Para este número monográfico sobre «Verdad, desinformación y verificación» hemos modificado ligeramente el formato de entrevista habitual de la revista. Los trabajos sobre los temas del volumen han puesto de manifiesto, una vez más, la importancia de aunar diferentes perspectivas. Por ello, hemos decidido formular las mismas tres preguntas básicas a tres destacadas personalidades que, en diferentes funciones, se ocupan del impacto y el trasfondo del problema de la desinformación, para hacer las mismas tres preguntas básicas. Nos parece especialmente atractivo observar las divergencias, similitudes y complementariedades en las respuestas. Cada entrevista va precedida de un breve perfil biográfico.

Astrid Wagner y Sara Degli-Esposti

Instituto de Filosofía del CSIC

Magis Iglesias Bello

Perfil biográfico: (Vigo 1956) es licenciada en Ciencias de la Información y máster en Investigación en Periodismo. Cuenta con 40 años de experiencia profesional en prensa, radio y televisión. Periodista especializada en información política, fue cronista parlamentaria durante 23 años. Ejerció como analista política en diversos medios, como TVE y La Cadena Ser. Impartió clases de Periodismo Político (UCM), Consultoría (UC3M), Comunicación Institucional (NEXT) y Legislación para la Igualdad (UAM). En la actualidad, forma parte del Consejo del Instituto Universitario de Estudios de la Mujer (IUEM) en la Universidad Autónoma. En 2008, fue la primera mujer elegida presidenta de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE).

¿Cuáles son las principales causas del aumento de la desinformación en los últimos años?

Cuando yo llegué a la universidad, todavía vivía Franco y estábamos bajo el régimen de la censura, por eso me costaba mucho entender lo que nos decían en Periodismo de que puedes estar desinformada por defecto, pero también por exceso de información. Tenía claro lo que ocurría a causa de la censura, pero no podía imaginar un mundo en el que te sobrara información y aún así estuvieras desinformado. Pues ya ha llegado ese momento con la implosión de las nuevas tecnologías de la comunicación y la transformación de las relaciones humanas en todos sus extremos. Hemos pasado de sortear la carencia a padecer desinformación por saturación. Y no sólo hablamos de exceso de impactos informativos sino de un fenómeno añadido, que es muy relevante por sus efectos; me refiero a la aparición de una, cada vez más potente, industria de la desinformación que sirve a los intereses económicos políticos, geoestratégicos, etc. de agentes que desconocemos. No podemos atribuir la situación actual al mero hecho del desarrollo tecnológico sin tener en cuenta el contexto y las circunstancias en las que se ha producido, a mi juicio, un auténtico cambio de paradigma en la sociedad global. El evidente éxito y expansión del populismo, que —como hace Pierre Rosevallon— podemos considerar la ideología propia del siglo XXI, está íntimamente ligado a esta nueva forma de relacionarse el ser humano. El populismo presenta características muy similares al modelo que rige en la diseminación de la información a través de las Redes Sociales y en las interacciones de los usuarios a través de internet. El primer objetivo es eliminar la intermediación en todos los ámbitos —políticos e informativos— para la consecución de esa “nueva teoría de la democracia directa” que sacraliza el referéndum y una visión polarizada de la sociedad. Así, todos los populistas modernos, como Trump o Bolsonaro, lo primero que hacen es desprestigiar y desacreditar a los medios de comunicación convencionales. En esta nueva deriva, la comunicación más fiel y valiosa es la directa entre los poderosos y el pueblo, a través de sus tuits, espectáculos electorales y otros fenómenos que sirven a su propaganda a través de la viralización. Además, yo veo que está directamente relacionado este fenómeno indeseable que es la desinformación con la decadencia del periodismo y su incapacidad para mantener estándares de calidad y fiabilidad en los que pueda confiar la ciudadanía.

A ambos elementos —el populismo y la desinformación digital— se han sumado circunstancias determinantes para su efervescencia: la desafección política a causa del alejamiento de los partidos de sus bases, ya sólo preocupados por ganar elecciones en lugar de mejorar la vida del pueblo; el comportamiento corrupto de las élites ensanchando cada vez más las desigualdades sociales, de género o raza; la degradación del periodismo al que varias crisis de modelo económico ha convertido en un negocio “zombi” en busca del lucro en detrimento de la credibilidad y el prestigio; y, como cuarto aspecto coadyuvante, añadiría las carencias del sistema educativo que ha abandonado a niños, niñas y adolescentes a su suerte ante la avalancha de una realidad digital que los adultos no supimos controlar ni aprovechar. Afortunadamente, hoy ya sabemos que el uso indiscriminado de los terminales digitales causa graves daños a su salud mental. No hay más que ver que la gente rica de verdad, los tecnólogos de Silicon Valley, los afortunados de la tierra, en definitiva, educan a sus hijos e hijas lejos de los celulares.

