Retos filosóficos de las sociedades digitales:
esbozo de un enfoque sistémico
1. Introducción
Internet ha invadido nuestras vidas de manera inexorable. Y el mundo digital se ha convertido en una parte integral de nuestro mundo de la vida. Por un lado, Internet ofrece increíbles oportunidades de comunicación y colaboración, con nuevas formas de relacionarse a través de las redes sociales, con infinitas actividades de ocio (las plataformas de videojuegos y del streaming), con nuevos modelos de administración, de comercio, de educación y ciencia (abierta y ciudadana), y también de política y democracia participativa, hasta el Internet de las cosas, que crea entornos de vida y trabajo plenamente digitalizados y conectados a la red (Corsín, Wagner 2021). Es, sin duda, una tecnología que, según su uso, puede conectar a las personas con independencia de las distancias físicas entre ellas, proporcionar conocimientos y diversión, además de agilizar el trabajo y la vida cotidiana.
Por otra parte, vemos hoy en día también con preocupación cómo nuestras sociedades están cambiando no sólo, pero sí en gran medida, por la digitalización de la comunicación. En tiempos de Internet, la comunicación debe ser sobre todo rápida, breve, mediática y llamativa. La atención de los usuarios no se mantiene suficiente tiempo para una reflexión lenta o una argumentación cuidadosa y bien fundamentada. Además, nos damos cuenta de la enorme influencia del entorno digital en la formación de la identidad personal, social y cultural, generando nuevas formas de dominación al nivel psíquico, físico y jurídico (Echeverría, Almendros 2020), del impacto de la tecnología sobre nuestras formas de vida e imágenes del mundo. También de los efectos nocivos que la digitalización de la comunicación tiene sobre la esfera pública y política, provocando trastornos masivos en el proceso democrático (Torreblanca 2020; Innerarity 2020a, cap. 16; Han 2022, Wagner 2021a). Por no hablar de su efecto polarizador que perturba profundamente el diálogo y la convivencia entre los ciudadanos (Miller 2020/21, Sampedro 2020/21).
Los fenómenos característicos de estos trastornos —como la infodemia, la conspiranoia y la posverdad— no nacieron con Internet, pero su grave repercusión en las dinámicas sociales y en la percepción de la realidad se deben en gran medida a los efectos alienantes, aceleradores, polarizadores y amplificadores de la esfera digital. Son fenómenos que fomentan la indiferencia respecto a la distinción entre verdad y mentira, realidad y ficción, opinión y conocimiento, y que están cambiando de forma sigilosa los patrones de racionalidad y sentido común en la sociedad.
Estos fenómenos encierran diversos peligros para las sociedades digitalizadas, no sólo porque generan ignorancia, amenazan el sistema democrático y alimentan un ambiente de desconfianza, sino también y sobre todo porque sacuden los cimientos de la comunicación. La desinformación es una herramienta central en la dinámica de estos procesos. Por lo tanto, hoy en día, el término ya no se asocia en primer lugar con una falta de información (tal como define la RAE todavía en su primera acepción), sino con todo un abanico de formas de manipulación y engaño bajo la apariencia de una supuesta información, incluyendo su diseminación sin intención de engañar. En este sentido amplio, el término abarca los diversos modos de tergiversación y modificación de datos que ofrece el ámbito digital con sus algoritmos de aprendizaje automático: los bulos, las fake news, los deepfakes, el astroturfing, etc. (Estrada-Cuzcano et. al. 2020, O´Brien, Alsmadi 2021).
Aparte del constante flujo de desinformación sobre temas particulares —como la salud, la migración, el feminismo, cuestiones de género o el cambio climático—se han desatado en los últimos años varias avalanchas de desinformación, algunas de ellas a escala mundial, siempre en contextos de crisis económicas, sociales, políticas o sanitarias. Y durante los últimos meses destaca, en particular, el uso masivo de la desinformación no sólo como herramienta política, sino como una nueva forma de propaganda en el actual modelo de guerra que son las guerras híbridas (Colom Piella 2018), libradas con armas convencionales y todo tipo de tecnología digital (Navarro Erausquin y Wagner 2022). Sin embargo, lo que siempre estuvo presente en las guerras, ahora forma parte del día a día y ha invadido todos los ámbitos de la vida. Nos encontramos ante unos mecanismos de creación de ignorancia que han contribuido de forma sustancial al auge de posturas antidemocráticas y anticientíficas. La desinformación juega un papel central en las mencionadas dinámicas ideológicas y epistémicas que están cobrando protagonismo en cada vez más países.
A la vista de estos acontecimientos, ha emergido en la última década y con vehemencia desde el inicio de la pandemia, un campo de investigación interdisciplinar en torno al problema de la desinformación. El presente trabajo que sirve como estudio introductorio de este número monográfico, presenta el esbozo de un enfoque filosófico que ayuda a estructurar la problemática. Debido a ello, tiene un carácter programático y de diagnóstico, lo que implica que los campos de investigación definidos a continuación no puedan ser abordados en este mismo texto con suficiente profundidad. Los siguientes artículos de este número analizan con más detalle algunas de las cuestiones identificadas.
