Por María Lourdes Domínguez Carrascoso
La luz natural es luz difusa. Para explicarlo de forma que lo entiendan los que no tienen un conocimiento de física, consideremos que los rayos de luz tiene un vector asociado perpendicular a los mismos. La luz totalmente difusa sería aquella que tiene la distribución de estos vectores totalmente al azar mientras que la luz totalmente polarizada es la que tiene todos los vectores asociados en la misma dirección del espacio. La suma vectorial de la primera resulta cero y la de la segunda resulta el producto del valor del vector por el número de vectores, o, lo que es lo mismo, sería equivalente al valor de la suma de los mismos si fueran números sin carácter vectorial. El ejemplo más conocido del segundo tipo de luz es el LASER. Nuestros ojos están adaptados a la luz natural, la difusa. Es de sobra conocido el peligro de la luz LASER para nuestra vista, y la razón es la característica de la polarización que llega a hacer del LASER una finísima herramienta de corte.
En realidad, los sistemas de iluminación artificiales nos son ni totalmente difusos ni totalmente polarizados, sino que están en un estado intermedio, más o menos cerca de uno de los extremos según sea la naturaleza de emisión luminosa. Precisamente los sistemas de iluminación que además emiten en la frecuencia del calor tienen carácter más difuso. El fuego, por ejemplo. O la bombilla de filamento. Precisamente esta emisión simultánea de calor y luz es la que en estos momentos de la historia ha producido una gran campaña de rechazo hacia la iluminación de filamento. Como contrapartida, se lanzan por todos los medios posibles alabanzas a la iluminación de estado sólido, fría porque emite en las frecuencias sólo de la luz, y además de colores muy concretos, y parcialmente polarizada, mucho más que la luz cálida, por la naturaleza de la conversión de la señal eléctrica en señal luminosa.
Voy a considerar que la imposición por parte de los gobiernos de un tipo de luz u otra debería generar una controversia a nivel mundial. Precisamente por su condición de controversia ética la voy a analizar según los cuatro mínimos ético[1]: precaución, autonomía, justicia y responsabilidad. Añadiré, también, que no he visto todavía planteado el problema como tal y que lo que expongo es el resultado de una serie de trabajos realizados con mis alumnos y alumnas del curso de Optoelectrónica en la escuela de ingeniería en la que desarrollo mi labor de profesora.
Precaución
La iluminación de estado sólido, la mayoría debida a los diodos LED (Light Emitting Diodos) consume mucha menos energía que la de los filamentos incandescentes por la misma razón de su falta de confortabilidad: no la gasta en emitir calor. El informe avalado por empresas poderosas[2] arranca con los datos espectaculares: un quinto de la energía eléctrica mundial se emplea en iluminación, lo cual supone la emisión de 1.9 billones de toneladas de CO2 , el 70% de lo que produce el parque automovilístico mundial. Informes de hace unos años, que ahora cuesta encontrar en la red, si es que están, recomendaban sustituir todas las bombillas por diodos LED debido al ahorro de energía que supondría. En China, por ejemplo, en 2004, el programa de iluminación de estado sólido lanzaba el dato de un ahorro de 100 TW/h en caso de sustituir el 40% de todas las lámparas de incandescencia por lámparas LED (3). Duplicar la eficiencia de la iluminación a nivel mundial tendría un impacto sobre el clima equivalente a la eliminación de toda la producción de electricidad y calor en la UE (2).
Podemos encontrar multitud de datos que orientan en la misma dirección. Sin embargo, esta precaución que supone para el medio ambiente el ahorro de energía, la podemos girar hacia otra problemática: nuestros ojos no están diseñados para soportar la luz polarizada ni monocromática. ¿Se ha investigado lo suficiente la problemática de las consecuencias sobre la salud que tendría someternos a este tipo de iluminación?. El daño sobre la salud no podemos ni siquiera contarlo entre lo plausible. Apenas se menciona, si es que se menciona.