No quisiera que mis palabras pudieran interpretarse como una demonización de la tecnología. Por el contrario, considero que los avances tecnológicos benefician al progreso de las sociedades bien organizadas. Las herramientas no tienen la culpa del uso que los individuos hacemos de ellas. Es la falta de anticipación de los poderes públicos y las instituciones lo que resulta reprobable porque no han hecho gran cosa por afrontar el atropello aparentemente sin medida de los tecnopoderes, como ha bautizado Javier Echeverría a los oligarcas de las plataformas digitales. Apenas se la legislado al respecto. Ni siquiera en las elecciones se ha tenido en cuenta el poder sin control de la desinformación en las campañas para doblegar el voto ciudadano. Y cuando se ha descubierto el fraude, no se ha hecho lo suficiente para impedir que se repita. Insisto en que los más desprotegidos, a mi juicio, son los adolescentes que viven inmersos en una realidad virtual, que está conformando sus mentes, a través, por ejemplo, de los videojuegos. Nuestra compañera del CSIC, Xandra Garzón, que investiga en este campo, asegura que ese espacio en el que los jóvenes viven y se relacionan durante muchas horas al día es un lugar donde los actores pueden mostrarse sin control y desinhibirse porque su actuación no tiene consecuencias. Lo mismo ocurre en las Redes Sociales donde, el odio y la difamación, el machismo, la agresividad y todo tipo de violencias pueden circulan sin tener en cuenta el daño que causan. Así funciona el ser humano en ausencia de responsabilidad: si usas un avatar o un perfil falso, te desentiendes de tus actos. Son así educados en una forma bélica de vivir la vida.

¿Cuáles son los mayores peligros que conlleva la desinformación?

Ya hemos visto que puede atentar contra la seguridad alimentaria y la salud de las personas, poner en peligro la convivencia, las familias e incluso llevar a la muerte, como ha ocurrido a causa del negacionismo durante la pandemia. Con ser esto gravísimo, porque la vida de las personas es el mayor bien a conservar, me parece que la amenaza más preocupante reside en los efectos que este fenómeno —convenientemente utilizado y azuzado por intereses diversos— puede tener para la convivencia, para la paz y las libertades. En definitiva, me parece que hemos tenido pruebas más que suficientes —por el Brexit, el asalto al Capitolio, etc— para comprobar que las democracias tal y como las conocemos hasta ahora están seriamente en peligro. Quisiera huir de tremendismos y descender a la calle, al día a día de las personas de a pie, que viven en la incertidumbre y no saben a quién creer. Me he encontrado a mucha gente, amigos familiares o conocidos, que, como periodista, me preguntan a quién deben creer, ante tal o cual acontecimiento u opinión. Eso es lo que causa la desinformación: inseguridad y desconfianza. Se da credibilidad a relatos conspiranoicos realmente increíbles y se duda de cualquier afirmación razonable por el mero hecho de que proceda de una fuente institucional o convencional. Esa inseguridad que provoca en la ciudadanía esta viralización de la mentira genera miedo y del miedo nace el odio. Si sumamos a todo ello la corriente creciente de ese populismo polarizador que, como las Redes Sociales, se alimenta de emociones y utiliza las pasiones para el enfrentamiento entre el “nosotros” y el “ellos”, tenemos el resultado que hemos visto en muchas ocasiones. La falta de responsabilidad de quien interactúa en el espacio digital pone la guinda del pastel en este caos al que, claramente, las sociedades democráticas deben poner límites. Por cierto, algo que apenas se ha empezado a hacer hace no más de tres o cuatro años.

Pensemos en que —a excepción de los milenials y centenials— la mayoría de la población mundial se ha incorporado al mundo digital tras haber nacido, crecido y vivido en el analógico. Por lo tanto, hemos tenido que aprender sobre la marcha. Ese hecho, unido a la falta de alfabetización digital, ha dado como resultado un planeta lleno de personas que estudian, buscan información, se relacionan, etc. en un espacio del que conocen más bien poco. Sin embargo, tanto las grandes empresas tecnológicas —que funcionan en oligopolio mundial— como la industria de la desinformación lo saben todo de los usuarios y no sólo en cuanto a sus datos personales, sino que conocen herramientas y mecanismos extremadamente eficaces para la manipulación. Esa distancia abismal nos convierte en víctimas y a ellos en verdugos. Hasta la llegada del siglo XXI, los medios de comunicación actuaban como garantes de una información veraz, a través del periodismo. El trabajo que teníamos encomendado los periodistas en democracia era facilitar a la ciudadanía esa información veraz que necesita para sentirse libre, con capacidad de decidir y conformar su conciencia crítica como fórmula más adecuada para una convivencia en paz dentro de un sistema jurídico de libertades. Pero eso parece que también está en decadencia y así seguirá si continuamos mirando para otro lado.