2. Una perspectiva sistémica: el equilibrio ético-epistémico y los factores que fomentan la infodemia
La esfera pública de las sociedades actuales sufre un grave problema de comunicación, y para entender sus causas, es preciso analizar el ecosistema en el que circula la desinformación. Ésta actúa como un virus en el ecosistema de las sociedades digitalizadas, pero con una tasa de propagación mucho mayor que la de los virus biológicos. Así que no es de extrañar que su distribución se rastree mediante los mismos modelos matemáticos que usan los epidemiólogos. Ahondando algo más en la metáfora, cabe constatar que los ecosistemas son sistemas de equilibrios entre organismos de diferentes especies, sus interacciones entre sí y con el medio ambiente. Y ciertos desajustes ponen en peligro el sistema en su conjunto. Algunas de nuestras prácticas epistémicas, así la hipótesis del presente artículo, se están desequilibrando como un ecosistema en peligro que pierde sus funciones autorreguladoras. De ahí que tanto el análisis del problema como las propuestas para combatirlo requieran una perspectiva sistémica que, desde la óptica filosófica, integre aspectos epistemológicos y éticos.
Los fenómenos de la infodemia1 —los negacionismos, la polarización y la conspiranoia (la manía de verse rodeado de grandes conspiraciones)— son multifacéticos y se desarrollan en una dinámica compleja en la que interactúan factores psicológicos, tecnológicos, ideológicos y socioeconómicos. Están alimentados por una maquinaria de desinformación que emplea de forma manipuladora inteligencia humana y artificial para promover intereses económicos, políticos o ideológicos, o para desestabilizar el sistema democrático (Oreskes y Conway 2018, Bot Ruso 2020). El ámbito de la comunicación se ha convertido en un campo de batalla en el que influenciadores, empresas profesionales de desinformación y granjas de bots se disputan la atención y la adhesión de la audiencia, jugando con sus afectos, sensibilidades y emociones, una audiencia que además es utilizada como soldado de a pie, cediendo al impulso inmediato de difundir a través de sus cuentas personales los mensajes más sensacionalistas.
Precisando la hipótesis de partida del enfoque presentado en este artículo, sostenemos que la meta de los desinformadores consiste en romper el equilibrio entre tres factores que son fundamentales para la argumentación y la transferencia de conocimientos: la incertidumbre, que dispara la curiosidad y creatividad siempre que no supere un nivel a partir del cual tenga un efecto inhibidor y perjudicial para la psique humana, la confianza, que permite el aprendizaje, la comunicación y la cooperación, y la responsabilidad, que justifica la confianza en las personas o instituciones que enseñan, gestionan, instruyen o emiten información. Son muchos los estudios que, desde distintas disciplinas, destacan la relación entre la proliferación de desinformación y el estado de incertidumbre y miedo de los consumidores (p. ej. Magallón Rosa 2020). En cuanto a la relación entre confianza y desinformación, el último Barómetro de Confianza Edelman (Edelman Data & Intelligence 2022, 12) constata la existencia de un ciclo de desconfianza que amenaza la estabilidad de las sociedades.
Incertidumbre, confianza y responsabilidad son los tres componentes de lo que podemos llamar equilibrio ético-epistémico, factores clave para la comunicación, para el conocimiento y para la convivencia en la sociedad. Con más certezas es más fácil confiar, pero justo en tiempos de incertidumbre cuando es necesario tomar decisiones a partir de una base reducida de certezas, es importante mantener un alto nivel de confianza y promover actitudes responsables que, a su vez, generen confianza. Así, los tres componentes constituyen un equilibrio sistémico. La incertidumbre puede compensarse con la confianza, que a su vez puede ser consolidada por actuaciones responsables (Cortina 2003). Situaciones que conllevan un alto grado de incertidumbre requieren, por tanto, una responsabilidad especial por parte de todos los implicados.
El problema de la infodemia que se ha plasmado de forma pronunciada desde los inicios de la pandemia, ha mostrado que desajustes continuos y persistentes del equilibrio entre los niveles de incertidumbre, confianza y responsabilidad en una comunidad reducen las capacidades autorreguladoras de nuestras prácticas epistémicas y comunicativas. Desde la perspectiva sistémica, resulta crucial entender en qué consisten estas capacidades autorreguladoras frente a la desinformación y cuáles son los principales factores de desestabilización. Esta perspectiva da una clave para entender mejor las complejas dinámicas que fomentan actitudes conspiranoicas y negacionistas. A continuación, distinguimos seis factores que contribuyen a la desestabilización del equilibrio epistémico. Se trata de una distinción heurística dado que todos estos factores están estrechamente entrelazados e involucrados en dinámicas en las cuales se refuerzan mutuamente.
A continuación, conviene examinar con más detalle algunas de las dinámicas descritas en su relación con los tres conceptos filosóficos clave.
