Comienzo aquí una serie de entradas sobre este tema. Mi objetivo es valorar desde la ética (no tanto desde argumentos económicos o ecológicos, o desde el debate político-jurídico, que es lo habitual, al menos en la literatura académica) las diferentes opciones actualmente disponibles hoy en mi entorno. Me gustaría identificar algunos indicadores para poder argumentar si un sistema de recogida y gestión de residuos (lo que se traduce en algo tan cotidiano como “bajar la basura”) es éticamente mejor que otro.
En uno de sus brillantes artículos periodísticos, Enrique García-Máiquez propone una oportunidad de negocio con mucho futuro: crear una empresa cuyo cometido sea
“hacer desaparecer una buena parte (la peor y, por tanto, la más abundante) de las obras de arte moderno. Los millonarios y las administraciones públicas que las han comprado empezarán a sospechar que fueron las víctimas del timo de la estampita, y nadie querrá tener cerca la prueba de su esnobismo y de su derroche sin ton ni son. Pero como las envergaduras de esas obras suelen ser considerables y sus materiales pesados, el esfuerzo por esfumarlas va a ser ímprobo. [...] Los puntos fuertes de la empresa han de ser la absoluta desaparición de aquellos engendros y su aprovechamiento en algo que calme la conciencia de sus torturados clientes. La defensa del medio ambiente, por ejemplo, matando así -con perdón- dos pájaros de un tiro. [...] [La mejor] solución sería ir amontonando monumentos, junto a mobiliario de diseño de despacho de director general y otras partidas de los presupuestos de estos años, en medio de La Mancha, cubrirlos de una buena capa de compost y plantar encima numerosos alcornoques, que se hallarán en su hábitat. En poco tiempo, se podría crear una hermosa colina, y otra, y alguna montaña luego. Al conjunto, se le podría llamar Sierra Remordimiento.” (Un paso atrás, pp. 33-35)
El sarcasmo es sabiamente irónico: no podemos crear una Sierra Remordimiento en cada páramo, entre otras razones porque sale mucho más barato educar el buen gusto (y ese es precisamente el objetivo del artículo). Además, Sierra Remordimiento no proporciona eso que querrían los clientes -la “absoluta desaparición de aquellos engendros”- con lo que por su propia existencia y denominación seguiría remordiendo la conciencia de los derrochadores. Lo que estos querrían, en realidad, es que los engendros desaparecieran por completo, sin dejar rastro, como tragados por un agujero negro. Que, por decirlo en las muy repetidas palabras del Manifiesto Comunista, “todo lo que era sólido se disolviera en el aire”. Merece la pena recordar ese famoso pasaje en el que Marx y Engels acuñan la expresión para referirse al novum de la sociedad burguesa:
“Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de llegar a osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones sociales de existencia y sus relaciones recíprocas.”
Aunque afortunadamente no todas las tradiciones se han esfumado siguiendo esta profecía, nuestro mundo contemporáneo presenta muchas de esas características, algunas de ellas asimiladas por el pensamiento socialista con su religión del progreso. Vivimos en una época en la que el objetivo de la economía es crecer y crecer, llenar todos los huecos del mercado y, allí donde no los haya, crear nuevas necesidades para nuevos productos (mediante la innovación, cuya relación con el capitalismo ya señaló Schumpeter). Y cuando no crecemos entramos en recesión y crisis.
En un mundo así resultaría muy útil la existencia no ya de Sierras Remordimiento, sino de Agujeros Negros que se tragaran sin dejar rastro todos los desechos, esos objetos que alcanzan su obsolescencia cada vez más rápidamente, lo pasado de moda. Eso nos permitiría entregarnos sin remordimientos a la producción y al consumo sin sentir que estamos contribuyendo a saturar un mundo ya demasiado lleno. Pero, por supuesto, esa “solución final” no existe: los objetos y los residuos se empeñan tenazmente en persistir en su ser, no se dejan desaparecer tan fácilmente. Y de ahí nuestro problema con la gestión de residuos urbanos (dejemos para otro día el tema de los residuos nucleares, que también se las trae).
Los nacidos en el sur de Europa en torno a 1970 recordarán un tiempo en el que las bolsas de la basura se dejaban fuera del portal; luego llegaron los contenedores únicos, y más tarde, en los 90, los de reciclaje: amarillo para envases, azul para el papel, verde para el vidrio. Fueron años de muchos cambios en poco tiempo; los progenitores de esa generación, al menos los de origen rural, podrían recordar otro tiempo en el que durante décadas y siglos se generaba tan poca basura no reciclable que prácticamente cada pueblo tenía su pequeña escombrera.
La situación actual es muy distinta: los actuales vertederos son insalubres e ineficaces, y ya no hay alfombra para tanto polvo. La Unión Europea lleva ya años diciendo a todos los Estados miembros que el almacenamiento de los residuos no es una solución sostenible, y que su destrucción genera desechos muy concentrados y contaminantes. Todas las diferentes directivas indican que la mejor solución consiste en implantar paulatinamente una “economía circular” [cradle to cradle] en la que se reduce la producción de residuos, que además se reintroducen en el ciclo de producción mediante el reciclado de sus componentes.
Esto no ralentizaría la economía, sino al contrario: es sabido que el reciclaje de residuos genera mucho más empleo que su vertido. De hecho, que reciclar es una virtud parece algo asumido sin problemas en la mayoría de las sociedades contemporáneas. Aunque sólo sea por razones meramente económicas, si tenemos en cuenta que según algunos cálculos el reciclado de una tonelada de basura cuesta 30 dólares por término medio, mientras que enterrarla en un vertedero cuesta 50, y su incineración asciende a 75.* La pregunta ética más urgente no es tanto reciclar sí o no, sino cómo reciclar más y mejor. Ahí se sitúa el actual debate entre modelos de recogida y gestión selectiva de residuos.
[Continuará. Fecha aproximada de publicación del siguiente post: 17 de marzo, San Patricio.]
*Tomo estas cifras de Friedman (2009: 132), pero con cierta precaución. No hace falta ser economista para advertir que “el precio”, lo que nos cuesta implantar y mantener un determinado de recogida y gestión de residuos, es un concepto complejo y poco transparente, que no se deja reducir simplemente a una cifra. Para llegar a ella hay que manejar muchas variables: ¿cómo medimos ese precio?, ¿quién lo paga?, ¿hasta dónde vamos a considerar el impacto ambiental, las consecuencias positivas o negativas de cada sistema?, etc. Por eso desconfío un poco de plantear el debate en términos exclusivamente económicos, o en ese sentido reduccionista de lo económico que se ciñe únicamente a establecer qué es lo más eficiente o barato. Hay otros factores, que podrían hacer inclinar la balanza hacia el reciclaje incluso aunque saliese más cara (cosa que dudo, si tenemos en cuenta los costes globales, y no solamente lo que le cuesta a cada ciudadano tener un sistema basado en el reciclaje versus otras posibilidades).
Friedman, Lauri S., ed. (2009) Garbage and Recycling. Farmington Hills, MI: Greenhaven Press.