Las recientes declaraciones del Ministro de Sanidad, Bernat Soria, proponiendo abrir en España un debate sobre la regulación de suicidio asistido, han levantado una notable polvareda mediática y han originado declaraciones de grueso calibre como las del portavoz del PP Esteban González Pons, afirmando que se pretende “liquidar al personal con cargo a la Seguridad Social”. Nada de ello contribuye al necesario debate sensato sobre la regulación de la ayuda a morir. Porque si en algo hay un consenso social amplio es en la necesidad de establecer un marco claro y diáfano sobre todo el entramado médico, social y asistencial en los finales de la vida. Por ello, como el lenguaje nunca es neutro, sería preferible plantear los términos de la cuestión en la “ayuda a (bien) morir”, abandonando las contraposiciones, a veces ficticias y tramposas, como veremos, entre suicidio asistido, eutanasia pasiva, eutanasia activa, cuidados paliativos, limitación del esfuerzo terapéutico, etc. etc.
En primer lugar, hay que constatar que la relación del ser humano con la muerte ha sido modificada sustancialmente en los últimos tiempos por la intervención de una medicina altamente tecnificada: Ya no se es dueño de la propia muerte; se muere normalmente en el hospital y no en casa; el enfermo como totalidad ha desaparecido en favor de una relación parcial con la enfermedad; la muerte es concebida como un fracaso por parte de los profesionales sanitarios y por ello se intenta postergar lo máximo posible; en definitiva, la muerte en la actualidad es un tabú.
En segundo lugar, frente al paternalismo, especialmente arraigado en la tradición médica, se ha profundizado en el reconocimiento del valor de la autonomía o autodeterminación personal, entendida como vivir (y morir) según los propios designios, como el respeto a las preferencias, consideraciones y opciones personales de los individuos, manifestadas libre y voluntariamente.
En este contexto se plantea la demanda de un mayor control sobre la propia muerte y se hace hincapié en la profundización de los cuidados paliativos en las fases terminales de la enfermedad, ofreciendo apoyo, asistencia y cuidado al enfermo terminal y a su entorno. Sin embargo, en algunos casos poco frecuentes, los cuidados paliativos se manifiestan como insuficientes o inaceptables para pacientes que desean mantener algún sentido de control sobre las circunstancias de su muerte. No sólo se trata del control del dolor o de otros síntomas físicos (náuseas, falta de aliento, incontinencia, úlceras), sino de las pesadillas, los delirios, la pérdida de la individualidad y, en general, del sufrimiento, que es un asunto más existencial que meramente físico. En estas situaciones, el suicidio asistido y la eutanasia voluntaria activa constituirían una última opción, un último recurso, un complemento (y no una alternativa) de los necesarios e insustituibles cuidados paliativos de calidad.
No obstante, cabe aducir que la ayuda del profesional sanitario a morir daría al traste con el mandato médico de proteger la vida. Sin embargo, también cabe señalar que precisamente el clínico ha de acompañar a su paciente en esa situación de sufrimiento terminal, en un diálogo atento para la comprensión y el consuelo en dicha tesitura. No hacerlo y no atender esa petición razonada y voluntaria de ayuda a morir puede suponer un abandono del paciente y una dejación de las propias responsabilidades profesionales, atendiendo más a una pretendida pureza de la profesión que a las necesidades del paciente.
Seguramente, el argumento más utilizado para rechazar una regulación de la ayuda a morir es que podría conducir al abuso, de modo que algunos pacientes vulnerables, que se perciben como una carga, podrían sentirse presionados para tomar esta opción, que se extendería desde los enfermos terminales y competentes con sufrimiento incontrolable, a otros que no son competentes o no son terminales; es lo que se llama, ‘pendiente resbaladiza’. Sin embargo, los datos demuestran que la práctica del suicidio asistido y de la eutanasia, allí donde está regulada, pautada y protocolizada (Oregon/USA, Holanda, Suiza, Bélgica), no ha conducido a abusos y prácticas injustificadas. Nunca se explica cómo razones que apoyan la ayuda a morir (la autonomía del individuo o la compasión) van a justificar muertes que ni son compasivas ni respetan la autonomía y la dignidad de los individuos. No tiene sentido comparar un ‘riesgo de daño’ —la eventual inducción y práctica de asesinatos soterrados— con un ‘daño real’ —el que de hecho sufren quienes solicitan la ayuda para morir. Más aún, puede aducirse el argumento de precaución de evitar las eutanasias “involuntarias” para justificar precisamente la regulación legal de la ayuda a morir, puesto que otorgaría una mínima seguridad jurídica a las relaciones clínico-paciente en los procesos de terminalidad, evitando en estos casos la arbitrariedad más absoluta, la opacidad y la clandestinidad. Así, en general, en los lugares donde está regulada la ayuda a morir, se contemplan una serie de requisitos y criterios precisos: que el paciente padezca una enfermedad incurable con consecuencia de muerte en un término breve, que vaya asociada a un sufrimiento permanente e insoportable, que la petición del paciente no sea producto de la ausencia de cuidados adecuados y se haga de modo claro y repetido, y que sea producto de su iniciativa y propia voluntad, sin tener el juicio alterado. El suicidio asistido deber llevarse a cabo en el contexto de una estrecha relación médico-paciente y debe pedirse consulta a un segundo médico para confirmar el diagnóstico y el pronóstico del paciente, corroborando además que el paciente está plenamente capacitado.