3. Polarización y falta de cultura deliberativa. ¿Cómo se fomenta la responsabilidad epistémica?
Veamos, pues, primero las diferentes formas y efectos de la polarización, así como algunas de sus causas. Tanto las redes sociales como el actual escenario político aquí en España, pero de forma análoga también en otros países, han contribuido a la extrema fragmentación ideológica de la esfera pública,2 creando así universos en paralelo en momentos en que la cohesión social resulta crucial para abordar los retos socio-económicos que nos plantea la actual crisis pandémica, y también otros grandes desafíos que entre la pandemia y la guerra en Ucrania han pasado a un segundo plano. Entre ellos cabe destacar el cambio climático y la crisis ecosocial (Álvarez Cantalapiedra 2020), las migraciones (Velasco y otros 2021), la creciente desigualdad y también los irrefrenables avances de la inteligencia artificial en nuestro entorno vital (Aramayo 2021). La polarización es un obstáculo para abordar estos problemas de forma responsable, tanto a nivel político como a nivel de la sociedad civil. Un análisis más detallado del fenómeno requiere una distinción entre las diferentes formas de polarización.
Los procesos de polarización se plasman en un alineamiento progresivo de los ciudadanos en torno a grupos excluyentes entre sí. Podemos distinguir dos formas de polarización: ideológica y afectiva (Miller 2020/21). La polarización ideológica consiste en la dinámica de los partidos hacia los extremos (por ejemplo, izquierda-derecha o nacionalismo-regionalismo). Las estrategias de polarización ideológica suelen centrarse primero en el plano simbólico o identitario, es decir, en la identificación con determinadas posturas políticas (por ejemplo, el conservadurismo o el progresismo), y sólo en un segundo paso esta polarización simbólica afecta también al posicionamiento de los partidos respecto a temas concretos, a lo que suele denominarse polarización práctica. De estos tipos de polarización ideológica que se refieren a dinámicas de los posicionamientos de los partidos podemos distinguir la polarización afectiva que alude a las emociones y los sentimientos de afinidad o hostilidad hacia los partidos, sus líderes y sus votantes. Los estudios tanto a nivel europeo como a nivel global dejan señalan que este tipo de polarización es fomentada por altos niveles de desempleo y desigualdad (Miller 2020/21, 18). En general, podemos diferenciar entre tres ámbitos cuyas dinámicas incrementan la polarización: el propio ámbito político-ideológico, el ámbito mediático-digital (donde podemos hablar de una mercantilización comunicativa), y las condiciones sociales (sobre todo el nivel de desigualdad y pobreza) (Sampedro 2020/21, 35). Cada uno de estos tres ámbitos requiere medidas específicas para contrarrestar la creciente polarización.
Las redes sociales han contribuido significativamente a que la dinámica de la polarización ya no se limite a la esfera política, ni sólo a la pública, sino que cale profundamente en todos los ámbitos de la vida, y acabe afectando también a las relaciones privadas con amigos, vecinos o familiares. Además, repercute en las más diversas cuestiones ideológicas y está diseñada para eliminar la apertura de nuestras creencias y la capacidad de corregirlas. En el ámbito político, la polarización produce un bloqueo entre grupos cada vez más homogéneos y excluyentes entre sí, incapaces de llegar a acuerdos, lo cual, a su vez, lleva a que busquen cambiar las mayorías existentes. Así, nos encontramos en permanente campaña electoral durante todo el ciclo político. La consecuencia es una constante presencia de propaganda y retórica electoral que se limita a la difamación del adversario y produce un vaciamiento de los programas de gestión y gobierno. Los ciudadanos que no han caído en las estrategias polarizadoras responden con cinismo y frustración, o incluso con el rechazo de la política en general, alimentando así la desafección democrática (Sampedro 2020/21).
Sin embargo, hay teóricos de la política (como Carl Schmitt, Chantal Mouffe o Niklas Luhmann) que insisten en la importancia de crear tales antagonismos y disyuntivas simplificadoras para volver la comunicación política más eficiente. Políticos como Trump sin duda han aprendido de ellos. De acuerdo con estas teorías y bajo su tutela, las tácticas políticas se asemejan cada vez más a las estrategias de marketing, juegan con emociones y prejuicios, usan las herramientas retóricas del populismo y se aprovechan de mecanismos psicológicos que producen perspectivas altamente sesgadas. Sesgos cognitivos como el sesgo de confirmación, el de la deseabilidad social, la polarización de grupo que radicaliza las opiniones, los efectos de repetición o la excitación afectiva alimentan así una serie de falacias informales que inhiben el razonamiento crítico (Sanz Blasco y Carro de Francisco 2019).
