(por David Rodríguez-Arias y Carissa Véliz)
(Artículo aparecido en Publico.es el 11 de diciembre de 2012)
Un día como hoy hace 64 años se firmó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Su artículo 25 reconoce el derecho a la alimentación como un bien primordial que debe ser protegido.
Jean Ziegler, el ex-relator especial de la ONU para el derecho a la alimentación, alerta de que, de todos los Derechos Humanos, el derecho a la alimentación, siendo uno de los más fundamentales, es al mismo tiempo el más constante y ampliamente violado en nuestro planeta (Destrucción Masiva, 2012). La desnutrición está asociada a la aparición de enfermedades como el kwashiorkor, la tuberculosis y la diarrea, responsables de la mayoría de las muertes que se producen en los países menos desarrollados. El hambre es, a día de hoy, la principal causa de muerte en el mundo: más que las guerras, las enfermedades cardiovasculares, o el cáncer.
La infancia constituye el sector de la población más vulnerable a la desnutrición. La desnutrición no es lo mismo que la falta de alimento. Además de la ingestión de una cantidad de calorías diaria aceptable—que hace que el menor tenga un peso adecuado—es preciso que su alimentación sea rica en micronutrientes: vitaminas, minerales y oligoelementos. Las deficiencias en micronutrientes generan la llamada hambre silente, responsable de millones de casos anuales de ceguera (causada por la falta de vitamina A), beriberi (enfermedad que destruye el sistema nervioso y que es causada por la falta de vitamina B), escorbuto y raquitismo (causados por falta de vitamina C), múltiples trastornos del crecimiento y desórdenes mentales. La desnutrición prolongada destruye el cuerpo y las habilidades mentales. Quien no puede comer, sencillamente, deja de poseer su vida. Son el hambre y la enfermedad los que poseen la vida del hambriento.
Entre 2010 y 2012 ha habido 870 millones de personas en el mundo subalimentadas, el equivalente a 18 veces la población actualmente residente en España, o el 12,5% de la población global. ¿Soportaríamos vivir en una sociedad en la que una de cada ocho personas con las que nos cruzáramos estuviera al borde de la muerte por inanición? Nos consolamos pensando que la inmensa mayoría de esas personas—852 millones—viven en los lejanos países “en desarrollo”, donde la desnutrición alcanza el 15% de la población. Sin embargo, en la era de la globalización, nuestra capacidad para afectar y vernos afectados por lo que ocurre a miles de kilómetros hace que esa distancia sea cada vez más virtual.
España forma parte de los países privilegiados del mundo (aunque ya estemos conociendo los primeros casos de malnutrición infantil como resultado de la crisis). Mientras que en España la esperanza de vida es superior a ochenta años, en Swazilandia es de treinta y dos. Cuando en Madrid una familia gasta al mes aproximadamente el 15% de la renta familiar en la compra de alimentos, en los suburbios de Manila la parte dedicada a la alimentación representa más del 80% de los ingresos familiares, sin que ello les permita a los filipinos disfrutar de una alimentación equilibrada.
Aunque la proporción de la población mundial subalimentada haya descendido ligeramente en los últimos veinte años, no ocurre lo mismo con el total de personas que pasan hambre. Hoy, a pesar de las innovaciones agroalimentarias y de las mejoras alcanzadas en los sistemas de producción agrícola y los transportes, hay 78 millones más de hambrientos que en 1990 (“Informe sobre la inseguridad alimentaria en el mundo”, Roma, FAO, 2012).
Como ocurre con casi todas las injusticias planetarias, el hambre también tiene un rostro femenino. Las mujeres la sufren más que los hombres; las niñas más que los niños. En algunas regiones de Pakistán, por ejemplo, las mujeres y las niñas solo pueden comer las sobras que los hombres y los hijos varones les dejan. Una embarazada subalimentada no puede transmitir los nutrientes necesarios al feto. La subalimentación fetal provoca daños cerebrales y deficiencias motoras. Millones de bebés nacen cada año determinados a tener una vida incompleta, privada de las necesidades más básicas. Incluso la lactancia, la única capacidad propiamente humana—materna—de generar alimento, se ve afectada. En Malí, poco más del 25% de las madres consigue amamantar a sus bebés de un modo normal y durante el tiempo necesario. La anemia causada por la falta de hierro en los menores de dos años es fatal en esa fase crucial de su desarrollo neurológico e inmunitario. En ausencia de todo sucedáneo lácteo, las madres que no pueden dar de mamar asisten al espectáculo insoportable de la degradación progresiva de la salud de sus bebés. En 2007, en Angola, Burundi, Congo, Costa de Marfil, Etiopía, Guinea, Liberia, Uganda, Somalia y Sudán, uno de cada diez niños murió antes de cumplir los cinco años de edad. La situación fue incluso peor en otros países, acechados por las guerras, como Afganistán, Chad o Sierra Leona, donde llegó a morir hasta uno de cada cuatro niños menores de cinco años. Estos datos encierran cantidades intolerables de sufrimiento y desesperación.