Yo tengo colegas que me dicen que el lector o la audiencia de televisión prefiere entretenimiento a información, que la verdad no le importa y busca el morbo y el espectáculo. Pero yo no estoy de acuerdo. El periodismo siempre ha sido y será necesario porque ha de cumplir su misión como contrapoder y control de instituciones en democracia, a través de la investigación, el rigor y la búsqueda de la verdad. Lo mismo que los partidos políticos, los representantes parlamentarios, el poder judicial, etc… todos participamos en un equilibrio inestable que está diseñado para que el sistema democrático funcione; un modelo que, por ahora, es el menos malo de todos los sistemas políticos conocidos. Al menos, así lo pensamos las demócratas y los demócratas que ahora estamos preocupados por la calidad de nuestras democracias, claramente vulnerables a poderes inciertos y desconocidos.

¿Cuáles son las estrategias más apropiadas para combatir la desinformación?

A largo plazo, el camino ideal es construir una sociedad bien articulada y con espíritu crítico, capaz de formarse criterio y pensamiento propio. Hay recetas del corto plazo, que se basan en un uso inteligente de la interacción social en redes sociales y que nos aconsejan siempre los expertos. Son las que están en la base de toda alfabetización digital: no compartir sin conocer la veracidad del mensaje; comprobar la autenticidad de las imágenes, cifras o identidad del emisor; no facilitar datos personales a espacios no oficiales ni confiar en emisores dudosos; acudir a las agencias de verificación, etc. En estudios de opinión recientemente publicados, se aprecia una clara tendencia del navegante por espacios de internet a buscar información confiable o contrastar noticias dudosas en las plataformas digitales de las cabeceras de medios de comunicación. En concreto, hasta los nativos digitales, recurren a los periódicos de referencia —tanto de España como internacionales— para confirmar o recabar las informaciones que les interesan. Así ocurrió durante la pandemia en España, de acuerdo con estos estudios. Yo creo que eso significa que a los medios de comunicación tradicionales les resta todavía un margen de credibilidad que debieran aprovechar para recuperar lo perdido. La confusión o el seguidismo que se ha hecho por parte de algunos medios de las noticias o bulos que circulan por las redes sociales —muchas veces por ahorrar en gastos de una redacción cualificada— les han llevado al descrédito y a una depauperación del producto. Recuperar la buena praxis profesional, invertir en personal cualificado y situar la ética del interés general por encima de todo serán las claves que devuelvan el prestigio a los medios. No puedo dejar de recordar que, hace poco más de una década, me harté de clamar en el desierto al avisar a los empresarios de empresas de comunicación que, con el desmantelamiento de las redacciones que se hizo a partir de la crisis de 2008, estaban cavando sus propias tumbas. Lamento haber acertado.

Los verificadores están haciendo un trabajo muy valioso en esa dirección de trabajar por una información veraz e incluso las empresas especializadas cumplen unas estrictas normas internacionales para garantizar la calidad de su trabajo. Además de contrastar las noticias, auténtica clave de bóveda de nuestro trabajo, hay otros comportamientos que debemos cuidar. En el periodismo siempre hemos tenido el prestigio y la confianza de la ciudadanía gracias al autocontrol —más exigente en el periodismo anglosajón— que señalaba obligaciones, responsabilidades y los límites que no se pueden traspasar en el cumplimiento de nuestra labor y que van más allá de las pautas legales marcadas por el artículo 20 de la Constitución.

Hace poco he leído que se levantan voces sobre la necesidad de establecer un árbitro y unas normas a seguir para poner orden en la información. Nada que objetar. Es algo necesario que no tenemos que inventar. Afortunadamente, como sabemos que el autocontrol es la mejor respuesta, ya existen múltiples códigos deontológicos, nacionales e internacionales, de muy alta exigencia, que no hay más que cumplir, pero que se han convertido en papel mojado porque ya nadie los sigue y tampoco a nadie parece importarle. Es asombrosa esta indiferencia —eso, en el mejor de los casos— cuando la credibilidad y la deontología profesional son nuestro más preciado valor. Para buscar soluciones a la desinformación, hay que empezar por ahí. Muchos periodistas lo tenemos muy claro pero los empresarios parecen tener dificultades en comprender que no venden tornillos ni longanizas, sino que cumplen una función social y, por lo tanto, se equivocan cuando priman el “clic” y el lucro inmediato porque sólo el prestigio será la remuneración que le aportará los beneficios que busca. No hace muchos días que el presidente de un gran grupo de comunicación decía: “El mejor antídoto contra la desinformación es la cabecera de un medio”. Ojalá esa afirmación no sea sólo un puñado de buenas palabras.

Pablo Hernández Escayola

Perfil biográfico: Pablo Hernández Escayola es desde 2020 Coordinador de investigación académica en la agencia de verificación Maldita.es. Tiene experiencia de más de 19 años de trabajo en la Televisión: en La Sexta, CNN+, Cuatro y Localia, y, anteriormente, como periodista y redactor en la Agencia EFE y el ABC.

¿Cuáles son las principales causas del aumento de la desinformación en los últimos años?

