“Las normas de la casa de la sidra” de Lasse Halsström (The cider house rules, 1999) es una de esas películas incapaz de dejar indiferente al espectador, y es por ello que no he podido resistir la tentación de escribir sobre ella. Sin duda, el guión de John Irving (autor, también, de la novela en la que está basada la película) contribuye a la plena realización de esta obra de arte. En ella las cuestiones éticas que se abordan son múltiples y de considerable interés. La más importante y, por tanto, a la que voy a dedicar una especial atención, es la cuestión del aborto, pero son muchos más los temas conflictivos que se tratan en la película, entre ellos: “falsedad documental o modificación de la historia clínica, infidelidad o deslealtad, drogadicción o incesto, mentira o suplantación”, ya mencionados en el comentario original “Las normas del aborto” (bioética y cine 1) publicado por Antonio Casado.
Una película que, antes de hacer la presentación de sus personajes, nos presenta una “voz en off” reflexionando sobre las decisiones, no puede ser más que una película de un alto nivel de reflexión ética, pues es en el ámbito de la ética donde se trata de decidir, y decidir supone eliminar el resto de posibilidades y, por tanto, a menudo, es una situación conflictiva. Volviendo a citar la entrada publicada por Antonio Casado: “De manera que si más arriba se ha hablado de la imperiosa necesidad de decidir a la que los personajes de esta narración se ven impelidos, muchas de esas decisiones les supondrán franquear el umbral de lo que la norma establece” artículo (I. Marzábal y M. Marijuán, "Ética y narración. Una lectura de Las normas de la casa de la sidra", Ars Medica. Revista de Humanidades2003; 1: 140-141).
En España, el modelo de la “ley de plazos”, sólo lleva en vigencia desde Julio de 2010, algo que resulta, a mi parecer, sorprendente en pleno siglo XXI. Hasta entonces, el aborto, estaba tan sólo justificado en tres supuestos que ya todos conocemos de sobra: violación, malformación del feto y riesgo físico o psicológico para la madre. Creo que debería haber existido siempre un cuarto supuesto: el riesgo de daño psicológico para el futuro niño. Y es que, si ser padres, incluso cuando se está preparado para ello, jamás he oído decir que sea una tarea sencilla, no quiero imaginar lo que debe ser asumir la paternidad repentinamente y sin quererlo, en palabras del Dr. Larch: “Homer, si esperas que las personas sean responsables de sus hijos, tienes que brindarles el derecho a decidir si quieren o no tenerlos, ¿estás de acuerdo?”. Lo que es aún más reseñable es el contexto en el que transcurre esta conversación entre el Dr. Larch y Homer, tras una espeluznante sacudida de conciencia incluso para el espectador más conservador: una joven con cuarenta de fiebre, una peritonitis aguda, el útero perforado y un objeto extraño, similar a una aguja de ganchillo, en su interior acaba de acudir, en busca de ayuda, al Dr. Larch. Pero ya era demasiado tarde…
En este contexto, me gustaría resaltar el papel de la mujer, encargada de llevar a la criatura en su vientre. Obviamente, la responsabilidad ha de recaer en las dos partes… pero, en última instancia, la que padece las consecuencias es ella. Sólo en el caso de que sea un embarazo buscado o de que ambos decidan responsabilizarse de lo ocurrido, ella no sufrirá. De lo contrario, siempre saldrá perjudicada. Bien porque él decida no responsabilizarse y ella asuma el embarazo (porque la ley o sus principios le impiden abortar), bien por los trastornos psicológicos que pueden quedarle como consecuencia del aborto. En definitiva, para que la mujer sea autónoma, libre y goce de pleno derecho con respecto a su cuerpo, hemos de permitirles ser quienes decidan si quieren o no tener ese hijo. Sólo si les brindamos el derecho a decidir si quieren o no ser madres, podremos exigirles que sean responsables como tales. Esta es la única vía por la cual podremos traer al mundo “príncipes de Maine y reyes de Nueva Inglaterra”.