Como bien dejó averiguado Anthony Downs en un breve pero enjundioso texto sobre la manera en que los medios de comunicación se ocupan de la actualidad (Up and Down with Ecology. The Issue-Attention Cicle), para que un determinado asunto retenga durante días la atención de los media debe ofrecer a los periodistas renovadas dosis de dramatismo y emotividad de intensidad creciente.
La competencia para hacerse con un hueco en el reducido y disputado espacio de la portada de un periódico o de un informativo de radio o televisión –y lo mismo cabe decir de la pantalla de presentación de un medio electrónico- adquiere con frecuencia el carácter de una lucha despiadada: sólo unos pocos temas alcanzan esa visibilidad privilegiada que otorgan los medios de masas. Del millar largo de potenciales ítems informativos que cada día se amontonan en la sala de Redacción de un periódico de tamaño medio, apenas 150 verán la luz, y algunos de forma puramente testimonial o como relleno para completar una plana. La selección es aun más implacable en los espacios de noticias de la radio y la televisión, donde apenas caben una veintena de temas.
Por otra parte, como cualquier observador minucioso de la conducta puede atestiguar, la capacidad de atención de la especie humana no se distingue precisamente por su persistencia en el tiempo y exige de forma permanente nuevos estímulos o estímulos conocidos pero a intensidades crecientes para evitar el entumecimiento perceptivo. Sabemos también que la mera persistencia del estímulo sin otros refuerzos adicionales acaba por conducir a la extinción progresiva de la respuesta del receptor.
De acuerdo con esto, podemos aventurarnos a pronosticar que la acción sinérgica de las premisas apuntadas conducirá en las próximas jornadas –por desgracia- al inexorable declive informativo de la catástrofe humana que se vive en Haití, transcurridas algunas semanas desde el devastador terremoto que asoló el país. Bastará con pertrecharse de una regla normalizada o un cronómetro fiable para comprobar cómo con el paso de los días llegará la disminución progresiva del interés periodístico, medible en la pérdida de centímetros cuadrados de superficie redaccional consagrada por los periódicos y en la merma de segundos de emisión radiotelevisiva destinados a la tragedia.
Así habrá de ser, a menos que un nuevo temblor de magnitudes semejantes al primero, la aparición de grandes epidemias por las insalubres condiciones de vida o las reyertas y disturbios violentos, disparen de nuevo el número de víctimas. En ese caso, al conjuro de la sangre, la presencia de tantas cámaras de televisión y de reporteros ataviados para la ocasión con el preceptivo chaleco multibolsillos seguirá estando justificada, pues como bien nos enseñó Barry Glassner (The Culture of Fear), la sangre manda en los medios de comunicación.
Por lo demás, obsérvese cómo se cumple en todos sus términos un oscuro vaticinio: eso que se conoce como Tercer Mundo parece que sólo tiene permiso para asomarse a las pantallas del Occidente opulento cuando se produce una catástrofe o un conflicto bélico, o como idílica postal paradisiaca para el potencial turista occidental. Cabría decir -como ácidamente apuntó El Roto en una de sus viñetas- que los haitianos se nos hicieron visibles justo cuando quedaron sepultados bajo los escombros.
Acaso ahora, antes de que caiga el olvido sobre Haití y su desgracia se convierta en una estadística archivada, sería el momento para revisitar El reino de este mundo, que se abre con el prólogo en el que Carpentier explica su concepto de “lo real maravilloso”. Esa ficción realista recorre la atormentada historia de Haití, la primera república negra y la primera en abolir la esclavitud. Se cuenta en sus páginas la vida del manco Mackandal, el primer esclavo en rebelarse contra la explotación blanca, y la de Bouckman, el jamaicano que llevó a la isla la noticia de la Revolución Francesa. Los ideales de la Ilustración terminaron por arribar a las costas de Haití materializados en dos ingenios que plasmaban el alma bifronte de la Revolución: la imprenta, divulgadora del conocimiento, y la guillotina, ejecutora de los discrepantes.
Cuenta también Carpentier los avatares que concurrieron en la construcción del palacio de Sans-Souci y de la fortaleza Citadelle, a la mayor gloria de Henri Christophe, primer rey negro de Haití, quien organizó en torno a sí una corte a imagen de la del emperador Napoleón. Y aunque toda la malhadada andadura de ese país parece no dejar mucho margen para el optimismo, Carpentier no duda en cerrar su novela convocando a la generosidad, la esperanza y la felicidad como atributos intrínsecamente humanos:
“El hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada. Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas. En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio, reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo”.