La primera es que funciona. Los que manipulan se están saliendo con la suya y están logrando beneficios con sus mentiras. De hecho, la voz de alarma sobre el peligro de la desinformación en redes sociales se empezó a extender en 2016 después del referéndum del Brexit y de la elección de Donald Trump en Estados Unidos. Es decir, cuando se vio que la desinformación podría haber sido decisiva en dos elecciones trascendentales. Fue entonces cuando las autoridades, las instituciones y la sociedad en general se empezaron a tomar en serio el peligro de los bulos. Pero al mismo tiempo, para los desinformadores, fue una prueba de que se pueden lograr objetivos políticos utilizando técnicas de manipulación en redes sociales. Una vez que se ha comprobado su eficacia, la desinformación se convierte en un arma más para aquellos que tienen una agenda política y pocos escrúpulos. Este uso político de los bulos explica que los fact-checkers detectemos aumentos de la desinformación durante los periodos electorales. Aunque su auge no se limita a los temas políticos. Hay desinformadores en ámbitos muy diferentes. La clave es que, una vez que se comprueba que agitando las redes sociales a base de bulos se puede conseguir una reacción del público, crear un estado de ánimo determinado en una sociedad o generar una corriente de opinión, cualquiera puede usar esas técnicas para lograr sus objetivos, ya sean políticos, económicos o de cualquier otro tipo.

La segunda clave es justo esa, que cualquiera puede hacerlo. Generar desinformación en redes sociales es muy fácil y barato. Hay que tener en cuenta que internet y las redes sociales son unos instrumentos de comunicación muy potentes que están disponibles para todo el mundo. Esa comunicación tiene multitud de aplicaciones positivas, pero también las hay negativas. Nunca antes los ciudadanos han tenido tanta información al alcance de la mano ni han tenido tantas opciones de participar en los debates públicos. Pero esas mismas vías que les permiten participar e informarse también facilitan que cualquiera pueda contaminar los debates con mentiras y manipulaciones y hacerles víctimas de la desinformación. La facilidad para generar contenidos y propagarlos usando las redes sociales les permite a los creadores de la desinformación jugar al ensayo-error. Ponen a circular una batería de bulos y, si alguno no funciona, no pierden nada. Si consiguen que se hagan virales, logran su objetivo. Bombardear las redes sociales con manipulaciones sencillas está funcionando. Escribir un tuit haciéndose pasar por un medio de comunicación o hacer circular un vídeo sacado de contexto cuesta menos de un minuto y es gratis. Por eso la acción de los desinformadores está más orientada a encontrar el mensaje adecuado, que consiga que el público reaccione, e intentar viralizarlo. No se preocupan de generar bulos muy complicados desde el punto de vista técnico. Seguramente porque no les hace falta. Los bulos sencillos están cumpliendo su objetivo. Esta puede ser una de las razones por las que los fact-checkers apenas encontramos, por el momento, ejemplos de “deepfakes”. Generar un vídeo que imite de manera creíble la imagen y la voz de un personaje conocido es complicado y necesita de una tecnología que no está al alcance de todo el mundo. Lo que vemos todos los días son lo que llamamos “cheap fakes”, manipulaciones baratas que cualquiera puede hacer con aplicaciones de edición de imagen que están instaladas en cualquier ordenador o smartphone.

Hay un tercer motivo que tiene que ver con quién recibe esos bulos. Como ya he comentado, los ciudadanos tienen ahora acceso a un volumen de información totalmente inabarcable y eso, paradójicamente, supone que gran parte de ellos no estén bien informados. Tanta información sin organizar ni jerarquizar puede acabar generando confusión. Creo que ese desconcierto tiene que ver con el cambio en la manera en la que recibimos la información. Antes nos informábamos cogiendo un periódico, sintonizando una emisora de radio o poniendo un canal de televisión. Sabíamos quién nos estaba hablando. Esas noticias tenían un ancla. En las redes sociales, ese ancla, que sirve para relacionar la noticia con el que la cuenta, se diluye. La gente recuerda qué ha visto o leído pero no sabe quién es el autor del mensaje. Es fácil que alguien diga que un contenido lo ha visto en Twitter o en Facebook pero que no se sepa de qué medio de comunicación es o en qué cuenta lo ha leído. Además, la mayor parte de las veces los mensajes no nos llegan directamente de la fuente primaria, sino que las recibimos porque uno de nuestros contactos los ha compartido. Más complicaciones para saber quién nos está hablando. Y, por si fuera poco, las redes sociales favorecen las fuentes anónimas. En resumen, el público de las redes sociales tiene muchas dificultades para identificar el origen de la información que recibe y, por lo tanto, le resulta complicado saber si es una fuente fiable o no. Esta confusión facilita la acción de los desinformadores porque la gente se fija más en el mensaje que en la fuente. Además, esta confusión sobre quién es la fuente de cada información se produce en un momento de crisis general de credibilidad de las fuentes tradicionales. Las autoridades y los medios de comunicación han perdido gran parte de la confianza del público. Parte de ese proceso es culpa de ellos, que no han sabido comunicar de una manera eficiente este nuevo escenario sin dañar su prestigio. Pero parte del descrédito de las fuentes tradicionales tiene que ver con los ataques de los desinformadores que cuestionan la “información oficial” y promueven “verdades alternativas” porque saben que, si la gente no sabe en quién creer, puede acabar creyendo en cualquiera.