En este sentido, ya hay un reconocimiento generalizado de la autonomía de los pacientes en los procesos sanitarios y en las relaciones clínicas (ley 41/2002 de autonomía del paciente, que ahora va a desarrollar, por ejemplo, la Comunidad Autónoma de Andalucía). Así, se ha de solicitar el consentimiento informado del paciente para las intervenciones sanitarias que le afectan, se reconoce el derecho a rechazar tratamientos médicos y se posibilita que los individuos formulen peticiones en este sentido mediante documentos de voluntades anticipadas. En consecuencia, se admite no usar o desconectar un aparato de ventilación mecánica o de alimentación artificial después de una petición expresa, inequívoca y voluntaria de un paciente, aunque ello pueda ocasionarle la muerte. Es lo que se conoce como ‘eutanasia pasiva’ y ‘limitación del esfuerzo terapéutico’. Se alega en estos casos que es muy distinto causar activamente la muerte (ayudando a morir) que dejar seguir el curso de la enfermedad, si bien en ambas situaciones el resultado es la muerte y, además, la no-intervención puede ocasionar más sufrimiento (pensemos en la retirada de un alimentador artificial: tras el hambre, la desnutrición y la inanición, llegaría la muerte después de un penoso y doloroso proceso). Lo cual nos lleva a otra sutil distinción, la que se da entre buscar intencionadamente la muerte y prever que la muerte acontecerá: Es usual sostener que no es lo mismo moralmente colaborar en o provocar intencionadamente la muerte de un sujeto que padece un sufrimiento intolerable (ayuda al suicidio, eutanasia), que proporcionarle enormes dosis de calmantes y drogas, aun cuando se sepa fehacientemente que ello provocará la muerte (sedación terminal). El segundo supuesto sería aceptable moralmente (lo es para la Iglesia Católica) porque la intención directa es acabar con el dolor, no con el paciente. No obstante, se hace difícil cualquier consideración acerca de la responsabilidad sobre nuestros principios y nuestras acciones si no tenemos en cuenta los efectos o las consecuencias previsibles, aunque no intencionados, de los mismos.
Por tanto, apelando a un principio de responsabilidad y dejando de lado la hipocresía, si el rechazo de ciertos tratamientos y soportes médicos —muchas veces complejos y costosos—, admitido comúnmente como una práctica aceptable, también causa la muerte del paciente, lo mismo que si se le proporciona drogas letales mediante la ayuda al suicidio o la eutanasia, entonces habrá que poner el acento no en la legalización o no de la ayuda a morir, sino en las condiciones y garantías para que se dé, en ambos casos, una petición informada, sin presiones y voluntaria por parte del paciente. En consecuencia, el foco de las políticas públicas sobre este asunto habrán de delimitar claramente las condiciones de petición y consentimiento de la aceleración de la muerte (el fin, el resultado), estableciéndose las adecuadas garantías, más allá de que se trate de unos medios u otros (activos, pasivos), en el contexto del respeto a la voluntad del paciente y la evitación del sufrimiento.
En segundo lugar, frente al paternalismo, especialmente arraigado en la tradición médica, se ha profundizado en el reconocimiento del valor de la autonomía o autodeterminación personal, entendida como vivir (y morir) según los propios designios, como el respeto a las preferencias, consideraciones y opciones personales de los individuos, manifestadas libre y voluntariamente.
En este contexto se plantea la demanda de un mayor control sobre la propia muerte y se hace hincapié en la profundización de los cuidados paliativos en las fases terminales de la enfermedad, ofreciendo apoyo, asistencia y cuidado al enfermo terminal y a su entorno. Sin embargo, en algunos casos poco frecuentes, los cuidados paliativos se manifiestan como insuficientes o inaceptables para pacientes que desean mantener algún sentido de control sobre las circunstancias de su muerte. No sólo se trata del control del dolor o de otros síntomas físicos (náuseas, falta de aliento, incontinencia, úlceras), sino de las pesadillas, los delirios, la pérdida de la individualidad y, en general, del sufrimiento, que es un asunto más existencial que meramente físico. En estas situaciones, el suicidio asistido y la eutanasia voluntaria activa constituirían una última opción, un último recurso, un complemento (y no una alternativa) de los necesarios e insustituibles cuidados paliativos de calidad.
No obstante, cabe aducir que la ayuda del profesional sanitario a morir daría al traste con el mandato médico de proteger la vida. Sin embargo, también cabe señalar que precisamente el clínico ha de acompañar a su paciente en esa situación de sufrimiento terminal, en un diálogo atento para la comprensión y el consuelo en dicha tesitura. No hacerlo y no atender esa petición razonada y voluntaria de ayuda a morir puede suponer un abandono del paciente y una dejación de las propias responsabilidades profesionales, atendiendo más a una pretendida pureza de la profesión que a las necesidades del paciente.
