difícil de comprender que a los participantes que habían recibido un retrato más débil o claramente definido en sus limitadas capacidades. Esto podría explicar el éxito que han tenido las TC de QAnon en los seguidores de Trump. Si bien las élites ya son poderosas por sí mismas, imaginarlas como una camarilla que controla todo y que incluso pone trabas al ya presidente Trump desde un deep state da una mayor sensación de control a personas que previamente lo habían perdido. Al fin y al cabo, si existe un enemigo poderoso, se explican los propios fracasos no por falta de mérito sino por su mano negra, y mejor aún, puede llegar a ser derrotado unitariamente y volver a un pasado idealizado, previo a sus fúnebres complots.
Unos investigadores (Sullivan et al. 2014) se basaron en psicología existencial para argumentar que la irracionalidad con la que se construye a un enemigo de múltiples funciones y formas, como sería una “élite” difusa que incluye desde presidentes a actrices, se explica por la necesidad de aliviar nuestra ansiedad existencial. Esta ansiedad sería inherente a la existencia humana, cuya causa sería el conocimiento de que nuestro deseo de vivir será inevitablemente frustrado. De esta manera, el ser humano construiría frágiles identidades simbólicas y las defendería de cualquier amenaza a su validez con tal de trascender su propia mortalidad. Partiendo de sus observaciones, la ansiedad identitaria-existencial descrita por Sandel podría explicar el aumento de la necesidad de la creación de enemigos fuertes, la ira populista contra las élites e incluso las TC como QAnon. Dicha ansiedad ante la desigualdad de riquezas y reconocimiento, así como la creciente obsolescencia laboral, se manifiesta, como ya hemos visto, en las llamadas muertes por desesperación, que pueden entenderse como la máxima expresión de la angustia existencial.
Por último, veamos la relación entre la creencia en las TC y dos variables típicamente importantes en otras actitudes y comportamientos sociopolíticos y especialmente relevantes para el caso en cuestión: autoritarismo de derecha (AD) y orientación al dominio social (ODS). El AD, aparte de predecir prejuicios y otras actitudes sociopolíticas, sirve para medir el nivel de creencia en que uno debe someterse a las convenciones y a las autoridades legítimas y ser castigado si no las obedece. La ODS, una herramienta de investigación relativamente nueva, es un constructo de diferencia individual que indexa el grado en que los individuos respaldan las jerarquías basadas en grupos superiores y otros inferiores. También sirve para probar predicciones basadas en la teoría del dominio social, la cual sostiene que las sociedades postindustriales están organizadas como jerarquías sociales y económicas basadas en grupos que se perpetúan mediante mecanismos psicológicos. Ambos predictores típicamente se correlacionan pero tienen ciertas diferencias: mientras que la ODS aumenta ante la percepción del mundo como lugar competitivo y evalúa la defensa del dominio y superioridad contra el igualitarismo, el AD aumenta ante la percepción del mundo como lugar peligroso y evalúa la defensa de la cohesión social y seguridad contra la autonomía e independencia.
Evaluemos primero su relación con la paranoia. Un estudio (Onraet et al. 2013) expuso que la ODS presenta relaciones débiles y significativas con la ansiedad y de la misma manera el AD con la ansiedad por la muerte, y ambos se asociaron moderadamente con la ansiedad intergrupal. Otro estudio (Walter, Thorpe y Kingery 2001) sostuvo que el AD estaba relacionado con tener creencias “irracionales” (como la necesidad de ser perfecto o que el pasado determina el presente) y con sentimientos generales de ansiedad, mientras que la ODS se relacionaba con sentimientos de sospecha y preocupación. Quizás la paranoia media entre visiones del mundo como un lugar peligroso/competitivo, estas dos variables (AD/ODS) y la creencia en las TC, o quizás la paranoia puede predecir visiones del mundo como un lugar peligroso/competitivo y/o estas dos variables.
Veamos ahora el estudio de Wilson y Rose (2014), en el cual creer en las TC muestra correlaciones significativas con las seis subescalas de psicopatología, siendo las asociaciones más fuertes con grandiosidad (algo que encajaría con el hecho de sentirse especial por no caer en la versión oficial y creer que se tiene un papel importante en el desmantelamiento de la conspiración) y la creencia paranoide. Estas dos fueron las únicas dos subescalas de psicopatología que se correlacionaron moderadamente con ODS y AD. Por último, la creencia en las TC se correlacionó significativamente con AD y (más fuertemente) ODS. Los investigadores concluyeron que su experimento sugería que la creencia en las TC puede ser explicada parcialmente por una mayor preferencia por la jerarquía y/o autoridad que a su vez surge de la preocupación de que el mundo es un lugar peligroso y/o competitivo. Estos resultados pueden explicar por qué el electorado de Trump ha sido tan susceptible a QAnon. Para conservadores tradicionales que han visto como sus fuentes de reconocimiento se desmoronaban y los grupos que pertenecían a posiciones jerárquicas inferiores se revelaban ante dichas jerarquías, la creencia de que todo es un complot de unas élites perversas era un relato muy seductor.
6. Conclusiones
Este ensayo ha supuesto principalmente un ejercicio de recopilación de estudios e investigaciones para ponerlos en paralelo a las observaciones de Sandel y tratar así de enriquecerlas. Hemos partido de la base de que en “La tiranía del mérito” se desarrolla un buen análisis del papel de la meritocracia en la formación de la psique social de resentimiento contra la élite que llevó a buena parte de los ciudadanos estadounidenses a votar por Trump, exceptuando que dicho análisis podía ser ampliado. Apreciando los crecientes niveles de paranoia antielitista y su manifestación más clara en forma de una TC creída por una parte del electorado republicano y que demoniza una camarilla de élites pedófilas y con ansias de control global, presumimos que estos eran fenómenos con un peso sociopolítico lo suficientemente importante como para ser desarrollados también.
Hemos encontrado una serie de puntos de encaje entre los efectos psicológicos de la meritocracia y la paranoia y creencia en las TC que validan nuestra presunción, aunque requeriría más investigación para ser desarrollada adecuadamente. Apreciamos también la importancia de llevar a cabo dicha investigación localizada en países europeos. Como hemos especificado en la introducción, en este ensayo nos hemos centrado en los EEUU, pero posiblemente observaciones y conclusiones similares podrían darse cambiando el campo de estudio a nuestro continente. Un estudio recientemente publicado, basado en una encuesta a 3760 españoles, ha mostrado una relación entre posicionarse en la derecha del espectro político con la creencia en TC, relación aún más fuerte con la creencia de TC sobre la pandemia de Covid-19 (Galais y Guinjoan 2022). La expansión de las teorías de la conspiración puede suponer desde un peligro de salud pública hasta una amenaza para la salud democrática, especialmente si es instrumentalizada por actores políticos con intenciones solo justificables con relatos de amenazas (in)existenciales. Por ello consideramos tan importante seguir estudiándolas para comprender sus particularidades y desarrollar posibles mecanismos para combatirlas.
Bibliografía
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