En cada niño nace la humanidad

Reseña de: Mar Cabezas, La infancia invisible. Cuestiones ético-políticas sobre los niños, Madrid, Tecnos, 2022

ISBN: 97-88-43098-66-75

¿Qué merece un/a niño/a? ¿Qué merecen incluso si nunca llegan a convertirse en adultos? ¿Es la infancia una etapa con valor propio, merecedora de bienes específicos, y no solo como una fase de desarrollo para llegar a ser adulto? Estas son las preguntas que se hace Mar Cabezas en este original y certero libro de filosofía de la infancia, una disciplina todavía incipiente y que quiere responder al olvido y cosificación de la infancia en nuestra tradición cultural y a la exclusión de los niños y las niñas de la vida pública, “único segmento de población sin una voz en la esfera pública”.

Mar Cabezas toma como punto de partida de su reflexión la constatación del llamado “sesgo de edad”, esto es, la discriminación y los prejuicios a los que se enfrenta la infancia, ignorando sus voces y necesidades en beneficio de las del adulto. En realidad, podemos hablar de una variante del término “edadismo”, que se ha acuñado también para referirse a la discriminación por razón de edad en general y que se utiliza, principalmente, para aludir a los prejuicios hacia las personas mayores y de edad avanzada.

Y una muestra evidente de este sesgo contra la infancia lo constituye el uso de formas de violencia que en mayor o menor medida están admitidas. Los datos que aporta la autora son estremecedores: solo el 2,4% de los niños y las niñas del mundo están protegidos jurídicamente contra el castigo físico en todos los entornos. Más aún, la negligencia física y emocional constituye una forma de maltrato extendida, invisibilizada y hasta normalizada: “…según UNICEF, alrededor de 29.000 niños menores de 5 años mueren cada día por causas prevenibles, como la falta de alimentos, medicamentos e instalaciones de higiene, así como casi 10 millones de niños menores de 5 años mueren al año en el mundo debido a causas directamente relacionadas con la pobreza.” (pp. 38-39).

Acierta Mar Cabezas al calificar la “infancia” como un concepto moral denso pues incluye no solo la descripción de la etapa inicial de la vida, sino que incorpora un marco interpretativo y valorativo de la misma.

¿Y qué pasa con la infancia? Pues que se ejerce una discriminación y hasta exclusión social (“espacios libres de niños”) y una evidente falta de reconocimiento de su capacidad para saber, conocer, distinguir o evaluar lo que les sucede (injusticia epistémica, tanto con respecto a su testimonio como con relación a su interpretación del valor de los hechos).

La autora se pregunta, con buen criterio, por cuál es el estatus moral de la infancia, por qué no es indiferente lo que se le haga, por qué los niños son valiosos. Y aquí la reflexión ética se torna muy relevante pues pareciera que son relevantes solo porque son similares o asimilados a otra cosa (el adulto, los otros animales, la naturaleza, las generaciones futuras), “ignorando persistentemente los problemas ético-políticos de los menores reales y presentes.” (p. 95).

En la disputa entre visiones dicotómicas y simplistas de la realidad moral (agente/paciente, persona/cosa, humano/animal), la autora adopta una perspectiva gradualista donde poder situar el continuum que constituye la infancia y que se caracterizaría por la dimensión emocional y todos los grados sutiles que se establecen en la interacción entre la dimensión afectiva y las dimensiones cognitivas; esto es, la capacidad de sufrir, de sentir y reconocer emociones y sentimientos, que no es la mera reactividad corporal ante estímulos ni la capacidad abstracta de razonar. Dice la autora:

“… los niños ya han desarrollado sus emociones básicas a la edad de 6 meses; la envidia, la autoconciencia y la empatía después de los 2 años, y las otras emociones secundarias como orgullo, culpa y vergüenza a los 3 años. Obviamente, esto no es lo mismo que sentir dolor y placer. Tal vez ello no los haga agentes morales, pero seguramente alguien que pueda experimentar esas emociones es más que un paciente pasivo”. (p. 103).

Y ello aplicaría también a aquellos adultos que han perdido sus niveles más elevados de razonamiento (por ejemplo, casos de demencia) pero que aún preservan un cierto sentido o conciencia moral.

La singularidad de la infancia la sitúa en un lugar que no es asimilable por completo ni con la experiencia de otros mamíferos ni con la de un individuo humano adulto.

Como alternativa a la consideración del estatus moral, Mar Cabezas introduce en la tercera y última parte de su libro un enfoque centrado en el daño y en la vulnerabilidad para articular una ética de la infancia. Partiendo de una idea de vulnerabilidad como susceptibilidad al daño, ampliamente estudiada por otro lado desde la ética del cuidado, la autora señala la particular vulnerabilidad de la infancia (que va cambiando con la edad) dadas sus necesidades físicas y emocionales, la falta de desarrollo completo de todas sus competencias, su dependencia de los demás y su fragilidad física, psíquica, económica y social. Por ello, en la infancia se está a expensas de factores externos de manera cualitativamente distinta a la que lo está un adulto. Y los derechos específicos de la infancia se definen como protecciones frente al daño que truncaría el desarrollo y florecimiento de los niños.

Se distinguen diferentes tipos de vulnerabilidad en la infancia: física o corporal; psíquica o emocional; económica (pobreza infantil); política (invisibilidad en la esfera pública); y social o simbólica.

Finalmente, la autora adopta el llamado “enfoque de las capacidades” (Sen, Nussbaum) como base para su propuesta de ética de la infancia, partiendo de unos bienes específicos mínimos para la infancia que deberían garantizarse, pero sin perder de vista el contexto y los proyectos de vida diversos. No estoy seguro de que estemos hablando de “capacidades” o, directamente, de “necesidades”, como la misma autora afirma más adelante (p. 176). Al final, se trata de rastrear de manera objetiva las huellas de daño y evidenciar el impacto de cierto tipo de experiencias en el bienestar del niño, independientemente del imaginario social en el que esté inmerso. (p. 168).

Sí que me parece especialmente acertada la insistencia de la autora en la perspectiva de segunda persona, esto es, en la consideración del punto de vista y de la voz de los niños, evitando los procesos de silenciamiento, pero también de adultización y abandono:

“…entender que el niño es un interlocutor con preferencias, capacidades cognitivas, etc., capaz de articular un discurso y al que hay que tener en cuenta no significa tratarle como un adulto en miniatura y obviar otra serie de vulnerabilidades propias de una etapa en la que se está construyendo la identidad personal, la visión del mundo y la confianza en los demás.” (p.195).

Si queremos ser buenos antepasados, enseñemos a los niños y a las niñas a preguntar y ayudémosles a encontrar su voz, la voz de la niña que fuimos, somos y seremos. Este libro de Mar Cabezas es una maravillosa invitación para ello.

Dorotea Buendía

México

doroteabuendia@gmail.com