Por ello resulta crucial recordar que se trata de un sufrimiento evitable. Es cómodo pensar la pobreza y el hambre como fenómenos necesarios. Sin embargo, no son ninguna fatalidad. Ni siquiera es legítimo asimilarlos a desastres naturales. La subalimentación y la desnutrición hoy en día son creaciones humanas. Erradicarlas también está a nuestro alcance. Se calcula que se necesita sumar 19000 millones de dólares anuales a la actual ayuda oficial al desarrollo para eliminar el hambre y la malnutrición a nivel mundial. Cada año, los habitantes de los países del norte preferimos gastar esa misma cantidad en perfumes. Los cien mil millones que, solo en España, se han empleado para rescatar a la banca, habrían servido para eliminar un tercio de la pobreza mundial.
¡El 1% de la población más rica del mundo (grandes empresarios multinacionales y banqueros) disfruta del 39,9% del capital mundial! Los 18 millones de muertes anuales relacionadas con la pobreza podrían prevenirse con medidas muy baratas: una mejor distribución del alimento (el 40% de los cereales los consumen animales, que son a su vez consumidos por los ricos del mundo, véase al respecto el artículo de Oscar Horta "El precio de la Carne"), medidas de rehidratación, vacunas, antibióticos y agua potable.
Si existe hambre es porque permitimos que exista. Opina Ziegler que el hambre tiene un cierto parentesco con el crimen organizado. Un puñado de grandes transnacionales agroalimentarias—Aventis, Monsanto, Pioneer, Syngenta, Cargill—controlan el mercado de semillas, abonos, así como el almacenaje, la distribución y la venta de los productos alimentarios. El control que ejercen sobre el precio de los productos les permite obtener beneficios muy sustanciosos. Por otro lado, ese control deja a merced de su codicia a millones de personas pobres cuyo acceso a los alimentos esenciales —el trigo, el maíz, el arroz— se ve mortalmente restringido. Los recursos financieros de estas transnacionales, a menudo superiores al producto interior bruto de los países en los que están implantadas, hacen desaparecer todo poder de negociación por parte de estos. Incluso en los países pobres donde los dirigentes han sido elegidos democráticamente y velan por los intereses sociales, los políticos están atados de manos para garantizar el acceso al derecho a la alimentación.
La eliminación de las barreras de comercio proteccionistas con las economías desarrolladas y los aranceles a las exportaciones del Sur, la eliminación de la agricultura extensiva y los monocultivos, la eliminación de los latifundios, la redistribución de las tierras arables, la subvención pública de los alimentos básicos, la eliminación del dumping y otras formas de especulación oligopólica con los alimentos básicos, la preservación del suelo, la equidad en la adquisición del alimento y una prohibición de los monopolios de las sociedades multinacionales del sector agroalimentario sobre los mercados de semillas, abonos y comercio, bastarían para interrumpir la hambruna que sufre el Sur ante nuestra indiferencia.
Los habitantes de las sociedades desarrolladas y democráticas tendemos a tener la conciencia tranquila: no somos nosotros los que provocamos las violaciones de derechos, las hambrunas y la explotación. Sin embargo, esas violaciones y daños no solo los llevan a cabo personas. Como señala el filósofo Thomas Pogge, también se producen a través de las instituciones: “Los ciudadanos podrían estar implicados cuando las instituciones que mantienen producen de manera previsible y sistemática un déficit evitable de derechos humanos” (Politics as usual, 2010, 29) La violación del derecho humano a la alimentación se reproduce cada vez que contribuimos con nuestros hábitos de consumo al enriquecimiento de las empresas multinacionales cuyo lucro pasa por pisotear la legítima aspiración de los más pobres al alimento. Además del deber moral de contribuir eficazmente con nuestro propio dinero (cuando nuestra situación económica lo permite) a los que menos tienen, los ciudadanos de los países medianamente democráticos tenemos, además, la responsabilidad de presionar a nuestros gobiernos para que no se dobleguen ante los poderes económicos establecidos por esos oligopolios asesinos. Mientras no cumplamos con nuestra parte de responsabilidad, careceremos de argumentos para rebatir la desafiante insinuación de que cada persona que muere por hambre, muere asesinada.