Nadie de nosotros está libre de sesgos cognitivos, aún menos en lo que rige nuestros comportamientos en la vida cotidiana. Ante problemas complejos o en situaciones ambiguas, y casi siempre cuando tenemos que tomar decisiones rápidas, utilizamos atajos mentales para simplificar la vida diaria (Kahnemann 2021). En la filosofía y la psicología, los llamamos heurísticos. Son reglas que seguimos de manera inconsciente y que incluso se convierten en automatismos. Hay ciertos ámbitos donde nos esforzamos a disminuir los sesgos y llegar así a lo que consideramos “objetividad”, en la ciencia por ejemplo mediante mecanismos procesales de revisión y control, una rigurosa metodología o códigos deontológicos. Los sesgos cognitivos que hasta cierto punto forman parte de nuestra normalidad, de nuestro bagaje cultural, crecen en el ambiente de las redes sociales y se fomentan en situaciones de crisis. Hay una serie de factores psicológicos, ideológicos y tecnológicos que funcionan como amplificadores de sesgos. Entre los factores psicológicos encontramos la incertidumbre, el miedo y la desconfianza, síntomas de la crisis sanitaria y económica que nos confronta con nuestra propia vulnerabilidad ante una amenaza invisible, desconocida y omnipresente. Los factores tecnológicos se manifiestan de manera destacada en Internet. Es el propio diseño algorítmico de las plataformas digitales con sus cámaras de eco y sus filtros de burbuja que refuerza los sesgos cognitivos y permite una manipulación directa a través de nuestros perfiles psicográficos. Los algoritmos no son neutrales, son diseñados por personas y con ciertos intereses, sobre todo económicos. Sin embargo, el mismo algoritmo que nos ayuda a encontrar lo que buscamos en Internet, asegura que nos llega sobre todo la información que confirma nuestro propio punto de vista y nuestros prejuicios. Y luego hay también factores ideológicos que se plasman sobre todo una creciente polarización de la población que provoca que las posiciones sostenidas sean cada vez más radicales, excluyentes e incomunicables. Para crear adherencia se usan cada vez más las herramientas retóricas del populismo, jugando con emociones y prejuicios, y promoviendo un discurso de odio y de desconfianza generalizada.
Aunque los modelos de la democracia deliberativa tienen, sin duda, sus limitaciones, hay razones para suponer que el fomento de una cultura deliberativa podría mitigar ciertos efectos de polarización y volver a establecer los mecanismos autorreguladores de un entorno de pluralismo garantizado. Pero la formación de una cultura de deliberación y una esfera pública participativa, sobre todo en la época de la ciudadanía digital, requiere, sin duda, cierta ejemplaridad por parte de los protagonistas en el escenario político. Sin embargo, en vez de dar ejemplo a los ciudadanos de una práctica deliberativa que consiste en el intercambio de argumentos, en escuchar al otro y buscar soluciones en común, nos encontramos con una cultura política en la que el adversario político se convierte en enemigo y que se plantea como “una batalla entre el bien y el mal” (Innerarity 2020b), paralizando así cualquier debate sensato y equilibrado. Se alimenta así un ambiente de desconfianza y sospecha que predomina no sólo en las redes sociales sino también entre ciudadanos y frente a las instituciones públicas. Es precisamente esta desconfianza generalizada que dificulta la deliberación y bloquea el intercambio de argumentos. Un reciente estudio sobre la polarización en España destaca que “las identidades (partidistas, ideológicas o territoriales) polarizan más que las políticas públicas (p.ej. la política fiscal o migratoria)” (Miller 2020, p. 12). Esto significa que foros de deliberación centrados en políticas concretas podrían contribuir a rebajar la tensión y reducir el nivel de polarización siempre que se intente evitar o poner en segundo plano las cuestiones identitarias.
España es uno de los países con mayor polarización afectiva a nivel global (Gidron y otros 2020). El espacio específico de la deliberación está ahora impregnado de un ambiente de desconfianza, cargado de fuertes emociones negativas, un ambiente que dificulta el debate y la decisión razonable. Está creciendo una cultura del odio y de la sospecha que dificulta la distinción entre manipulación y sinceridad. Tal cultura nos llevaría, en términos kantianos, de vuelta al egoísmo y a la insociabilidad (Wagner 2021b). La formación de una esfera pública crítica consiste precisamente en lograr superar este antagonismo, en suprimir el egoísmo bajo una perspectiva pluralista en la que se reconoce la dignidad del otro ser humano que es nuestro conciudadano. Por lo tanto, la cultura de la desconfianza pone en peligro la función decisiva de la sociedad civil como motor e instancia de control del discurso político.
Para frenar estas tendencias, es importante reconocer nuestra vulnerabilidad cognitiva, lo que nos compromete a desarrollar actitudes responsables. Las estrategias de despolarización que se enumeran a continuación reflejan tal responsabilidad:
Esta tarea requiere ciudadanos autónomos, bien informados, críticos y responsables, ciudadanos con iniciativas sociales y, sobre todo, con ciertas virtudes epistémicas que permitan que los bloques polarizados vuelvan a intercambiar argumentos y buscar acuerdos. Es en la deliberación pública en donde se fomentan estas virtudes (Velasco 2011, 67). Incluso a la vista de todas sus limitaciones (Martí 2006), la práctica deliberativa, convertida en una cultura democrática común, podría ayudar a diferenciar entre mera opinión y dato contrastado, transmite a los ciudadanos valores epistémicos, ayuda a moderar la parcialidad y promueve la transparencia. Fomenta además el conocimiento de perspectivas distintas y el respeto por los demás, y refuerza una cierta humildad epistémica. Una cultura deliberativa bien asentada que incluya la predisposición de revisar las propias convicciones ideológicas podría ser un antídoto contra la elevada polarización de la esfera pública que se retroalimenta de la desconfianza mutua.
