La corrupción es una pandemia mundial que afecta a los distintos gobiernos y administraciones públicas del mundo avanza a pasos agigantados. Es el aceite que favorece a la maquinaria de la globalización. Aun cuando existen diversos acuerdos, leyes, organismos que funcionan con técnicas cada vez más sofisticadas para intentar acotar el margen de las prácticas corruptas, ésta se halla en expansión permanente, su práctica es multicausal, va más allá de una necesidad económica. Conlleva ambición, codicia y anhelo de poder. A esta situación hay que añadir que algunos actos de corrupción no dejan huella, son, en cierto sentido, fantasmales, fugaces, relampagueantes cual humo que se desvanece. Se sabe que la corrupción existe, incluso se puede llegar a saber quiénes son corruptos, pero sin evidencias es difícil actuar, por eso los controles externos, los informes y las auditorias suelen convertirse en meros trámites administrativos y, paradójicamente, suelen servir a veces para tapar la corrupción.
En general, la lucha contra la corrupción cubre los elementos institucionales y represivos pero concentra poca atención en la prevención de la conducta, es decir, en los aspectos internos del individuo. La estrategia para su freno sigue siendo similar a un sistema carcelario que contrata más gendarmes, utiliza nuevos sistemas de vigilancia, o aplica mayor represión. Se actúa por reacción frente al hecho consumado, es decir, una vez que se cometió el acto se persigue al actor y, aunque se logre la captura y se envíe a prisión, detrás de éste vendrán otros más que seguirán su ejemplo, con la ventaja para los últimos de sacar experiencia de la situación de sus predecesores, por lo que será más difícil su captura. Cuando a un individuo se le envía a prisión, se le trata de dar orientación psicológica para su reinserción social. ¿Será por tanto conveniente realizar una tarea de educación, fomentando valores en lo social, lo familiar y lo laboral como estrategia preventiva en la sociedad? Con ello se evitaría que nuevos individuos reprodujeran estas situaciones. “Tanto reformistas, humanistas, como jueces, creen que las prisiones originan más criminales y que los tribunales se han convertido en meras puertas giratorias sin ningún efecto desalentador para delincuentes potenciales” (Lipsky, 1996, 288).
Al hacerse común el incremento de los actos de corrupción en la vida pública, se ha generado y generalizado un punto de vista que sostiene que aquellos que participan en política y en asuntos de gobierno son corruptos de por sí, y que por tanto, es imposible pensar que en ellos pueda operar la ética. La posibilidad de existencia de ética en política puede ser causa de risa en numerosos contextos. Quienes sostienen esta postura dan testimonio de casos conocidos o padecidos en el ámbito público que fundamentan esta idea. No obstante, existe otro punto de vista que sostiene que, en la medida en que todo individuo es capaz de aprender, deliberar, adquirir conciencia y discernir puede cambiar. Esta opinión sostiene que las personas que cometen fechorías lo hacen por ignorancia, porque no han tenido la oportunidad de llegar a un nivel de conocimiento que les permita “despertar”, “salir de la caverna” y “ver la luz” para que la claridad les permita comprender a conciencia el acto que realizan.
El hombre es lo que piensa. Lo que realiza cada individuo es resultado de lo que está en su pensamiento, éste es la fuente de los actos y comportamientos. Por ello, una conducta sana lo es a partir de un pensamiento sano. Sí dentro de las instituciones públicas existen personas corruptas será porque en su mente existen pensamientos que le impulsan a obrar así, luego será importante preguntarse ¿existen elementos que fomenten valores éticos en el servicio público? En caso de no existir, habrá que ponerse en marcha. Edmund Burke escribió: “El peor error que podemos cometer es no hacer nada, por pensar que es muy poco lo que podemos hacer”.