Por Jaime Rodríguez Alba
Años ha que, tras la primera comunión, y acaso sin consecuencia de ella, me declaro con “uso de razón”. Uso que, bueno o malo, es “uso” a fin de cuentas. Ahora, mi uso de razón me hace reflexionar sobre el estado del mundo. Reflexión que, como decía Séneca, hago desde la cavidad (convexa) del pensamiento, de esa soledad demasiado ruidosa que cada uno de nosotros somos. “Nunca se está menos solo que cuando se está solo; nunca menos quieto que cuando se está quieto”, que escribió el maestro cordobés. En la soledad que somos, en esos extraños momentos en los que habitamos “ensimismados”, descubrimos acaso algo inquietante: la polifonía que nos puebla. Polifonía que, en estos momentos de “crisis” (ruptura), suena casi a “cacofonía”. Malas palabras que surcan el indómito mar de nuestras entrañas.
¿Qué voces me pueblan? ¿Qué voces acallo? Ese Yo tiránico que pretende ser soberano sobre el anárquico pueblo polifónico. Afloran mis demonios en la soledad demasiado ruidosa que, como imagino, nos usurpa a una rutina, ya rota, de expectativas, arrebatos por las cosas, suposiciones acríticas, etc. Rutinas que éramos, en esa casa nuestra; entorno en el que somos circunstancia. Casa de las presencias, hoy más que nunca, deshauciadas.
Y, ¿por qué comunicar estos pensamientos? Por una cuestión moral, simplemente. Como he dicho, la razón me conmina a pensar: ¿Por qué no dejar que griten las voces de mi infierno? ¿Qué infierno? Aquel que clama venganza. Venganza contra un mundo en el que, aunque todos seamos responsables, no todo el mundo ha de responder del mismo modo. Alguien tiene mayor capacidad, mayor implicación, mayor, mayor.. Alguien ha de “responder”.
Mi pregunta es sencilla. Dirán que muy sencilla para los tiempos que corren. ¿Por qué he de pagar por lo que no debo? ¿Por qué he de hacerme cargo de unas deudas que no han servido para mejorar el mundo, sino para enriquecer a unos pocos, para dar suelta rienda a la codicia, a la pasión desenfrenada por las cosas: por las casas, los coches, los viajes, etc.
Yo, que ni tengo casa, ni coche, ni he viajado prácticamente, y cuando lo he hecho fue siempre en los límites de mis posibles. Yo, que, confieso, no tengo tarjeta de crédito, porque no creo en más crédito que el que yo mismo doy, desde la minúscula posibilidad de mi ser. Yo, que, confieso también, soy funcionario docente, y he procurado siempre, desde la ejemplaridad pública que se me exige moralmente, cumplir mi función. Yo, que, como todos los yoes, soy múltiple. ¿Por qué? ¿Por qué se me pide solidaridad con los insolidarios? ¿Por qué se me pide esfuerzo, no para salir de una catástrofe, sino para cargar con la deuda hedonista de tantos y tantos?
Toda mi vida he procurado, siguiendo los sabios consejos del mundo que he intentado escuchar; consejos de un mundo ya perdido (el de los ancianos, el de las aldeas asturianas que se escapan a la palabra urbana, el de los siglos de pisadas humanas sobre la tierra indómita), ayudar al que es débil como yo. Toda mi vida, digo, he procurado ser honrado, humilde, sencillo, honesto, responsable, etc. He vivido sin deuda. Mejor dicho, he cancelado mis deudas. He vivido ahorrando en lo posible para un mañana siempre incierto. He disfrutado en los límites de mis posibles. Pero hoy soy insultado por aquellos que dicen que he vivido por encima de mis posibles. Al mismo tiempo veo, con mis propios ojos, disfrutar a personas que han sido inmorales e ilegales (léase, por ejemplo, directores de sucursales bancarias, por no decir más), que han mentido y vendido hipotecas a personas que no las podían pagar, haciendo pasar para ello horas extra como sueldo base, contratos con finalidad como indefinidos, etc. Los veo pasear en sus lujosos coches. Pero no sólo veo. También escucho. ¿Qué? Escucho contarse a tantos que me rodean cómo fueron sus vacaciones espléndidas en lugares a los que quizá no vaya nunca, ni deseo, porque no hace falta ser turista con la vida.