La suma de todos estos factores hace que los ciudadanos, en las redes sociales, tengan serias dificultades para encontrar referencias en las que confiar para estar bien informados. Este ambiente de confusión y desconfianza es ideal para difundir bulos.

¿Cuáles son los mayores peligros que conlleva la desinformación?

Hay distintos peligros dependiendo de la temática de la desinformación. Pero, sin duda, el más grave es que pone en peligro vidas. Lo hemos visto muy claramente durante la pandemia. Los bulos sobre remedios falsos contra la enfermedad o que atacaban a las vacunas contra la COVID-19 son claros ejemplos de desinformaciones que pueden causar muertes. Además, la desinformación sobre temas sanitarios se extiende más allá del coronavirus. Hay narrativas contra todo tipo de vacunas o sobre curas mágicas para enfermedades que suponen una grave amenaza para la salud de los ciudadanos. Toda decisión en el ámbito de la sanidad que se toma sin seguir los criterios que marca la ciencia y haciendo caso a mitos y rumores es peligrosa y hay abundante desinformación que alienta este tipo de comportamientos.

Los bulos que ponen en riesgo vidas humanas no sólo tienen que ver con temas sanitarios. Uno de los objetivos básicos de los desinformadores es polarizar y dividir la sociedad. Por eso, en muchas ocasiones se dedican a agitar el odio. En India hay documentados varios casos de linchamientos que se vinculan con rumores que se habían propagado a través de WhatsApp. Estos son ejemplos de las consecuencias directas que puede tener la desinformación. Hay otros casos en los que la relación causa-efecto no es tan evidente, pero está claro que la desinformación pone a alguien en el punto de mira. Muchas de las narrativas desinformadoras que nos encontramos los fact-checkers se dirigen contra colectivos vulnerables. Un ejemplo muy habitual son los inmigrantes. Es difícil medir hasta qué punto la desinformación aumenta el nivel de xenofobia y racismo en una sociedad. No sabemos qué pasaría si no hubiera desinformación. Pero lo que sí está claro es que en el día a día nos encontramos muchos ejemplos de bulos en los que se presenta a los inmigrantes como personas violentas y peligrosas que reciben ayudas de las administraciones públicas que no merecen. Puede que no se conozca al detalle cómo estas desinformaciones afectan a la vida de los inmigrantes, pero es evidente que generan odio contra ellos y dificultan la convivencia.

También es muy claro que los bulos erosionan la democracia. La desinformación busca condicionar resultados electorales y también ataca habitualmente la credibilidad de las autoridades y las instituciones democráticas. Es decir, entorpece el buen funcionamiento de los mecanismos democráticos y crea ciudadanos recelosos con el sistema. Esta es una paradoja. Una de las bases de la democracia, la libertad de expresión, facilita la propagación de una desinformación que acaba dañando algunos de los pilares fundamentales de esa misma democracia.

Por último, como la desinformación es, en el fondo una forma de engaño potenciada por las nuevas tecnologías de la comunicación, también existe un peligro clásico, el del perjuicio económico. Es muy habitual encontrar bulos que están diseñados para timar a la gente.

¿Cuáles son las estrategias más apropiadas para combatir la desinformación?

La lucha contra la desinformación se tiene que dar en todos los frentes, con los emisores y con los receptores de la información. Por un lado, hay que conseguir que aumente la calidad de la información que circula por las redes sociales y, por otro, mejorar la capacidad de los usuarios de distinguir el grano de la paja, las noticias de los bulos.

En la parte de los emisores, los medios de comunicación tienen que hacer un esfuerzo para volver a ser fuentes fiables. Parte de la culpa de esa pérdida de confianza es suya. Están tratando de actuar en el escenario altamente competitivo de las redes sociales usando técnicas cortoplacistas como el clickbait o el sensacionalismo. Así consiguen tráfico inmediato en sus webs y sus cuentas de redes sociales, pero esa forma de actuar es muy perjudicial para su credibilidad. La gente necesita referencias y, con estos comportamientos, los medios no actúan como una referencia para nadie.

Las autoridades y las instituciones tienen que trabajar para ser fuentes de información fiable. Esto pasa por mejorar la transparencia para generar credibilidad y sus sistemas de comunicación para acercarse a los ciudadanos y responder a sus dudas. También está en la mano de las autoridades legislar sobre el tema de la desinformación. Es cierto que es un tema muy complejo porque cada paso que se dé en esta dirección puede afectar a la libertad de expresión, pero es necesario explorar qué caminos se pueden seguir para reducir los niveles de desinformación sin dañar los derechos fundamentales de la democracia.

