A finales del año pasado tuvieron lugar dos decisiones gubernamentales que ponen de manifiesto el carácter lábil o confuso del concepto actual de cultura. Por un lado el Ministerio de Cultura reconoció al sector del juguete como industria cultural (orden CUL/3009/2011). José Antonio Pastor, presidente de la Asociación Española de Fabricantes de Juguetes, manifestó su satisfacción al respecto, indicando que tal reconocimiento es muy importante para el sector, “pero todavía más para que la sociedad sea consciente del papel fundamental que tiene el juguete en el desarrollo de los niños y su contribución a la cultura” (web de la Asociación Española de Fabricantes de Juguetes. La cursiva es mía). Esta decisión puede ser un tanto curiosa, pero el gran público también puede tomársela como algo entrañable o simpático. Más polémica es la segunda decisión, la de considerar que las corridas de toros pasan a depender también del Ministerio de Cultura, en lugar de como hasta entonces del Ministerio del Interior (Real Decreto 1151/2011). El texto del Real Decreto justifica tal adscripción, “entendida la tauromaquia como una disciplina artística y un producto cultural”.
La tauromaquia y los juguetes se suman así a las actividades propias de la gestión cultural. Pero esto nos da pie para reflexionar sobre los límites de esa profesión, o lo mismo, sobre su definición. Una profesión es un concepto normativo, al menos en el sentido de que las buenas prácticas profesionales tienen que ver con ciertos bienes que la sociedad demanda, y que tal profesión hace posible. En este sentido los gestores culturales proporcionan bienes culturales, “bienes” tanto en el sentido de mercancías, como en el de objetos y actividades apreciables por la sociedad. Los gestores culturales, por tanto, realizan una labor de promoción e intermediación entre los “creadores de cultura” pasados y presentes (artistas, escritores, cineastas, músicos… jugueteros, toreros), y los receptores/consumidores de la cultura. Ahora bien, los conceptos de “cultura” o de “creador (cultural)” son, como digo, confusos. Por eso propongo partir de una noción algo más clara como es la de “bien cultural”. Más concretamente, sugiero que “bien cultural” debe formar parte de la definición de “industria cultural”. No se trata de que ésta sea la solución del problema, sino un mejor punto de abordaje. Si la definición de la profesión de gestor cultural parte de la noción de cultura (como normalmente se hace), corremos el riesgo de hacer una definición grandilocuente y bienintencionada de ésta última. Tendremos así unas buenas y grandes palabras a las que nada hay que objetar, dado que “cultura” es un concepto positivamente sesgado y con una definición permanentemente abierta (una definición del tipo: la cultura es un factor de desarrollo humano, estímulo del diálogo y la convivencia, que garantiza la libertad de expresión.. etc., etc.).
La gestión cultural, entonces, se puede refugiar en tal definición de cultura sin cuestionar más qué es lo gestión cultural debe a la sociedad. Por tanto, una pregunta podría ser: ¿en qué sentido la industria cultural ha de proporcionar bienes sociales?