4. Corregir la imagen de la ciencia. Gestión rigurosa de la incertidumbre, pero falible
Pasemos a otro factor de desajuste en el equilibrio epistémico: una imagen social de la ciencia (Lopera y otros 2018) que produce expectativas exageradas. Tanto la última Encuesta de Percepción Social de la Ciencia y Tecnología (FECyT 2020) como el Science barometer 2021 (WiD 2021) dan cabida a la interpretación que la polarización de la población se refleja particularmente con respecto a la confianza o desconfianza de determinados grupos en la ciencia como solución a los problemas de salud. Mientras que el nivel general de confianza en la ciencia se ha incrementado ligeramente en el contexto de la pandemia tanto en Alemania como en España, las posiciones escépticas se están radicalizando.
La imagen que los ciudadanos tienen de la ciencia ha cambiado notablemente durante la crisis sanitaria de COVID19. En cierto modo, concuerda ahora más con las características propias de la práctica científica. Por un lado, ha quedado obvio que la práctica científica se desarrolla en un contexto socioeconómico y, a menudo, bajo presiones temporales desfavorables para una investigación garantizada.3 Por otro lado, quedó patente ante el público, corrigiendo así ciertas expectativas exageradas, que la ciencia no produce certezas absolutas, sino estados evolutivos de la investigación, verdades o certezas provisionales, que están sujetas a un permanente proceso de revisión, lo cual permite un manejo riguroso de las incertidumbres. Todo conocimiento empírico es falible, y esta falibilidad es cardinal para la dinámica de las teorías científicas.4
El conocimiento científico siempre es susceptible de ser corregido; aunque esté bien fundamentado, no deja de ser en cierto modo provisional. Esto no significa para nada que las recomendaciones de los expertos no sean fiables, pero sí que su credibilidad depende de mecanismos de control establecidos por la comunidad científica. No obstante, lo que constituye la mayor fortaleza de la ciencia, la permanente revisión, es un objetivo perfecto para la crítica externa, interpretándolo como debilidad. Durante la pandemia ha servido como pretexto para el lanzamiento de auténticas campañas de desprestigio que además se respaldan con acusaciones de elitismo contra el gremio científico. Estos sucesos ponen en evidencia la necesidad de una labor pedagógica que ayude a percibir el carácter provisional y la falibilidad de la mejor investigación científica como una fortaleza y no como una debilidad.
La confianza de los ciudadanos en los expertos no suele basarse en su capacidad para comprender el cien por cien de sus razones. Más bien, la credibilidad surge de la confianza en los mecanismos de control inherentes a cada ciencia, como la evaluación crítica por parte de los científicos que compiten entre sí, la comprobación de las predicciones, etc. Los sistemas de conocimiento exitosos se auto-controlan, y, en principio, el hombre común puede apreciarlo. Los mecanismos de control tienen una función de fomento de la confianza. Sin embargo, el seguimiento mediático de la ciencia durante la pandemia también ha hecho que el público vea aspectos que antes quedaban ocultos. La presión temporal no se compadece con el ritmo pausado de una investigación con garantías y ha provocado una inflación de publicaciones que desbordan la capacidad de gestión de la comunidad científica, lo que ha evidenciado ciertas deficiencias: revisores con conflictos de intereses, procesos deficientes de edición y revisión en revistas científicas punteras, etc.5 Estos problemas de autogestión y control científico interno han afeado la imagen de la ciencia y hecho dudar de su integridad. La falta de práctica de la mayoría de los científicos en la divulgación y el trato con los medios de comunicación es otro aspecto problemático que ha quedado evidenciado. Todos estos aspectos facilitan el trabajo de los desinformadores y los teóricos de la conspiración. Mientras tanto, la propia desinformación se presenta cada vez más disfrazada de ciencia, adornada con gráficos, tablas, porcentajes y referencias a estudios aislados o descontextualizados (Bergstrom y West 2020).
Sin embargo, las dudas que predominan en la sociedad respecto a los últimos avances científicos en el sector de la salud, por ejemplo, en el desarrollo de las vacunas, tienen poco que ver con estas preocupaciones, sino más bien con un escepticismo generalizado que se sustenta en un fondo de creencias conspiranoicas y en el discurso de la posverdad.
5. Posverdad, racionalidad y sentido común. Un alegato por la confianza crítica
Enfoquemos entonces esa idea de la posverdad que proporciona el trasfondo teórico de los argumentos negacionistas, hiperescépticos y conspiranoicos, y analicemos por qué resulta tan difícil rebatirlos.
Nuestra comprensión del mundo se configura mediante procesos de interpretación y depende de prácticas interpretativas compartidas, que pueden ser culturales, científicas, religiosas, artísticas o de otro tipo. Todo nuestro contexto vital está impregnado de una serie de creencias ancladas en esas prácticas. Estos sistemas de creencias pueden considerarse la base de las normas de racionalidad que se aplican en un contexto determinado. Actuar, pensar y hablar en coherencia con las creencias que forman nuestra imagen del mundo es precisamente lo que se considera razonable, lo que puede tomarse como una especie de definición del comportamiento racional y la razonabilidad (Wittgenstein 2000, §§ 252-254). Estas creencias o certezas forman el trasfondo sobre el que distinguimos entre lo verdadero y lo falso. Dentro de estos marcos existe el error y el acierto, y existe una dinámica interna que incluye la posibilidad de corrección incluso de certezas bien asentadas (Wittgenstein 2000, §§ 94-96).