Seguramente, el argumento más utilizado para rechazar una regulación de la ayuda a morir es que podría conducir al abuso, de modo que algunos pacientes vulnerables, que se perciben como una carga, podrían sentirse presionados para tomar esta opción, que se extendería desde los enfermos terminales y competentes con sufrimiento incontrolable, a otros que no son competentes o no son terminales; es lo que se llama, ‘pendiente resbaladiza’. Sin embargo, los datos demuestran que la práctica del suicidio asistido y de la eutanasia, allí donde está regulada, pautada y protocolizada (Oregon/USA, Holanda, Suiza, Bélgica), no ha conducido a abusos y prácticas injustificadas. Nunca se explica cómo razones que apoyan la ayuda a morir (la autonomía del individuo o la compasión) van a justificar muertes que ni son compasivas ni respetan la autonomía y la dignidad de los individuos. No tiene sentido comparar un ‘riesgo de daño’ —la eventual inducción y práctica de asesinatos soterrados— con un ‘daño real’ —el que de hecho sufren quienes solicitan la ayuda para morir. Más aún, puede aducirse el argumento de precaución de evitar las eutanasias “involuntarias” para justificar precisamente la regulación legal de la ayuda a morir, puesto que otorgaría una mínima seguridad jurídica a las relaciones clínico-paciente en los procesos de terminalidad, evitando en estos casos la arbitrariedad más absoluta, la opacidad y la clandestinidad. Así, en general, en los lugares donde está regulada la ayuda a morir, se contemplan una serie de requisitos y criterios precisos: que el paciente padezca una enfermedad incurable con consecuencia de muerte en un término breve, que vaya asociada a un sufrimiento permanente e insoportable, que la petición del paciente no sea producto de la ausencia de cuidados adecuados y se haga de modo claro y repetido, y que sea producto de su iniciativa y propia voluntad, sin tener el juicio alterado. El suicidio asistido deber llevarse a cabo en el contexto de una estrecha relación médico-paciente y debe pedirse consulta a un segundo médico para confirmar el diagnóstico y el pronóstico del paciente, corroborando además que el paciente está plenamente capacitado.
En este sentido, ya hay un reconocimiento generalizado de la autonomía de los pacientes en los procesos sanitarios y en las relaciones clínicas (ley 41/2002 de autonomía del paciente, que ahora va a desarrollar, por ejemplo, la Comunidad Autónoma de Andalucía). Así, se ha de solicitar el consentimiento informado del paciente para las intervenciones sanitarias que le afectan, se reconoce el derecho a rechazar tratamientos médicos y se posibilita que los individuos formulen peticiones en este sentido mediante documentos de voluntades anticipadas. En consecuencia, se admite no usar o desconectar un aparato de ventilación mecánica o de alimentación artificial después de una petición expresa, inequívoca y voluntaria de un paciente, aunque ello pueda ocasionarle la muerte. Es lo que se conoce como ‘eutanasia pasiva’ y ‘limitación del esfuerzo terapéutico’. Se alega en estos casos que es muy distinto causar activamente la muerte (ayudando a morir) que dejar seguir el curso de la enfermedad, si bien en ambas situaciones el resultado es la muerte y, además, la no-intervención puede ocasionar más sufrimiento (pensemos en la retirada de un alimentador artificial: tras el hambre, la desnutrición y la inanición, llegaría la muerte después de un penoso y doloroso proceso). Lo cual nos lleva a otra sutil distinción, la que se da entre buscar intencionadamente la muerte y prever que la muerte acontecerá: Es usual sostener que no es lo mismo moralmente colaborar en o provocar intencionadamente la muerte de un sujeto que padece un sufrimiento intolerable (ayuda al suicidio, eutanasia), que proporcionarle enormes dosis de calmantes y drogas, aun cuando se sepa fehacientemente que ello provocará la muerte (sedación terminal). El segundo supuesto sería aceptable moralmente (lo es para la Iglesia Católica) porque la intención directa es acabar con el dolor, no con el paciente. No obstante, se hace difícil cualquier consideración acerca de la responsabilidad sobre nuestros principios y nuestras acciones si no tenemos en cuenta los efectos o las consecuencias previsibles, aunque no intencionados, de los mismos.
Por tanto, apelando a un principio de responsabilidad y dejando de lado la hipocresía, si el rechazo de ciertos tratamientos y soportes médicos —muchas veces complejos y costosos—, admitido comúnmente como una práctica aceptable, también causa la muerte del paciente, lo mismo que si se le proporciona drogas letales mediante la ayuda al suicidio o la eutanasia, entonces habrá que poner el acento no en la legalización o no de la ayuda a morir, sino en las condiciones y garantías para que se dé, en ambos casos, una petición informada, sin presiones y voluntaria por parte del paciente. En consecuencia, el foco de las políticas públicas sobre este asunto habrán de delimitar claramente las condiciones de petición y consentimiento de la aceleración de la muerte (el fin, el resultado), estableciéndose las adecuadas garantías, más allá de que se trate de unos medios u otros (activos, pasivos), en el contexto del respeto a la voluntad del paciente y la evitación del sufrimiento.