LAND ART, LAND ETHIC?
Muchos libros de ética ambiental han acabado por serlo de manera involuntaria. Comenzaron como diarios, como el Sand County Almanac de Aldo Leopold, que puso en circulación la “ética de la tierra” en un libro de ensayos y excursiones al aire libre. Y, naturalmente, Leopold seguía la escuela de Henry David Thoreau, el autor de Walden. El libro que nos ocupa aquí pertenece a esta tradición de ambientalista accidental o a su pesar, aunque renuncie expresamente al moralismo. De hecho, cuando el autor anota las razones por las que sale a caminar, una de ellas es que “solo por aquí la naturaleza puede regalarme algo insospechado y que no necesita moral” (149).
En estos Días bajo el cielo J. Ignacio Foronda da cuenta del tiempo que pasa (fines de semana, vacaciones) con su familia en un pueblecito de La Rioja: sus caminatas, sus encuentros con la gente y con la naturaleza, y alguna que otra reflexión fugaz; o sea, lo mismo que hacía Thoreau en sus diarios. Son anotaciones en apariencia sencillas, casi humildes, pero que a menudo tienen mucho detrás, en la forma (pequeños apuntes que ocultan un haiku) y en el contenido.
Ese diálogo con la tradición y con uno mismo nunca es fácil, y Foronda se queja cuando, al leer a Thoreau, lo encuentra demasiado cerca de la literatura mística. Ese misticismo es muy real en el autor norteamericano, en especial en Walking (que es justo el texto que Foronda comenta en su libro), pero queda muy rebajado en sus diarios, que tienen un tono mucho más similar al de Foronda, oscilando entre la melancolía y la euforia. Un tono meditativo que también está presente en Días bajo el cielo, cuando el autor declara su razón última para caminar: que “solo por aquí puedo estar sin mirar adelante ni mirar atrás. Y en el fondo tengo la certidumbre de que aquí me siento parte de algo que alguna vez fue salvaje y que todavía conserva ese aliento. La seguridad de que aquí, ahora, soy.” (149)
Por otra parte, el paisaje que describe Thoreau (Nueva Inglaterra a mediados del XIX) y el de Foronda son muy distintos; “donde Thoreau ve Naturaleza, yo veo fincas; donde él encuentra Libertad yo encuentro cultivos; donde él siente Paz, yo cansancio” (y qué elocuentes las mayúsculas). Pero este libro es especialmente valioso precisamente por esa distancia. No tiene mucho sentido traducir a Thoreau cuando no se puede encontrar un equivalente entre su fauna y flora y la nuestra; lo que falta por hacer es precisamente una tradición de nature writing entre nosotros, y en ese género el libro de Foronda desarrolla como pocos el motivo del urbanita que adquiere (en cómodos plazos) su pequeño paraíso campestre.
Ese paraíso donde el “orden de la naturaleza es una razón para la esperanza” (187) no es un lugar bucólico. A veces es trivial (tardes de aburrimiento y rutina social) y a veces es feroz (véase el episodio de la mantis en la p. 178). Otras muchas el autor sale de casa con la necesidad de dar “un paseo tranquilo” porque cree “en la paz de estos campos” (186) y se encuentra con que “el campo es un jaleo” (92). Menos mal: al fin y al cabo, “el campo es un teatro donde el escenario resulta ser el protagonismo de la función” (158). Esta actitud suavemente irónica está en todo el libro y cancela la queja de Foronda hacia Thoreau: salvadas las distancias, son dos autores muy similares. Igual que Foronda, “los patos de los parques necesitan escaparse los fines de semana de sus obligaciones urbanas.” (152) Y Thoreau suscribiría sin problemas su afirmación de que “[m]ientras haya algo que sea capaz de vivir en los márgenes de nuestro progreso, podré sonreir con ironía.” (169)
Paradójicamente, Foronda siente que el suyo es un paraíso que no es posible compartir (114, 143), aunque en última instancia, y gracias a su enorme habilidad literaria, no hace otra cosa en todo el libro: compartir su paraíso con el lector en general y con su familia en particular, que son los verdaderos destinatarios del libro. Deberíamos estar muy agradecidos por ello.