Las plataformas son otro actor esencial para limpiar de desinformación este nuevo ecosistema de la comunicación. Ya van tomando algunas medidas para retirar contenidos engañosos, etiquetarlos o hacer que sus algoritmos les den menos visibilidad. Pero les queda mucho por hacer. Sobre todo, porque las plataformas son las que tienen más ases en la manga, ellas tienen datos internos que nadie más conoce y controlan el funcionamiento de los algoritmos. Son herramientas que, sin duda, pueden utilizarse para combatir la desinformación de manera más eficaz.

También los fact-checkers tenemos que tratar de ser más eficientes. Hay varias vías claras para mejorar nuestra actuación. Por un lado, cuantos más medios y mejores instrumentos tecnológicos tengamos, mejores resultados lograremos a la hora de detectar bulos y desmentirlos. También tenemos que ser conscientes de que la desinformación es un fenómeno global. Cada organización de fact-checking trabaja principalmente en un territorio, pero es muy importante que se creen vías de cooperación con fact-checkers de otras zonas porque la desinformación no se detiene en las fronteras. Lo hemos visto, por ejemplo, con la COVID-19 o con la invasión rusa a Ucrania. Los mismos bulos aparecían en distintos países. Si el bulo cambia de territorio, los distintos verificadores tienen que colaborar para luchar contra él. Por eso, las alianzas internacionales de fact-checkers y las acciones conjuntas son esenciales para afrontar el problema de la desinformación con una perspectiva global.

Pero nuestra labor no puede ser sólo reactiva. No nos podemos limitar a seleccionar unos cuantos bulos del caudal de desinformación y desmentirlos. También tenemos que prevenir sus efectos. Una manera de hacerlo es trabajar en artículos explicativos, no únicamente en los desmentidos. Por ejemplo, si vemos que el cambio climático es un tema sobre el que circula mucha desinformación, tenemos que informar a los ciudadanos para darles contexto sobre este tema y para que así puedan formar sus opiniones basándose en la ciencia y en los datos. El concepto es parecido al de las vacunas. Hay que inocular a los ciudadanos con información de calidad para que cuando estén expuestos a la desinformación, ésta ya no tenga efecto.

Esta última idea estaba relacionada con lo que comentaba al principio de que hay que trabajar también con los receptores de la información. Una ciudadanía bien formada y que usa el pensamiento crítico es mucho más difícil de engañar. Por eso hay que potenciar la alfabetización mediática. Es muy importante que la gente sea consciente de que hay muchos actores en redes sociales que tratan de engañarlos y que esas manipulaciones pueden tener consecuencias muy graves. Hacer un retuit o compartir un meme en un grupo de WhatsApp puede parecer una tontería, algo que no tiene trascendencia. Pero ese tipo de comportamiento repetido muchas veces es el que hace que algo sea viral. Si lo que se hace viral es un bulo, se vuelve cada vez más peligroso. Por eso es importante, que la gente piense en la trascendencia que tienen acciones que le parecen inocuas. Es fundamental que, antes de compartir algo, reflexionen sobre si están compartiendo desinformación. Ese es el primer paso, pararse a pensar. Pero la formación tiene que ir más allá. Hay que explicar qué tácticas usan los desinformadores para que se crean sus mensajes y para incitar a la gente a que los compartan. El truco más habitual es apelar a sus emociones. Si algo te enfurece, o te causa sorpresa, o te da miedo, es más fácil que quieras difundirlo. Si hay una respuesta emocional, no piensas, actúas. Eso es lo que quieren los desinformadores. Pero la labor de formación con los ciudadanos no tiene que quedarse en convencerlos para que se paren a pensar si algo es cierto, también hay que dotarles de los instrumentos para saber detectar los bulos. Hay técnicas simples como la lectura lateral, la confirmación por varias fuentes o la búsqueda inversa de imágenes que están al alcance de cualquiera y sirven para aclarar muchas dudas. No es imprescindible que todos se conviertan en fact-checkers, basta con que conozcan una serie de técnicas básicas y, ante la duda, que no compartan.

Diego S. Garrocho Salcedo

Perfil biográfico: Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética y Filosofía Política en la Universidad Autónoma de Madrid, desde donde coordina el Máster en Crítica y Argumentación Filosófica. Es Vicedecano de Investigación de la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM. Doctor en Filosofía con Mención Internacional desde el año 2013, ha sido investigador visitante en Boston College, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y la Johns Hopkins University. Miembro de distintos grupos y proyectos de investigación reconocidos, es autor de artículos en revistas científicas de Filosofía así como en prensa generalista; desde el año 2013 codirige la Revista Índice con Diego Cano Soler, editada por el Instituto Nacional de Estadística. Sus intereses principales giran en torno a la ética clásica y su rendimiento en el mundo contemporáneo. Es autor de «Sobre la nostalgia. Damnatio memoriae» (Alianza: 2019) y «Aristóteles. Una ética de las pasiones» (Avarigani: 2015) y escribe en las páginas culturales de ABC y Ethic.

¿Cuáles son las principales causas del aumento de la desinformación en los últimos años?

