El miércoles 19 de octubre apareció una noticia en el diario Público en la que se anunciaba que la Unión Europea prohíbe patentar tratamientos con células embrionarias. El artículo critica la decisión tomada por el Tribunal de Justicia, por cuanto que la prohibición de patentar terapias regenerativas surgidas de células madre desincentivará la investigación en este campo y promoverá la fuga de investigadores europeos a otros continentes, en particular Asia y América. No deja de tener su interés el hecho de que, en esta ocasión fuera un miembro de una conocida organización ecologista la que propiciara esta decisión (al denunciar al científico Olivier Bruestle por haber patentado un tratamiento para enfermedades neurológicas que empleaba células troncales), y que la iglesia católica se haya mantenido al márgen de este asunto, y haberse limitado a aplaudir la decisión del Tribunal. Esta inusual coincidencia de intereses es sólo aparente. A diferencia de la organización religiosa -cuya intención principal es que se deje de investigar con ese tipo de células, por considerarlo como seres humanos en potencia- Greenpeace no se opone a la investigación con este tipo de células como tal, sino que pretende evitar que los resultados de esa investigación se privaticen y cobren a unos costes muy superiores a los que la mayoría de los países del globo están en condiciones de pagar. Algo análogo a lo que habría pasado en el ámbito de la alimentación, con la agricultura transgénica.