Yo, que nunca fui de viaje a sitios maravillosos, que no tengo casa porque la hipoteca era desorbitada, que he sufrido alquileres inhóspitos bajo la máscara de la justicia del mercado, que he procurado siempre dar respuesta de mis actos, que he rechazado una vida de créditos porque no la podía asumir, etc. Yo, hoy veo amenazada la dignidad de mi persona y mi familia, porque ya casi no gano para vivir. Dejo hablar a mis voces internas: algunas me dicen que soy tonto, que al menos debiera haber seguido el curso del mundo y esto tendría encima; otras me dicen que no he dejarme humillar más por los voceros de las pasiones tristes, del engaño, de la muerte misma; y algunas me dicen, por qué no hablarlo en público, que acaso fuera preciso coger un arma y confiarse a aquello que, nos dicen, es malo en sí: “hágase justicia aunque perezca el mundo”.
Todas esas voces me pueblan. Mis noches son apacibles, en cambio, porque sobre todas ellas hay algunas que resuenan con la fuerza, sabia, de los tiempos: la principal, la del viejo Sócrates. Viene y me dice: “más vale padecer una injusticia que cometerla”. Otras, más actuales, trastocan, en la cóncava convexidad de mi fuero interno, los éxitos populares, y me dicen: “antes sencillo, que muerto”.
Jaime Rodríguez Alba, Aranjuez, Madrid
Comentarios
Decisiones de la vida diaria (comentario de Julen Tolosa)
El interior del hombre es como un Agora en la que los diferentes ciudadanos que nos pueblan discuten para tomar decisiones o por discutir. El Agora se vuelve vuelve un gallinero en cuanto observa como toda una variedad de corruptos de diferentes tamaños y colores disfrutan de diferentes placeres, mientras otros tienen que tragar el amargo trago de quedarse en el paro y no poder alimentar a una familia. Sobre todas las voces se oye la que incita a poner bombas -porqué tener escrúpulos con quien no los tiene- o a aprender de los banqueros y cometer sus mismas inmoralidades -¿si ellos lo hacen porque yo no?-. Pero no solo se oye con los corruptos, también con el amigo que nos traiciona, con el desconocido que nos insulta o con el jugador del equipo rival que nos quiere quitar el balón aun a riesgo de rompernos una pierna. ¿Por que no darles a probar su propia medicina? Menos mal que en muchos casos entre los griteríos puede escucharse también la voz que nos dice que mejor sufrir una injusticia que cometerla.
Comentario de Adrián Agreda (al post "antes sencillo que muerto")
Es comprensible que el conjunto de los ciudadanos afectados ante un engaño (aunque sea relativo) tomen como prioridad el restablecer el daño causado castigando al responsable. No obstante y admitiendo lo comprensible de estas reaccionescreo que se basan más en el interés y en la pasión súbita que en la razón (y hoy en día abundan este tipo de reacciones, como es normal insisto), y el estado, como el grueso de la población, no debería insistir tanto en estas compensaciones como en evitarlas a priori. No es una buena estrategia dedicar todas tus fuerzas en enmendar el error dado; yo pienso que es más interesante el organizar las cosas de tal modo que no vuelvan a ocurrir. ¿Significa esto que el causante del mal deba quedarse sin castigo y los afectados sin compensación?: no, yo no he afirmado tal cosa. Desde la visión más interesada (menos moral quizás) se alza una voz que aconseja usar la razón, la cual ha sido definida a menudo como la habilidad de sopesar qué acciones van a aportarnos más bien. Y considero que no ceder ante la pasión ciega es una prioridad racional.