La desinformación, de algún modo, es tan antigua como la humanidad. La instrumentación de los mensajes públicos o la mentira como instrumento político son casi una constante cultural. En el ámbito filosófico, autores como Platón o Maquiavelo ya reflexionaron sobre ello. Sí existe, sin embargo, un nuevo escenario contemporáneo que ha redefinido las condiciones y el alcance de esa desinformación. Los modos y la velocidad a la que se desinforma son distintos.

La primera novedad, y tal vez la más evidente, es de índole tecnológico. Los medios de comunicación de masas y la supresión o sustitución de la mediación comunicativa en las redes sociales ha hecho que el contacto entre emisor y audiencia haya cambiado. La velocidad a la que se propagan los mensajes y la ausencia de supervisores que administren o garanticen unas mínimas condiciones de veracidad han multiplicado la posibilidad de propagar información deliberadamente falsa. El libre mercado de la atención genera, además, algunas paradojas que tienden a favorecer la desinformación ya que, en demasiadas ocasiones, una noticia falsa, altisonante o efectista puede propagarse a mucha mayor velocidad que una noticia verdadera que, sin embargo, no moviliza grandes emociones ni sorpresas. Hace décadas la información aparecía siempre mediada por alguien que ejercía una cierta garantía epistémica: una cabecera de prestigio o un grupo de comunicación avalaba, con su tradición y credibilidad, la veracidad de una noticia. Además, el régimen de vigilancia recíproca hacía que unos medios supervisaran a otros medios. Hoy la competencia se ha exacerbado y, además, los medios tradicionales coexisten con emisores que pueden alcanzar la misma difusión de manera súbita. Un usuario de Twitter puede viralizar un contenido falso con más efectividad con la que un medio reputado y contrastado puede informar diligentemente. Eso, en sí mismo, nos plantea un desafío y un riesgo, aunque también pueda tener consecuencias deseables.

Otra cuestión capital en el ámbito de la desinformación es la adscripción identitaria que hacemos del disenso político. En un contexto de deliberación democrática, dos personas podrían mantener opiniones divergentes y debatir con el único propósito de alcanzar un juicio más próximo a la realidad. Sin embargo, existe un peligro creciente de polarización identitaria. Nos identificamos de una manera extremadamente emocional con nuestras ideas. Con demasiada frecuencia concurrimos a un espacio público de deliberación buscando imponer nuestras opiniones de una forma ultradefensiva, imaginando que rebatir nuestro juicio o que cambiar nuestra posición entraña una forma de menoscabo de aquello que somos. Cuando casi debería ser al contrario. Esa apropiación identitaria de la ideología y de los valores nos hace mucho más vulnerables a la hora de establecer sesgos de confirmación. Tendemos a ratificar aquello que ya creemos y, en el mundo de las redes, siempre existirá un hilo o un tuit que sea capaz de confirmar nuestras intuiciones más disparatadas.

Por último, creo que durante algún tiempo frivolizamos con la posibilidad de que la realidad postfactual tuviera algo de emancipador. Recuerdo que hace no tanto N. Chomsky lamentaba desde su despacho universitario que la gente ya no creyera en los hechos. De un modo algo grosero podríamos confiar en que, si Nietzsche tenía razón y no hay hechos, sino que sólo existen interpretaciones, Donald Trump acertaba cuando advertía que su nombramiento como presidente fue el más concurrido de la historia de los EE.UU. Las fotos de la Explanada Nacional de Washington desmienten de forma obvia esa afirmación, pero, si en efecto, todo depende de la interpretación y cualquier interpretación es legítima, los “hechos alternativos” de los que habló la Administración Trump pueden ser una tentación seductora. La postverdad no es una forma de mentira. Es la asunción de que la diferencia entre la verdad y la mentira es una estricta convención. Creo que demasiadas personas abrazaron ese lema creyendo que había algo de liberador en la propuesta, pero la historia parece desmentirlo.

¿Cuáles son los mayores peligros que conlleva la desinformación?

La desinformación, en primer lugar, es un atentado contra la democracia. Cualquier régimen democrático requiere unos estándares mínimos que procuren una cierta transparencia en el acceso a los hechos que son relevantes para que cada ciudadano pueda desarrollar su ideal de vida y defender sus legítimos intereses. Las acciones libres e informadas requieren contar con un acceso fehaciente a la realidad. Es obvio que no existe un trato desnudo e inmediato con la realidad y que hay zonas donde la objetividad puede discutirse y es sano que así sea, pero parece cabal conceder que en un escenario donde de forma planificada, deliberada y sistemática se extiende información falsa se estará introduciendo un ruido que nos incapacita como ciudadanos.

Nuestra constitución, como suele recordar Elena Herrero-Beaumont, es una de las pocas que protege el derecho a la información veraz, lo que demuestra la importancia de lo que hablamos. La desinformación no simplemente nos impide desarrollar libremente nuestras vidas, sino que, además, nos convierte en víctimas potenciales de aquellos que tienen un interés espurio en manipular nuestra percepción de la realidad.

