En el siglo IV a. c. Aristóteles escribió: “El cargo público dará a conocer al hombre” actualmente, esta máxima no ha experimentado cambios.
Los antivalores y las prácticas corruptas han invadido cada ámbito de la vida pública: el político, el social, el económico y el cultural. En esta premisa coinciden algunos intelectuales de prestigio internacional como Junger Habermas, Sigmund Bauman, Alasdair MacIntyre, Giovanni Sartori, Hans Küng o Amartya Sen señalando que las sociedades contemporáneas viven sumergidas, de manera generalizada, en una crisis de valores, situación que genera una gran confusión y desorientación en los individuos que las integran, es decir, en gobernantes y en gobernados. Dicha confusión genera una mente híperpermisiva la cual se refleja en conductas nocivas que afectan a las sociedades contribuyendo al incremento de los problemas mundiales.
Esta situación afecta a los gobiernos al incubarse en su interior individuos que realizan prácticas corruptas por sistema, lo que ha generado que la corrupción haya alcanzado el grado de pandemia.
Cuando se ausentan los valores éticos en los asuntos de Estado aparecen diversas conductas antiéticas, algunas incluso consideradas como delitos. Cada uno de los diversos antivalores participa, ya sea de manera directa o indirecta, en la corrupción o alteración de las funciones básicas de gobierno, situación que a su vez genera el incumplimiento de las metas establecidas en los programas de gobierno, lo que equivale a decir que no se logran los resultados.
Cuando gobernantes y funcionarios públicos, en servicio o en calidad de aspirantes, son tocados por los antivalores, se olvidan del objetivo de todo gobierno que es la justicia y el bien común de la comunidad política. Actualmente hay un desvío de los objetivos originales de la política, los intereses de muchos políticos ya no son los intereses de los ciudadanos, lo que se busca de éstos es el voto para llegar al poder, legitimarse y mantenerse en él. El fin ha sido sustituido por el medio.
En el ámbito público existen numerosas oportunidades y espacios donde ni siquiera el más estricto conjunto de controles, normas y sanciones institucionales puede garantizar que los servidores públicos actúen de forma éticamente correcta y eviten un acto de corrupción si es esto lo que realmente desean. La sola implementación de controles externos al individuo, las novedosas y sofisticadas medidas anticorrupción, no disminuyen las acciones corruptas, de hecho, el incremento es mayor.
Es decir, los actuales instrumentos de control no bastan para detener la corrupción ya que dejan de lado lo esencial, todo lo que se refiere a la esfera interna del individuo, a su educación, a sus valores, a su percepción y convicciones. Es hacía la concienciación a donde hay que dirigirse para hacer factible el propio control del servidor público, el autocontrol.
La identificación de instrumentos relacionados con la ética pública, algunos ya existentes en el escenario internacional, resultan fundamentales a la vez que necesarios para atajar los problemas de corrupción en los gobiernos y administraciones públicas en claro ascenso.
El desvío de fines y recursos económicos es una realidad latente, no sólo en los gobiernos nacionales sino incluso en los organismos internacionales como la OTAN, la ONU o la UNESCO. La corrupción se manifiesta tanto en países desarrollados: Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Alemania, Italia o España, como en países en vías de desarrollo: Argentina, Chile, Nigeria o República Dominicana. Sin duda, la revolución de la información y la explosión de las comunicaciones han hecho públicos muchos casos de corrupción, ocasionando escándalos de alcance mundial. En palabras de Caiden, “La falta de ética, que podía esperarse en regímenes corruptos como el de Pakistan, Paraguay, India, Indonesia, Colombia y Zaire, también podía verse ahora en Estados Unidos, la Unión Soviética, Japón, Italia, China e incluso en Australia, los Países Bajos, el Reino Unido, Francia, Bélgica, Suiza y Suecia, aunque supuestamente no en la misma escala ni tan inmerso en la cultura de la gobernanza. Y entonces alcanzó a la comunidad internacional con escándalos que posiblemente surgieron primero en la UNESCO y luego en organismos de Naciones Unidas, en la propia ONU, los bancos de desarrollo regional, la OTAN, la Unión Europea, y recientemente en las organizaciones no gubernamentales, inclusive en la organización de los Juegos Olímpicos.” (Caiden, 2001, 244).