Responsabilidad
La responsabilidad en el mundo tecnológico tiene dos dimensiones: la ambiental y la social[3]. Indudablemente, en lo relativo al medio ambiente la iluminación de estado sólido supone un gran ahorro de energía, teniendo en cuenta que la luz es básica, como el aire, para poder vivir o sobrevivir, y que la consumimos todos los seres humanos. Ahora bien, en lo relativo a la responsabilidad social, ¿qué podemos decir del daño indirecto que puede producir la fabricación de estos diodos?. Y el hecho de suprimir la venta del otro tipo de bombillas, ¿no creará en el futuro una clase privilegiada que leerá con luz de buena calidad y otra que arriesgará su vista?. Algo así como la calidad de los alimentos. Mientras trabajo en el despacho, el obrero que repara el patio de mi casa, oscuro y lúgubre, con la ayuda de una frontal de diodos me dice que no se ve igual, que se le cansa la vista, que es muy distinto de trabajar con la luz natural o “la bombilla de toda la vida”.
Justicia distributiva y retributiva
“Se estima que en el año 2002, casi mil seiscientos millones de personas no
tenían acceso a la electricidad. Se pronostica que esta cifra sólo decaerá a mil
cuatroscientos millones para el 2030 (IEA 2004). Esto significa que
aproximadamente un cuarto de la población mundial depende de fuentes de
energía para la iluminación, como el querosén, el diésel, el propano, la
biomasa.
Estas fuentes de luz presentan una serie de problemas. En principio, el uso de
luz a base de combustible es muy ineficiente. Por ejemplo, la potencia lumínica
total anual de una simple lámpara de mecha equivale a la potencia producida
en 10 horas por una lámpara incandescente de 100 W. Esta ineficiencia se
refleja en la baja intensidad de luz que dificulta la lectura y el trabajo (Mills
2005). La ineficiencia también deriva del costo relativamente alto de la luz en
términos de costo financiero de una baja intensidad de luz y cantidad de tiempo
empleada en viajes para disponer del combustible. Los problemas de salud y
seguridad por el uso de luces en base a combustibles son varios, desde la
mala calidad del aire del interior de una vivienda, hasta incendios y riesgo…” [4]
Al disponerme a preparar el trabajo me encuentro con esta joya. Es cuestión de justicia distributiva el que las personas que no tienen acceso a la electricidad la puedan tener y dispongan de luz. Es cierto que será más factible si lo hacen con sistemas de bajo consumo. Ahora bien, añadir datos de lo que supondría de ahorro energético el iluminar con LEDs los sistemas de vida de estas personas me resulta de una insolidaridad inadamisible. Somos el mundo desarrollado los que estamos gastando los recursos energéticos del mundo total, somos los que iluminamos en demasía, como sostienen los astrónomos que tienen que soportar la contaminación lumínica que, paradójicamente, se trata de luz que apaga la de las estrellas.
Es más. La fabricación de LEDs requiere tecnología punta, grandes infraestructuras, dependencia del que lo hace. Sustituir esta luz por la luz que han tenido siempre tal vez ahonde más la injusticia distributiva, aunque se exponga como lo contrario, precisamente.
Autonomía y consentimiento informado
Para finalizar con este estudio de las cuestiones éticas de la imposición de iluminación de LEDs, voy a comentar mi último hallazgo en relación al consentimiento informado[5]. En Estados Unidos existe un proyecto de trabajo ciudadano, en el sentido de que un grupo interdisciplinar, expertos/as, usuarios/as y fabricantes analizan una serie de productos, los testifican como usuarios y publican un informe al alcance de todos/as en la red. Así, se estudian las formas de manufacturar (si se puede llamar manufactura) los diodos, se chequean los efectos de los mismos, se comprueba si cumplen lo que se ha publicitado de ellos. Con todo ello, se cuenta con una guía para mejora de los SSL (State Solid Light).
Tomar nota de esta iniciativa y llevarla a cabo en Europa sería la continuación de este trabajo.