En este sentido creo que es relevante distinguir entre información falsa y desinformación. Una noticia puede ser falsa aun cuando se haya sometido a ciertos estándares de veracidad razonable. Hay cosas que no son lo que parecen, fuentes coincidentes que pueden estar equivocadas o regiones de incertidumbre que favorecen los errores informativos. Sin embargo, la desinformación es un fenómeno consciente en el que quien comunica está induciendo de forma deliberada a un error a su audiencia. Esos errores inducidos nunca son neutrales y, obviamente, responden siempre y necesariamente a intereses ilegítimos.

A esto deberíamos sumarle otro hecho que no siempre se tiene en cuenta y es que la desinformación no sólo es consecuencia de las noticias falsas. Un aluvión de noticias verdaderas puede generar un aturdimiento informativo capaz de volvernos menos lúcidos. Un empacho de noticias verdaderas es también una forma de desinformación. Por eso se habla de la infoxicación como un fenómeno creciente. Creo, además, que este exceso de información es mucho más complejo y difícil de combatir que las noticias falsas y, en gran medida, se debe a una ausencia de jerarquías en la ordenación de los datos.

En un periódico clásico que se edita en papel encontramos una ordenación explícita y decidida de la información. Se lleva a portada lo más relevante, se ubica en opinión aquello que de forma manifiesta recoge percepciones o análisis subjetivos. De algún modo, la cabecera responde y avala aquello que propone como más relevante. Sin embargo, actualmente llegan a nuestros móviles datos de forma masiva que, pudiendo ser veraces, no cumplen una verdadera misión informativa dado que los algoritmos tienden a remitirnos noticias que van a confirmar nuestros sesgos. El libre mercado de la atención no siempre es útil a la hora de distinguir la información verdadera de la falsa y, sobre todo, tiende a exponernos poco a noticias que, de algún modo, desafíen nuestras creencias previas. El fenómeno de las cámaras de eco y el modo en que acabamos encerrados en áreas de información que ratifican nuestros prejuicios es un fenómeno aparentemente contrario pero que, de algún modo, redunda en la polarización resultante de la desinformación.

¿Cuáles son las estrategias más apropiadas para combatir la desinformación?

La solución, obviamente, no es sencilla dado que gran parte de los instrumentos que hoy potencian la desinformación son aliados de desarrollos tecnológicos que crecen exponencialmente. Las soluciones que vayamos encontrando irán siempre detrás de la tecnología. Es un hecho.

En cualquier caso, sí existen algunas estrategias mínimas de seguridad que se están empezando a activar. En primer lugar, y como no podría ser de otra manera, es prioritaria la educación de nuestros jóvenes, aunque también de nuestros adultos. Cada vez se habla más de instruir en capacidades digitales, pero una de las primeras habilidades imprescindibles pasaría por aprender a discriminar la información veraz de aquella que no lo es. Hay una dimensión puramente epistémica pero también ideológica: tenemos que aprender a dudar de nuestras certezas y debemos ser capaces de renovar nuestro diálogo con aquellos que piensan de forma manifiestamente opuesta a nosotros. Sólo de esa forma podremos mejorar nuestra resistencia a algunos fenómenos conectados con la desinformación.

Por otra parte, existe una competencia imprescindible que debe asumir el regulador. Hay que legislar y realidades como Twitter, que son empresas privadas pero al mismo tiempo monopolios naturales, nos sitúan ante escenarios enormemente complejos y sin demasiados precerentes. La ley de datos (Data Act) es una iniciativa legislativa europea que, de algún modo, debería ayudarnos a imponer un cierto orden en el dominio del dato y de la información. Aunque no será suficiente. Otras instituciones como Ethosfera, un think tank en el que tengo el honor de presidir el comité científico, están humildemente emprendiendo acciones de investigación y alfabetización mediática entre los más jóvenes, además de un observatorio de medios.

Creo, pese a todo, que gran parte del problema tendrá que resolverse en una redefinición de la prensa y los medios de comunicación. Necesitamos una prensa libre, plural, veraz e independiente y es muy probable que para conseguirlo tengamos que pagar por ello. Me gusta mucho una idea de Carissa Véliz, una admirada colega. Ella sostiene que hay que comprar prensa para que esta trabaje para nosotros. Pese a todo, en una democracia mediática o posmediática existe también la necesidad de procurar acceso a la información veraz a aquellas personas que no tienen la posibilidad de pagar por acceder a medios de comunicación de calidad. Ahí, de nuevo, creo que la Administración pública tiene una responsabilidad importante. Los medios deben ser independientes del poder ejecutivo y legislativo, pero, al mismo tiempo, parece evidente que necesitamos una legislación actualizada y medios de acceso gratuito que puedan garantizar, al menos, una cobertura informativa de mínimos. En esta batalla, los medios de comunicación reputados y la Administración deberían trabajar juntos para poder garantizar el acceso a una información veraz a toda la ciudadanía.