La corrupción se ha expandido y establecido de tal modo que ya es una característica en la mayoría de los países del mundo. Para su estudio, seguimiento e intento de control, existen diversos organismos como Transparencia Internacional (TI), la Oficina contra el Soborno perteneciente a la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), la Oficina Europea de Lucha contra el Fraude de la Unión Europea (OLAF), o el Grupo Multidisciplinario sobre la Corrupción del Consejo de Europa.
La permanencia de este fenómeno en la historia es tal que sugiere la idea de que la corrupción es algo inherente al ser humano, que existirá siempre cualquiera que sea el sistema político y la época histórica. Ha llegado incluso a ser calificada de endémica en todas las formas de gobierno. Actualmente este fenómeno anida y crece en los distintos gobiernos y administraciones públicas del mundo. Su freno y control implica, por un lado, un análisis exhaustivo de la misma para comprender sus causas y, por otro, el desarrollo de un conjunto de herramientas que permitan contener sus efectos, sirvan de dique a su actuación y contribuyan al fortalecimiento de valores en el servicio público.
No obstante, a pesar de que la corrupción es constante en la historia es esperanzador saber que también desde las antiguas civilizaciones, tanto en Occidente como en Oriente, se encuentran repetidas expresiones de aversión y censura hacia ella, es decir, las prácticas corruptas y la falta de honradez han sido objeto de recriminación en todas las culturas. Y también en todas ellas ha existido el interés por desarrollar y preparar todo un conjunto de dispositivos institucionales para tratar de atajarla o de minimizar su alcance.
Pero ¿hay algo que pueda realizarse para detener la corrupción que anida en los gobiernos y administraciones públicas contemporáneas? Sin lugar a dudas la respuesta es afirmativa. Una medida viable es identificar y desarrollar aquellos instrumentos en el escenario internacional que permitan construir un marco ético institucional que llegue a políticos y funcionarios. Para gobernar, pero gobernar bien, es necesaria la máxima capacidad, lealtad y excelencia de quienes ocupan los cargos en el Estado. Personas que, además de demostrada capacidad, posean integridad acompañada de un conjunto de valores hechos principios, una filosofía que contenga la idea de bien común así como un espíritu de servicio. Personas que comprendan que el deber está por encima del poder.
Es posible avanzar hacía este tipo de perfil de conducta mediante el desarrollo de instrumentos que fomenten la Ética Pública. Hoy en día, muchos gobiernos carecen de un área de ética pública, de profesionales especialistas en la materia, y mucho menos de un programa dirigido al fomento de una política en valores para el servicio público.
Aunque de forma aislada, existen en distintos países, sobre todo en aquellos considerados como los más transparentes (Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca), instrumentos que sirven de apoyo a la ética pública. Hace falta identificar, fortalecer y potenciar estos instrumentos en aquellos países donde no se conocen mediante una política pública en materia de ética. En las últimas décadas diversos estudios de las políticas públicas se centran en los aspectos teóricos e ideológicos propios de la disciplina, pero han dejado un espacio vacío en la gestión práctica, lo que da margen a numerosas conductas irresponsables y corruptas.
El rescate y fortalecimiento de valores en el servicio público permite que los servidores públicos dispongan de parámetros que sirvan de referentes en su comportamiento. Son los principios y los valores los que motivan o impiden actuar de determinada manera a una persona, y la Ética es la disciplina que los muestra. Los valores en el servicio público, que no buscan adoctrinamientos ni ideologizaciones ni son propiedad de religión alguna, tienen sus fundamentos en las disciplinas Ética, Filosofía y Teoría Política. Cuando la ética se aplica al ámbito público se denomina Ética Pública o Ética para la Política y la Administración Pública.
Cuando un gobierno opera bajo elevados principios contribuye a generar una mejor eficiencia en la operación de las instituciones públicas en todos sus aspectos. A su vez, el adecuado funcionamiento de las instituciones genera buenos resultados en las tareas o deberes públicos. Los buenos resultados son un factor clave para que los ciudadanos vuelvan a otorgar confianza a su gobierno.