Es característico de los sistemas de creencias que no son inmutables, que tienen su propia historia y cambian con el tiempo. También es característico de nuestra condición epistémica que no hay una garantía última de acierto, siempre queda en el horizonte la posibilidad de equivocarnos, de fallar, de cometer un error, de vivir con sistemas de creencias que resultan mejorables.
Entonces, ¿en qué se basa la certeza de nuestros conocimientos? ¿De dónde procede la seguridad con la que actuamos, hablamos y juzgamos? ¿En base a qué justificación confiamos en lo que percibimos y observamos, en lo que aprendemos y experimentamos? Estas son las típicas preguntas del escéptico, que pueden resultar desconcertantes en una situación como la nuestra, en la que todo conocimiento se concibe como condicionado por prácticas de interpretación y sistemas simbólicos. Un panorama en el que no es posible adoptar un punto de vista omnisciente en el que disponemos de una visión externa superior a lo inmerso culturalmente. En ausencia de tal marco metafísico (que no echo de menos ni quiero reivindicar), tanto el escepticismo como el relativismo resultan ser peligrosos para la orientación normativa y la seguridad epistémica.
Esta situación es la que ha dado lugar al mito de la posverdad. Una lectura popular de ciertas corrientes filosóficas, especialmente en el seno de la filosofía posmoderna, ha contribuido a un pensamiento posfactual que se expande cada vez más, y que produce indiferencia hacia la distinción entre verdad y mentira. La visión de nuestra época como era de la posverdad se nutre en gran parte de la comprensión equivocada de unos cambios paradigmáticos en el campo de la filosofía. Hemos aprendido lo problemático que es la dicotomía entre hecho y valor (Putnam 2004). No hay hecho que no incorpore ya de algún modo valores. Además, hemos tomado conciencia de múltiples factores que condicionan la experiencia y el conocimiento: los conceptos y valores, las emociones, el lenguaje, los signos, las costumbres. Toda experiencia depende de procesos de interpretación, incluso lo que en ella cuenta como dato, hecho o información, como objetivo o real, o como verdad. Como ha destacado Karl Popper, hasta lo supuestamente más objetivo, los datos de observación en las ciencias, son interpretaciones a la luz de teorías (Popper 1973, 72).
Sin embargo, y allí está el malentendido, el hecho que un fenómeno se describa desde un marco conceptual y basado en consideraciones prácticas, no anula la objetividad del juicio sobre ello. El hecho de que los datos siempre son de cierto modo procesados, conceptualizados e interpretados no invalida la distinción entre verdad y mentira o entre realidad y ficción. Podemos y tenemos que hacer estas distinciones. Es precisamente la condición humana como ser histórico y cultural, como animal symbolicum (Cassirer 1945, 27), la que nos permite y obliga a hacerlo. La distinción entre verdad y mentira, entre lo verdadero y lo falso, es una condición básica de la comunicación. En el momento en que la mentira deja de ser una excepción, la propia comunicación se paraliza.
Sin embargo, hoy en día nos enfrentamos a una serie de estrategias de manipulación que recurren a argumentos escépticos y relativistas. Este nuevo relativismo vincula la verdad y los hechos no sólo a marcos epistémicos comunes, como hace el relativismo clásico, sino a puntos de vista particulares e individuales, una posición que socava la diferencia entre lo verdadero y lo falso, entre el conocimiento y la opinión. Estos planteamientos erosionan los cimientos de nuestro conocimiento y ponen en peligro los logros culturales —científicos, morales y sociales— de nuestras sociedades. Este tipo de estrategias argumentativas se encuentran en determinadas ideologías populistas y extremistas, pero también son características de las teorías de la conspiración y de los movimientos negacionistas, anticiencia y antivacunas. No es por casualidad que muchas veces unas vayan de la mano de las otras. Son difíciles de refutar porque invalidan cualquier contraargumento.
Así se forman sistemas propios de creencias que se superponen a los convencionales e intersubjetivamente compartidos y que sólo tienen ciertos puntos de anclaje con ellos. Lo particular de estos sistemas de creencias es que no incluyen la posibilidad de corrección. Son infalibles porque la propia lógica de la conspiranoia las hace inmunes ante cualquier prueba en contra. Argumentos contrarios confirman más bien la sospecha de conspiración, control y engaño. En este contexto de desconfianza generalizada, los procedimientos de marcar determinados mensajes como desinformación, probados por plataformas como Facebook, han tenido efectos contraproducentes.
La cuestión de cómo responder constructivamente a esta lógica interna y a las formas de discurso asociadas a ella ha abierto un nuevo campo de investigación en los últimos años.6 No parece conveniente tachar de estúpidos a los que se dejan inquietar por el argumentario de los conspiranoicos, negacionistas o hiperescépticos. Más bien deberíamos tratar de entender qué es lo que da credibilidad a afirmaciones que a una mayoría de la población parecen absurdas, pero, sin embargo, tuvieron una fuerte influencia en episodios antidemocráticos como el asalto al Capitolio en Estados Unidos. Para ello, es preciso tener en consideración que lo que cuenta como racional, como argumento o evidencia, lo que nos parece evidente o verdadero, depende de un fondo de creencias compartidas. Por lo tanto, los cambios significativos en el sistema de creencias van acompañados de cambios en la racionalidad y el sentido común. Somos vulnerables no sólo físicamente sino también cognitivamente (Perona 2020, Vilanova 2019).
De ahí, la importancia de desenmascarar los mecanismos de manipulación mediante desinformación, en los que casi todos hemos caído alguna vez. Tenemos que aprender bloquear los argumentos de corte conspiranoico y desmontar los mitos de la posverdad para restaurar las funciones reguladoras del sentido común y esbozar las líneas generales de una confianza crítica y acotada.
6. Conclusiones: redefinir la incertidumbre, la confianza y la responsabilidad
Todas las dinámicas sólo esbozadas en este artículo, requerirían una consideración propia. Sin embargo, identificarlas y concienciar de los peligros que entrañan puede ser un primer aporte para frenar ciertas tendencias dañinas en nuestras sociedades, dañinas tanto para la salud como para la democracia. Podemos hacer más de lo que pensamos. El primer paso para crear una sociedad más sostenible, justa e inclusiva, con mayor resiliencia frente a situaciones de crisis y menos susceptible a la infodemia y la conspiranoia, consiste en reconocer nuestra vulnerabilidad e interdependencia y ser conscientes del peligro de la desinformación, entendiendo que nuestra vulnerabilidad tiene una dimensión cognitiva.
Para ello, es imprescindible repensar también los tres conceptos clave. Tenemos que tomar consciencia de que los conocimientos humanos siempre son limitados e implican un cierto nivel de incertidumbre. La incertidumbre es consustancial a la vida humana. Nuestra condición epistémica consiste precisamente en tener conocimientos limitados, conocimientos a medida humana. Ser humano significa vivir con certezas que no son absolutas ni inmutables, en la vida cotidiana, en la vida social e incluso en las ciencias, sin olvidarnos del lado positivo de la incertidumbre que dispara la creatividad.
A lo largo del tiempo, hemos desarrollado diversos mecanismos de protección y una gran variedad de prácticas para bajar el nivel de incertidumbre, por ejemplo, con prácticas científicas a través de las que generamos conocimiento, o también con la creación de estructuras sociales, políticas, jurídicas o tecnológicas que proporcionan seguridad, de tal manera que estamos ya acostumbrados a vivir con niveles de incertidumbre relativamente bajos. Sin embargo, la pandemia ha desafiado nuestra arrogancia tecnológica, haciéndonos conscientes de nuestra vulnerabilidad e interdependencia. Nos ha recordado que, inevitablemente, vivimos en y con incertidumbres. Para poder vivir con ellas, echamos mano de la confianza, la fiabilidad y la responsabilidad, como antídotos contra la incertidumbre. En vista de ello, la exploración de las incertidumbres es un desafío interno al que nos enfrentamos en nuestras vidas. La pregunta metafísica «¿Qué es la certeza absoluta, o la verdad última, y cómo podemos obtenerla?» ha sido sustituida por otro reto que consiste en entender qué significa para los seres humanos tener que vivir inevitablemente con incertidumbres en la vida cotidiana, en la vida social e incluso en las ciencias. Por consiguiente, la tarea crucial de la filosofía y de las ciencias ya no consiste en maximizar la certeza y buscar condiciones de captar certezas absolutas. El nuevo desafío consiste en admitir grados de certeza, en conseguir un grado suficiente de seguridad en función de exigencias específicas y limitadas. Y la confianza está estrechamente ligada a la sensación de haber hallado modos de establecer certezas relativamente estables, de haber desarrollado prácticas fiables en la interacción con nuestros semejantes y el medio ambiente.
La confianza no es sólo un elemento fundamental en la moral, sino también uno de los pilares de la convivencia social (Cortina 2003). En la todavía presente pandemia, la confianza en la ciencia, en una gobernanza competente y en las instituciones públicas ha sido crucial para la aceptación de medidas drásticas de confinamiento y de cambio de costumbres en la vida cotidiana que han restringido libertades fundamentales. La confianza en la ciencia ha sido la base tanto para la aplicación de medidas restrictivas por parte de los gobiernos como para su aceptación en la sociedad. Y si los ciudadanos no hubieran respondido de forma responsable, no se podría haber frenado la propagación del virus. En este contexto, hay que destacar que la confianza no es solamente un recurso ético. La confianza tiene también una función epistémica crucial para cualquier comunicación y cooperación, para cualquier práctica social y cultural. Tal confianza epistémica no debería confundirse con el conformismo ni implica una postura acrítica, sino todo lo contrario: a falta de un cierto nivel mínimo de confianza se diluyen las bases de la comunicación que permiten la discrepancia y la crítica fundada. Sin confianza se socava el fundamento que posibilita la deliberación y se debilita el sistema de creencias básicas comunes que posibilitan la duda (Revault d›Allonnes 2018).
La responsabilidad ciudadana está estrechamente vinculada con los niveles de confianza y de incertidumbre en la sociedad. Tanto las prácticas y actitudes responsables como los marcos normativos e institucionales que emergen de ellas generan confianza. En las ciudades contemporáneas complejas, la responsabilidad tiene muchas formas de realización e implementación. Sin embargo, la complejidad de los grandes retos actuales (pandemia, cambio climático, migraciones, etc.) y del entorno de las sociedades globalizadas y digitalizadas hace necesario repensar el concepto clásico de responsabilidad. Este modelo clásico de responsabilidad tiene cuatro momentos clave (Bayertz 1995): la causalidad, la intencionalidad, la individualidad y una instancia o autoridad de juicio (la conciencia, la sociedad, un tribunal) junto con un sistema de normas de evaluación (aquí han entrado en los últimos años nuevos conceptos como el de la sostenibilidad, la vulnerabilidad, etc.). Solemos pensar en la responsabilidad de un individuo por las consecuencias de sus acciones, por el daño que inflige a otros, una responsabilidad que tiene tanto una interpretación moral como jurídica. Este concepto de responsabilidad moral y jurídica individual, que se refiere a la relación entre el causante del daño y la parte perjudicada, sigue vigente, pero ya no es suficiente en las sociedades globalizadas, y desde luego no en el contexto de Internet. En un entorno tan complejo y altamente conectado, donde no es nada fácil percibir el daño que puede causar el simple reenvío de un mensaje o la compra de una prenda de ropa (cuya fabricación implica una compleja cadena de suministro y subcontratación), necesitamos un concepto multidimensional de responsabilidad que combine la responsabilidad moral y jurídica con la epistémica y un sentido político (Espinosa 2020), un concepto capaz de abarcar las dimensiones individual y corporativa de la responsabilidad individual con una responsabilidad estructural (Young 2011). El aspecto estructural, de importancia central en los nuevos entornos, es muy difícil de asimilar. Tenemos que crear imaginarios para poder interiorizar esta compleja forma de responsabilidad, ser conscientes de que lo que tiene más impacto sobre nuestras vidas es lo que hacemos sin querer, de forma no intencionada. Ojalá sea esta una vía para evitar el fatalismo y la sensación de impotencia ante unos retos que invitan a pensar que no está en las manos del individuo cambiar ciertos rumbos.
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Notas al final
1. La Organización Mundial de Salud califica en un comunicado de marzo 2020 la infodemia una amenaza a la salud pública. El concepto de infodemia se refiere a una sobreabundancia de información, sobre todo a través de internet, pero también en otros formatos, exceso que dificulta la identificación de soluciones y fomenta la difusión de desinformación, bulos, rumores, así llamados “hechos alternativos” y fake news. El término de infodemia fue acuñado en 2003 durante la pandemia del SARS-CoV-1 por el periodista y politólogo David Rothkopf en una columna del Washington Post, pero es en esta nueva pandemia de COVID-19 cuando el problema ha adquirido la máxima importancia. La infodemia describe una situación en la que las personas están tan saturadas de pseudo-información que resulta difícil identificar la información que es fiable y contrastada. El concepto tiene un cierto solapamiento con el término information overload, introducido ya en 1970 por Alvin Toffler en su libro Future Shock (Toffler 1970).
2. De los estudios cuantitativos y cualitativos sobre las dinámicas de polarización tanto a nivel nacional como internacional (p. ej., Gidron, Adams, Horne 2020, Dalton 2008, Westwood y otros 2018), varios destacan el elevado nivel de polarización afectiva en España (p. ej., Miller 2020). De especial interés resulta un estudio sobre la relación entre ideologías y la polarización de creencias en España (Bernacer y otros 2021) y otro estudio comparativo sobre la relación entre la polarización y la tasa de mortalidad por COVID19 (Charron, Lapuente, Rodríguez-Pose 2020).
3. Estos aspectos de la inmersión de la práctica científica en un contexto institucional, económico, político y social se señalaron en la filosofía de la ciencia ya a partir de los años 50 del siglo pasado en el debate sobre el ideal de la neutralidad valorativa de los métodos de la ciencia (Rudner 1953). Después se plasmaron particularmente en los enfoques de la epistemología social sobre la cuestión de la objetividad científica. El nuevo concepto de objetividad científica tiene su lugar no en los diferentes pasos del proceso de investigación, sino que se formula en el nivel de los acuerdos e instituciones sociales que enmarcan la praxis científica. Son especialmente influyentes aquí por ejemplo las consideraciones de Helen Longino y su enfoque del empirismo contextual crítico (Longino 1990, 1996).
4. Entre los más destacados defensores de esta visión, cabe mencionar a Karl Popper, Thomas S. Kuhn y Larry Laudan.
5. Un ejemplo destacado ha sido el fraude del estudio sobre la hidroxicloroquina, publicado en la prestigiosa revista The Lancet.
6. A modo de ejemplo, cabe citar los estudios de la red COMPACT Comparative Analysis of Conspiracy Theories (https://conspiracytheories.eu), Reichardt 2021 o también Tiburi 2018.